« ¿Chupar?» , dijo el duque. « Sí, señores» , dijo Duclos, chuparlo de los pies a la cabeza sin dejar ni un espacio del tamaño de un luis de oro por donde no hubiera pasado la lengua. Por muy prevenida que estuviera la muchacha que y o le había dado, en cuanto vio aquel cadáver ambulante, retrocedió horrorizada. « ¿Qué pasa, zorra?» , dijo, « ¿acaso te doy asco? Sin embargo tienes que chuparme, tu lengua tiene que lamer absolutamente todas las partes de mi cuerpo. ¡Ah!, ¡no te hagas la remilgada! Otras lo han hecho; vamos, vamos, basta de miramientos» . » Es muy cierto que el dinero lo puede todo; la desdichada que y o le había dado estaba en la más absoluta miseria, tenía dos luises que ganarse con ello; ella hizo todo que se le pidió, y el viejo gotoso, encantado de notar una suave lengua pasearse por su cuerpo repelente y suavizar el ardor que lo devoraba, se masturbaba voluptuosamente durante la operación. Cuando estuvo terminada, y me creeréis si os digo que no fue sin terribles repugnancias por parte de la infortunada, cuando estuvo terminada, digo, la hizo tenderse en el suelo de espaldas, se montó a horcajadas sobre ella, se le cagó en las tetas, y apretándolas después, una tras otra, las utilizó para limpiarse el trasero. Pero no vi ni una sola ey aculación, y, cierto tiempo después, supe que necesitaba varias operaciones semejantes para conseguir una; y como era un hombre que rara vez iba dos veces al mismo lugar, y a no le vi más y, a decir verdad, me sentí muy cómoda» . « A fe mía» , dijo el duque, « que el final de la operación de ese hombre me parece muy razonable, y jamás he entendido que unas tetas pudieran servir realmente para otra cosa que para limpiar culos» . « Es cierto» , dijo Curval, que sobaba brutalmente las de la tierna y delicada Aline, « es cierto, a decir verdad, que eso de las tetas es una cosa muy infame. Yo nunca las veo sin enfurecerme; siento, al verlas, como un asco, como una repugnancia… Solo el coño me da un asco más fuerte» . Y al mismo tiempo se lanzó a su gabinete, arrastrando por el pecho a Aline, y haciéndose seguir por Sophie y por Zelmire, las dos muchachas de su serrallo, y por Fanchon. No sabemos muy bien lo que allí hizo, pero se oy ó un gran grito de mujer y, poco después, los aullidos de su ey aculación. Regresó; Aline lloraba y se tapaba el seno con un pañuelo, y como todos esos acontecimientos jamás impresionaban, o como máximo daban risa, Duclos reanudó imperturbable el hilo de su historia: « Yo misma despaché» , dijo, « unos días después, a un viejo fraile cuy a manía, más fatigosa para la mano, no era sin embargo tan repugnante para el corazón. Me entregó un enorme y asqueroso trasero cuy a piel era como de pergamino: había que masajearle el culo, sobárselo, apretarlo con todas mis fuerzas, pero, cuando llegué al agujero, nada le parecía bastante violento; había que agarrar las pieles de esta parte, frotarlas, pellizcarlas, estrujarlas violentamente entre mis dedos, y solo derramaba su leche por el vigor de la operación. Además, se masturbaba a sí mismo durante la operación, y ni siquiera me arremangó las faldas. Pero se veía que aquel hombre estaba tremendamente habituado a esta manipulación, pues su trasero, por otra parte fofo y colgante, estaba revestido, sin embargo, de una piel tan gruesa como el cuero. Al día siguiente, por los elogios, sin duda, que hizo en su convento de mi manera de actuar, me trajo a uno de sus colegas, cuy o culo debía ser abofeteado con todas las fuerzas de mi mano; pero este, más libertino y más curioso, visitaba cuidadosamente, antes, las nalgas de la mujer, y mi culo fue besado, lamido diez o doce veces seguidas, con unas pausas cubiertas por unas bofetadas sobre el suy o. Cuando su piel se puso escarlata, su polla se empinó, y puedo asegurar que era uno de los más hermosos instrumentos que he manejado; entonces, la puso entre mis manos, ordenándome que lo masturbara con una mientras seguía abofeteándole con la otra» . « O me engaño» , dijo el obispo, « o y a hemos llegado a la sección de las fustigaciones pasivas» . « Sí, monseñor» , dijo la Duclos, « y como y a he cumplido mi tarea de hoy, estaréis de acuerdo en que deje para mañana el comienzo de los gustos de esta índole de los que nos ocuparemos durante varias veladas seguidas» . Como todavía faltaba cerca de media hora para la cena, Durcet dijo que, para estimular el apetito, quería tomar unas cuantas lavativas; sospecharon sus intenciones, y todas las mujeres se estremecieron, pero la decisión estaba tomada, no había manera de escaparse. Thérèse, que le servía aquel día, aseguró que las ponía a las mil maravillas; de la afirmación pasó a la prueba, y, tan pronto como el pequeño financiero tuvo las entrañas llenas, dijo a Rosette que tenía que venir a ofrecer el pico. Hubo un poco de resistencia, un poco de dificultades, pero no había más remedio que obedecer, y la pobre pequeña tragó dos, para vomitarlas después, cosa que, como es fácil imaginar, no tardó en ocurrir. Afortunadamente llegó la hora de la cena, pues se disponía sin duda a recomenzar. Pero habiendo cambiado esta novedad la disposición de todos los ánimos, decidieron ocuparse de otros placeres. En las orgías, soltaron unas cuantas cagadas sobre las tetas y se hicieron cagar muchos culos; el duque comió delante de todo el mundo la mierda de la Duclos, mientras la buena mujer se la chupaba y las manos del libertino se perdían un poco por todas partes; su leche salió con abundancia, y habiéndole imitado Curval con la Champville, hablaron finalmente de ir a acostarse. Decimoséptima jornada a terrible antipatía del presidente hacia Constance estallaba a diario. Había L pasado la noche con ella por un acuerdo especial con Durcet, a quien correspondía, y formuló a la mañana siguiente las quejas más amargas. « Ya que a causa de su estado» , dijo, « no queremos someterla a los castigos normales, por miedo de que aborte antes del momento en que nos dispongamos a recibir ese fruto, por lo menos, maldito sea» , decía, « habría que encontrar un medio de castigar a esta puta cuando comete tonterías» . Pero fijémonos un poco en el maldito espíritu de los libertinos. Cuando se analiza este error prodigioso, oh lector, adivina de qué se trataba: se trataba de que se había desgraciadamente puesto de frente cuando se le pedía el trasero, y esos errores no se perdonaban. Pero lo peor de todo es que negaba el hecho: pretendía, con bastante fundamento, que era una calumnia del presidente, que solo intentaba perderla, y que jamás se acostaba con él sin inventar semejantes mentiras. Pero como las ley es eran formales a este respecto, y a las mujeres jamás se las creía, se trató de saber cómo se castigaría en el futuro a esta mujer sin riesgo de estropear su fruto. Se decidió que por cada delito se le obligaría a comer un zurullo y, en consecuencia, Curval exigió que comenzara inmediatamente. Fue aprobado. Estaban entonces desay unando en el apartamento de las muchachas; le dieron la orden de presentarse, el presidente cagó en medio de la habitación, y se le ordenó que se acercara a cuatro patas a devorar lo que aquel hombre cruel acababa de hacer. Ella se prosternó, pidió perdón, nada los enterneció; y la naturaleza había puesto bronce en lugar de corazón en aquellos vientres. Nada tan divertido como todos los melindres que la pobre mujercita hizo antes de obedecer, y Dios sabe cómo se rieron. Al fin tuvo que decidirse; el corazón le brincó a media operación, pero no le quedaba más remedio que acabarla, y todo pasó. Cada uno de nuestros malvados, excitado por aquella escena, se hacía masturbar, viéndola, por una chiquilla, y Curval, singularmente excitado por la operación y al que Augustine masturbaba a las mil maravillas, sintiéndose a punto de correrse, llamó a Constance, que estaba terminando su triste desay uno y le dijo: « Ven, puta, cuando se ha comido pescado, hay que echarle salsa; es blanca, ven a recibirla» . También tuvo que pasar por esto, y Curval, que mientras tanto hacía cagar a Augustine, soltó la esclusa en la boca de la desdichada esposa del duque, comiendo la fresca y delicada mierdecita de la interesante Augustine. Se realizaron las visitas; Durcet encontró mierda en el orinal de Sophie. La joven se disculpó diciendo que se había sentido indispuesta. « No» , dijo Durcet manipulando los excrementos, « no es verdad: una cagalera de indigestión es una plasta, y esto es un zurullo muy sano» . Y, tomando inmediatamente su funesto cuaderno, anotó en él el nombre de la encantadora criatura, que corrió a ocultar sus lágrimas y deplorar su situación. Todo el resto estaba en regla, pero en la habitación de los muchachos, Zélamir, que había cagado la víspera en las orgías y a quien se había comunicado que no se limpiara el culo, se lo había limpiado sin permiso. Todo aquello eran crímenes capitales: Zélamir fue anotado. Pese a ello, Durcet le besó el culo y se hizo chupar por él un instante; después pasaron a la capilla, donde vieron cagar a dos folladores subalternos, y a Aline, Fanny, Thérèse y la Champville. El duque recibió en su boca la mierda de Fanny y se la comió, el obispo la de los dos folladores, de las que engulló una, Durcet la de Champville, y el presidente la de Aline, que se zampó, pese a correrse, al lado de la de Augustine. La escena de Constance había calentado las cabezas, pues llevaban mucho tiempo sin permitirse semejantes extravagancias por la mañana. En la comida se habló de moral. El duque dijo que no concebía cómo las ley es, en Francia, castigaban el libertinaje, y a que el libertinaje, al ocupar a los ciudadanos, los distraía de cábalas y de revoluciones; el obispo dijo que las ley es no castigaban exactamente el libertinaje sino sus excesos. Entonces se analizaron estos, y el duque demostró que ninguno de ellos era peligroso, ninguno podía resultar sospechoso al gobierno, y que no solo era crueldad sino también un absurdo querer censurar semejantes minucias. De las palabras pasaron a los efectos. El duque, medio borracho, se abandonó en brazos de Zéphire, y chupó durante una hora la boca de la hermosa criatura, mientras Hercule, aprovechando la situación, hundía su enorme instrumento en el ano del duque. Blangis se dejó hacer, y sin otra acción, sin otro gesto que besar, cambió de sexo sin darse cuenta. Sus compañeros se entregaron por su parte a otras infamias, y fueron a tomar el café. Como acababan de hacer muchas tonterías, fue bastante tranquilo y quizás el único de todo el viaje en que no se derramó leche. Duclos, y a encima del estrado, esperaba a la compañía y, cuando esta se hubo acomodado, comenzó de la siguiente manera: « Acababa de sufrir una pérdida en mi casa que me resultaba dolorosa por muchos aspectos: Eugénie, a la que amaba apasionadamente, y que me era extremadamente útil a causa de sus extraordinarias complacencias con todo lo que podía procurarme dinero, Eugénie, digo, acababa de serme robada de la manera más singular. Un criado, después de pagar la suma convenida, había venido a buscarla, decía, para una cena en el campo, de la que traería quizá siete u ocho luises. Yo no estaba en casa cuando eso ocurrió, pues jamás la habría dejado salir así con un desconocido; pero solo se dirigieron a ella, y ella aceptó… No he vuelto a verla en toda mi vida» . « Ni la verás» , dijo Desgranges; « la fiesta que le proponían era la última de su vida, y me tocará a mí desenlazar esa parte de la novela de la hermosa muchacha» . « ¡Ah! ¡Dios mío!» , dijo Duclos, « ¡una muchacha tan hermosa, con veinte años, la cara más fina y más agradable!» « Y añadid» , dijo Desgranges, « el más bello cuerpo de París: todos esos atractivos le fueron funestos. Pero continúa, y no avancemos ahora las circunstancias» . « Fue Lucile» , dijo la Duclos, « quien la sustituy ó tanto en mi corazón como en mi cama, pero no en los trabajos de la casa, pues estaba muy lejos de poseer su sumisión y su complacencia. De todos modos, en sus manos confié poco después al prior de los benedictinos, que de vez en cuando venía a visitarme, y que habitualmente se divertía con Eugénie. Después de que el buen padre le masturbara el coño con la lengua, y le chupara bien la boca, había que azotarle ligeramente con unas varas, solo en la polla y en los cojones, y se corría sin empalmar, por el mero frote, por la mera aplicación de las varas sobre aquellas partes. Su may or placer, entonces, consistía en ver a la muchacha hacer saltar por el aire, con las puntas de las varas, las gotas de leche que salían de su polla. » Al día siguiente, y o misma despaché a otro al que había que aplicar cien azotes exactos en el trasero; anteriormente él besaba el culo, y, mientras se le azotaba, se masturbaba él mismo. » Algún tiempo después me reclamó un tercero; este ponía más ceremonia en todos los puntos: me avisaba con ocho días de antelación, y era preciso que y o hubiera pasado todo ese tiempo sin lavar ninguna parte de mi cuerpo, y especialmente el coño, el culo y la boca; y que, a partir del momento del aviso, pusiera a macerar en un orinal lleno de mierda y de orina por lo menos tres haces de varas. Al fin llegó; era un viejo recaudador de gabelas, hombre muy acomodado, viudo sin hijos, y que celebraba con frecuencia fiestas semejantes. La primera cosa de la que se informó era de si y o había sido exacta respecto a la abstinencia de las abluciones que me había prescrito; le aseguré que sí, y, para convencerse, comenzó por darme un beso en los labios que sin duda le satisfizo, y y o sabía que si, al darme aquel beso, estando y o en ay unas, hubiera reconocido que y o había utilizado algún lavatorio, no habría querido proseguir la sesión. Así que subimos; contempla las varas en el orinal donde y o las había puesto, después, ordenando que me desnudara, husmea atentamente todas las partes del cuerpo que me había prohibido más explícitamente que lavara. Como y o había sido muy exacta, encontró sin duda el olorcillo que él deseaba, pues le vi calentarse en sus arreos y exclamar: “¡Ah, leche!, ¡esto, esto es lo que quiero!”. Entonces le manoseé a mi vez el trasero; era exactamente un cuero hervido, tanto por el color como por la dureza de la piel. Después de haber acariciado por un instante, manoseado, entreabierto las ásperas cachas, me apodero de las varas, y, sin secarlas, comienzo por atizarle diez golpes con todas mis fuerzas; pero no solo no hizo ningún movimiento, sino que mis golpes parecía que ni siquiera rozaban aquella inexpugnable ciudadela. Después de aquella primera tanda, le hundí tres dedos en el ano y los removí con todas mis fuerzas; pero nuestro hombre era igualmente insensible en todas partes: ni siquiera se movió. Terminadas estas dos primeras operaciones, fue él quien actuó; apoy é el vientre en la cama, él se arrodilló, abrió mis nalgas, y paseó alternativamente su lengua por los dos agujeros, los cuales, sin duda, de acuerdo con sus órdenes no debían ser muy aromáticos. Después de que él me chupara a fondo, y o vuelvo a azotarle y a meterle los dedos, él se arrodilla de nuevo y me lame, y así sucesivamente por lo menos quince veces. Al fin, conocedora de mi papel y rigiéndome por el estado de su pene que y o observaba sin tocar, con el may or cuidado, en una de sus genuflexiones le suelto mi zurullo en las narices. Se echa hacia atrás, grita que soy una insolente, y se corre masturbándose él mismo y lanzando unos gritos que se habrían oído en la calle, de no ser por las precauciones que y o había tomado para impedir que pudieran llegar. Pero la ñorda cay ó en el suelo; no hizo más que verla y olería, no la recogió en su boca y no la tocó en absoluto. Había recibido por lo menos doscientos azotes, y, puedo decirlo, sin que apareciera, sin que su trasero endurecido por una prolongada costumbre mostrara la más ligera marca» . « ¡Oh, diantre!» , dijo el duque, « he aquí un culo, presidente, que puede competir con el tuy o» . « Es muy cierto» , dijo Curval balbuceando, porque Aline lo masturbaba, « es muy cierto que el hombre del que se habla tiene exactamente mis nalgas y mis gustos, pues y o apruebo infinitamente la ausencia del bidé, pero la preferiría más prolongada: me gustaría que no hubiera tocado agua en por lo menos tres meses» . « Presidente, se te está poniendo gorda» , le dijo el duque. « ¿Tú crees?» , dijo Curval. « A fe mía que es mejor que se lo preguntes a Aline, ella te dirá lo que pasa, pues por mi parte estoy tan acostumbrado a este estado que jamás me doy cuenta de cuando termina, ni de cuando empieza. Todo lo que puedo asegurarte es que, en este momento en que te hablo, quería una puta muy marrana; quería que cay era sobre mí desde el agujero del retrete, que su culo oliera mucho a mierda, y que su coño oliera a marea. ¡Hola, Thérèse!, tú, cuy a mugre se remonta al diluvio, tú que desde el bautizo no te has limpiado el culo, y cuy o infame coño apesta a tres leguas a la redonda, tráeme todo esto a la nariz, por favor, y añádele, si quieres, una cagada» . Thérèse se acerca; con sus encantos sucios, repulsivos y marchitos, frota la nariz del presidente, deposita además la mierda desecada; Aline masturba, el libertino se corre; y Duclos reanuda así el resto de su narración: « Un viejo solterón, que recibía todos los días a una nueva muchacha para la operación que voy a contaros, me rogó a través de una amiga mía que fuera a verle, y me explicaron al mismo tiempo el ceremonial habitual de aquel inveterado viejo verde. Llego, me examina con la mirada flemática que proporciona la costumbre del libertinaje, mirada segura y que, en un minuto, aprecia el objeto que se le ofrece. “Me han dicho que teníais un hermoso culo”, me dijo, “y como y o tengo, desde hace cerca de sesenta años, una gran debilidad por las bellas nalgas, he querido ver si estabais a la altura de vuestra reputación… Arremangaos”. Esta palabra enérgica era una orden suficiente; no solamente ofrezco la medalla, sino que la acerco cuanto puedo a las narices de aquel libertino profesional. Primero me mantengo erguida; poco a poco me inclino y le muestro el objeto de su culto de todas las formas que pueden gustarle más. A cada movimiento, notaba las manos del viejo verde que se paseaban por la superficie y que perfeccionaban la situación, ora consolidándola, ora poniéndola más a su guisa. “El agujero es muy ancho”, me dijo, “parece que te has prostituido sodomitamente con mucha violencia en tu vida”. “Ay, señor”, le dije, “vivimos en un siglo en que los hombres son tan caprichosos que, para gustarles, hay que prestarse un poco a todo”. Entonces sentí que su boca se pegaba herméticamente al agujero de mis nalgas, y su lengua intentaba penetrar en el orificio. Aproveché el momento con habilidad, tal como se me había recomendado, y dejé caer sobre su lengua la ventosidad más densa y más suave. El procedimiento no le disgusta en absoluto, pero tampoco le conmueve; al fin, después de una media docena, se levanta, me lleva a la esquina de su cama, y me muestra un cubo de loza en el que se remojaban cuatro haces de varas; encima del cubo pendían varias disciplinas colgadas de unas escarpias doradas. “Armate”, me dijo el libertino, “con ambas armas; ahí tienes mi culo: como ves, es seco, flaco y muy curtido; toca”. Y después de que le obedeciera: “Ya ves”, continuaba, “es un viejo cuero hecho a los golpes y que solo se excita con los excesos más increíbles. Voy a mantenerme en esta actitud”, dijo, echándose a los pies de su cama, boca abajo y con las piernas en el suelo; “sírvete sucesivamente de los dos instrumentos, unas veces las varas y otras las disciplinas. Será largo, pero tendrás una señal segura de la proximidad del desenlace: tan pronto como veas que a este culo le va a ocurrir algo extraordinario, prepárate para imitar lo que le verás hacer; nos cambiaremos de sitio, y o me arrodillaré delante de tus hermosas nalgas, harás lo que me has visto hacer, y me correré. Pero sobre todo no te impacientes, porque te prevengo una vez más de que hace falta mucho tiempo”. Comienzo, cambio de instrumento como me ha recomendado. Pero ¡vay a flema, Dios mío!, estaba empapada en sudor; para golpear con may or comodidad, me había arremangado el brazo hasta el hombro. Ya llevaba más de tres cuartos de hora dándole con todas mis fuerzas, a veces con las varas, otras con las disciplinas, y no veía que mi trabajo avanzara. Nuestro libertino, inmóvil, se estaba más quieto que si hubiera estado muerto; se diría que saboreaba en silencio los movimientos internos de voluptuosidad que recibía de esta operación, pero ningún vestigio exterior, ninguna apariencia que influy era lo más mínimo en su piel. En fin, sonaron las dos y y o llevaba desde las once metida en harina; de repente, lo veo levantar el lomo y abrir las nalgas; paso por allí una y otra vez mis vergas a determinados intervalos, sin dejar de azotarle; sale un zurullo, azoto, mis golpes hacen volar la mierda al suelo. “Vamos, ánimo”, le digo, “y a hemos llegado”. Entonces nuestro hombre se levanta enfurecido; su polla dura y revoltosa pegada al vientre. “Imítame”, dice, “imítame, solo necesito mierda para darte leche”. Me agacho rápidamente en su lugar, se arrodilla como había dicho, y le pongo en la boca un huevo que guardaba para él desde hacía casi tres días. Al recibirlo, le sale la leche, y se echa hacia atrás aullando de placer, pero sin tragarlo y sin conservar más de un segundo el zurullo que acabo de depositarle. Por otra parte, exceptuando a vosotros, señores, que sois sin duda unos modelos en este género, he visto a pocos hombres con unas crispaciones más agudas; casi se desmay ó al derramar su leche. La sesión me valió dos luises. » Pero, apenas de vuelta a casa, encontré a Lucile ocupada con otro anciano que, sin haberle hecho ninguna caricia preliminar, se hacía simplemente fustigar desde los riñones hasta el final de las piernas con unas varas empapadas en vinagre, y, asestados los golpes con la máxima fuerza que su brazo alcanzaba, este terminaba la operación haciéndose chupar. La muchacha se arrodillaba delante de él tan pronto como le daba la señal, y, haciendo flotar sus viejos cojones gastados sobre sus tetas, tomaba el fofo instrumento en su boca donde el pecador arrepentido no tardaba en llorar sus faltas» . Y habiendo terminado así la Duclos lo que tenía que decir en su velada, como la hora de la cena todavía no había llegado, hicieron algunas bribonadas aguardándola. « Debes de estar rendido, presidente» , dijo el duque a Curval; « hoy y a te he visto correrte dos veces, y tú no estás demasiado acostumbrado a perder en un día tanta cantidad de leche» . « Apostemos por una tercera» , dijo Curval que manoseaba las nalgas de la Duclos. « ¡Oh!, todo lo que tú quieras» , dijo el duque. « Pero con una condición» , dijo Curval, « y es que todo me esté permitido» . « ¡Oh!, no» , replicó el duque, « sabes muy bien que hay cosas que nos hemos prometido no hacer antes de la época en que nos corresponda. Hacernos follar era una de ellas: antes de hacerlo debíamos esperar a que se nos citara en el orden recibido algún ejemplo de esta pasión; y sin embargo, por nuestras propias representaciones, señores, todos nos lo hemos saltado. Hay muchos placeres especiales que también habríamos debido prohibirnos hasta el momento de su narración, y que toleramos con la condición de que transcurran en nuestras habitaciones o en nuestros gabinetes. Tú acabas de entregarte a ellos hace un momento con Aline: ¿no quiere decir nada que ella hay a lanzado un grito desgarrador, y que se cubra ahora el pecho con un pañuelo? ¡Bien! Elige, pues, o entre esos placeres misteriosos, o entre los que nos permitimos públicamente, y que tu tercera ey aculación provenga de uno de esos dos tipos de cosas, y apuesto cien luises a que no la consigues» . Entonces el presidente preguntó si podía pasar al tocador del fondo, con los sujetos que se le antojaran; se lo concedieron, con la única condición de que Duclos estaría presente y que ella sería quien certificaría la exactitud de esta ey aculación. « Vamos» , dijo el presidente, « acepto» . Y, para comenzar, se hizo dar primeramente, delante de todo el mundo, 500 latigazos por la Duclos; hecho esto, se llevó consigo a su querida y fiel amiga Constance, a quien se le rogó, no obstante, que no hiciera nada que pudiera perjudicar su embarazo; se le sumó su hija Adélaïde, Augustine, Zelmire, Céladon, Zéphire, Thérèse, Fanchon, la Champville, la Desgranges, y la Duclos con tres folladores. « ¡Oh!, joder» , dijo el duque, « no habíamos convenido que utilizaras tantos sujetos» . Pero el obispo y Durcet, tomando el partido del presidente, aseguraron que no se había hablado del número. De modo que el presidente se encerró con su equipo, y al cabo de una media hora, que el obispo, Durcet y Curval, con los sujetos que les quedaban, no pasaron rezando a Dios, al cabo de una media hora, digo, Constance y Zelmire regresaron llorando, y el presidente no tardó en seguirlas con el resto de su equipo, apoy ado por la Duclos, que rindió testimonio de su vigor y certificó que merecía en justicia una corona de mirto. El lector aceptará que no le revelemos lo que el presidente había hecho: las circunstancias todavía no nos lo permiten; pero había ganado la apuesta y esto era lo esencial. « He aquí cien luises» , dijo al recibirlos, « que me servirán para pagar una multa a la cual temo que pronto seré condenado» . Esta es también otra cosa que rogamos al lector que nos permita no explicarle hasta el momento debido, pero que vea aquí solamente cómo el malvado preveía sus faltas de antemano y cómo tomaba su decisión sobre el castigo que debían acarrearle, sin preocuparse lo más mínimo de prevenirlas o evitarlas. Puesto que, a partir de aquel instante hasta el del comienzo de las narraciones del día siguiente, solo ocurrieron cosas normales, trasladaremos inmediatamente allí al lector. Decimoctava jornada uclos, bella, engalanada, y más brillante que nunca, comenzó así los relatos D de su decimoctava jornada: « Acababa de realizar la compra de una alta y robusta criatura llamada Justine; tenía veinticinco años, cinco pies y seis [pulgadas] de estatura, robusta como una criada de taberna, además de hermosas facciones, una bella piel, y el más bello cuerpo del mundo. Como en mi casa abundaba aquella clase de libertino que solo encuentra algún atisbo de placer en los suplicios que se le hace experimentar, creí que una pupila semejante podía serme de gran ay uda. Al día siguiente de su llegada, para poner a prueba sus talentos fustigadores que me habían elogiado prodigiosamente, la enfrenté con un viejo comisario de barrio, al que había que fustigar con toda la fuerza desde la parte inferior del pecho hasta las rodillas y desde la mitad de la espalda hasta las pantorrillas, y esto hasta que la sangre brotara por todas partes. Terminada la operación, el libertino se limitaba a arremangar a la doncella y plantarle su paquete sobre las nalgas. Justine se comportó como una auténtica heroína de Citerea, y nuestro libertino vino a confesarme que poseía con ella un tesoro, y que, en toda su vida, jamás había sido fustigado como por aquella tunanta. » Para demostrarle el caso que le hacía a ella, pocos días después la junté con un viejo inválido de Citerea que se hacía dar más de mil latigazos en todas las partes del cuerpo indistintamente, y cuando estaba completamente ensangrentado, era preciso que la muchacha meara en su propia mano, y le frotara con su orina todas las partes más lastimadas del cuerpo. Aplicada esta loción, recomenzaban la sesión; entonces él se corría, la muchacha recogía cuidadosamente en su mano la leche que él soltaba, y le friccionaba por segunda vez con el nuevo bálsamo. » Idéntico éxito por parte de mi nueva compra, y cada día may ores elogios; pero y a no era posible utilizarla con el campeón que se presentaba esta vez. Aquel hombre singular solo quería de lo femenino el traje, pero, en realidad, era preciso que fuera un hombre, y, para explicarme mejor, era por un hombre vestido de mujer que el lascivo quería ser azotado. ¡Y vay a arma que utilizaba! No imaginéis que eran varas: era un haz de tallos de mimbre, con los que había que desgarrarle bárbaramente las nalgas. En realidad, como esta historia olía un poco a sodomía, y o no hubiera debido meterme demasiado; sin embargo, por tratarse de un antiguo parroquiano de la Fournier, un hombre realmente apegado en todo tiempo a nuestra casa, y que, por su posición, podía prestarnos algún servicio, no me hice la difícil, y después de hacer disfrazar lindamente a un muchacho de dieciocho años que hacía a veces encargos para nosotras y que era muy guapo, lo presenté armado con el haz de mimbres. Nada tan divertido como la ceremonia (y a podéis imaginaros que quise verla). Comenzó por contemplar a fondo su supuesta doncella, y habiéndola encontrado sin duda muy de su agrado, se estrenó con cinco o seis besos en la boca que olían a chamusquina a una legua de distancia; hecho esto, él mostró sus nalgas y, denotando con sus palabras que confundía al muchacho con una muchacha, le dijo que las manoseara y las masajeara con cierta dureza; el muchachito, a quien y o había instruido bien, hizo todo lo que se le pedía. “Vamos”, dijo el libertino, “azótame, y sobre todo no seas compasivo”. El joven se apodera del haz de varas, asesta entonces con brazo vigoroso cincuenta golpes consecutivos sobre las nalgas que se le ofrecen; el libertino, y a fuertemente marcado por los latigazos provocados por aquellas verdascas, se arroja sobre su masculina fustigadora, le levanta las faldas, comprueba con una mano su sexo, con la otra se agarra ávidamente a las dos nalgas. Al principio, no sabe qué templo incensar en primer lugar: acaba por decidirse por el culo, pega a él su boca con ardor. ¡Oh!, ¡qué diferencia del culto rendido por la naturaleza de aquel que se dice que la ultraja! ¡Dios justo!, si esta obra fuera real, ¿tendría el homenaje tanto ardor? Jamás culo de mujer ha sido besado como lo fue el de aquel muchacho; por tres o cuatro veces la lengua del viejo verde desapareció por entero en su ano. Al final volvieron a las posiciones anteriores. “¡Oh querida criatura!”, exclamó, “prosigue tu operación”. Es flagelado de nuevo; pero, como estaba más animado, sobrelleva este segundo ataque con mucha may or fuerza. Sangra; inmediatamente su polla se alza, y se la hace empuñar con apresuramiento al joven objeto de sus transportes. Mientras este la manosea, el otro quiere devolverle un servicio semejante; le arremanga aún más, pero esta vez lo que quiere es la polla: la toca, la masturba, se la menea, y la introduce inmediatamente en su boca. Después de estas caricias preliminares, se ofrece por tercera vez a los golpes. Esta última escena lo endurece por completo; arroja a su Adonis sobre la cama, se echa sobre él, aprieta a la vez los dos pijos, pega su boca a los labios del hermoso muchacho, y, habiendo conseguido calentarle con sus caricias, le procura el divino placer al mismo tiempo que él lo saborea; los dos se corren a la vez. Nuestro libertino, encantado con la escena, intentó disipar mis escrúpulos, y me hizo prometer que le procuraría con frecuencia el mismo placer, fuera con aquel, fuera con otros. Yo quise trabajar en su conversión, le aseguré que tenía unas muchachas encantadoras que lo fustigarían igual de bien: ni siquiera quiso mirarlas» . « Me lo creo» , dijo el obispo. « Cuando se tiene decididamente el gusto por los hombres, no se cambia; la diferencia es tan extrema que nadie siente la tentación de probarlo» . « Monseñor» , dijo el presidente, « abordáis una tesis que merecería una disertación de dos horas» . « Y que siempre terminaría en favor de mi afirmación» , dijo el obispo, « porque es incontestable que un muchacho vale más que una muchacha» . « No lo niego» , replicó Curval, « pero sin embargo podría deciros que hay algunas objeciones al sistema y que, para los placeres de determinado tipo, tales como los que, por ejemplo, nos contarán Martaine y Desgranges, una muchacha es mejor que un muchacho» . « Lo niego» , dijo el obispo; « incluso para lo que queréis decir, el muchacho es mejor que la muchacha. Consideradlo desde el punto de vista del mal, que casi siempre es el auténtico atractivo del placer, el crimen os parecerá may or con un ser absolutamente de vuestra especie que con otro que no lo es, y, a partir de este momento, la voluptuosidad se duplica» . « Sí» , dijo Curval, « pero y el despotismo, el dominio, la delicia que nace del abuso de la fuerza sobre el débil…» « También está ahí» , contestó el obispo. « Si la víctima es bien vuestra, el dominio que, en tales casos, creéis mejor establecido sobre una mujer que sobre un hombre solo procede del prejuicio, solo procede de la costumbre que somete más habitualmente aquel sexo a vuestros caprichos que el otro. Pero renunciad por un instante a estos prejuicios de opinión, y que el otro esté perfectamente en vuestras cadenas: con la misma autoridad, reencontráis la idea de un crimen may or, y necesariamente vuestra lubricidad debe reduplicarse» . « Yo pienso como el obispo» , dijo Durcet, « y una vez que sea seguro que el dominio está bien establecido, creo más delicioso el abuso de fuerza que se practica con un semejante que con una mujer» . « Señores» , dijo el duque, « me gustaría que dejarais vuestras discusiones para la hora de las comidas, y que estas, que están destinadas a escuchar las narraciones, no las llenarais con sofismas» . « Tiene razón» , dijo Curval. « Vamos, Duclos, continúa» . Y la amable directora de los placeres de Citerea reanudó en los términos siguientes: « Un anciano, escribano forense del Parlamento» , dijo, « vino a visitarme una mañana, y como, desde los tiempos de la Fournier, solo estaba acostumbrado a tratar conmigo, no quiso cambiar de método. Se trataba, mientras se le masturbaba, de abofetearle gradualmente, es decir suavemente en un principio, después un poco más fuerte a medida que su polla tomaba consistencia, y finalmente con todas las fuerzas cuando se corría. Yo había entendido tan bien la manía de este personaje que a la vigésima bofetada le hacía soltar la leche» . « ¡A la vigésima!» , dijo el obispo, « ¡pardiez!, y o no necesitaría tantas para que se me aflojara de repente» . « Ya ves, amigo mío» , dijo el duque, « cada cual tiene su manía; jamás debemos censurar, ni sorprendernos de la de nadie. Vamos, Duclos, una más y termina» . « La que me resta por contaros esta noche» , dijo Duclos, « me la contó una de mis amigas; llevaba dos años viviendo con un hombre a quien no se le empinaba si no se le habían dado veinte papirotazos en la nariz, tirado de las orejas hasta hacerle sangrar, mordido las nalgas, la polla y los cojones. Excitado por las duras titilaciones de estos preliminares, se le ponía como a un garañón, y se corría blasfemando como un diablo, casi siempre en la cara de quien acababa de aplicarle un tratamiento tan singular» . De todo lo que acababa de ser dicho, los señores solo calentaron su cerebro con lo que se refería a las fustigaciones masculinas, así que aquella noche imitaron esa fantasía. El duque se hizo golpear hasta sangrar por Hercule, Durcet por Bande-au-ciel, el obispo por Antinoüs y Curval por Brise-cul; el obispo, que no había hecho nada en todo el día, se corrió, dicen, comiendo la mierda de Zélamir, que llevaba dos días guardándosela. Y fueron a acostarse. Decimonovena jornada esde la mañana, a partir de algunas observaciones hechas sobre la mierda D de los súbditos destinados a las lubricidades, se decidió que había que probar una cosa de la que Duclos había hablado en sus narraciones: me refiero a la supresión del pan y de la sopa en todas las mesas, a excepción de la de los señores. Esos dos objetos fueron eliminados; se dobló, por el contrario, las aves y la caza. No tardaron ni ocho días en descubrir una diferencia esencial en los excrementos: eran más blandos, más fundentes, de una delicadeza infinitamente may or, y opinaron que el consejo de D’Aucourt a Duclos era el de un libertino realmente entendido en tales materias. Se pretendió que eso provocaría tal vez una cierta alteración en los alientos. « ¡Bueno!, ¡qué importa!» , dijo a este respecto Curval, a quien el duque formulaba la objeción; « está muy mal visto decir que, para dar placer, es preciso que la boca de una mujer o de un muchacho esté absolutamente sana. Dejando a un lado cualquier manía, os admitiré cuanto os parezca que el que quiere una boca hedionda solo actúa por depravación, pero concededme por vuestra parte que una boca que no tiene el menor olor no da ningún tipo de placer al ser besada: es preciso añadir siempre un poco de sal, un poco de picante a todos esos placeres, y este picante solo se encuentra en un poco de porquería. Por muy limpia que esté la boca, el amante que la chupa comete seguramente una porquería, y no tiene la menor duda de que es precisamente esa porquería lo que le gusta. Dad un grado más de fuerza al impulso, y querréis que aquella boca tenga algo de impuro: de acuerdo en que no huela a podredumbre o a cadaverina, pero que tampoco huela a leche o a niño, esto es lo que y o afirmo que no debe ser. Así que el régimen que les haremos seguir tendrá, como máximo, el inconveniente de alterar un poco sin corromper, y no hace falta más» . Las visitas de la mañana no consiguieron nada: se cuidaban. Nadie pidió permiso para el retrete de la mañana, y se sentaron a la mesa. Habiendo sido solicitada Adélaïde, de servicio, por Durcet para que se meara en una copa de vino de Champaña, y no habiéndolo podido hacer, fue inmediatamente inscrita en el libro fatal por su bárbaro marido que, desde el comienzo de la semana, no hacía sino buscar la ocasión de encontrarla en falta. Pasaron al café; estaba servido por Cupidon, Giton, Michette y Sophie. El duque se folló a Sophie entre los muslos haciéndola cagar en su mano y embadurnándose con la mierda la cara, el obispo hizo otro tanto a Giton, y Curval a Michette; Durcet se la metió en la boca a Cupidon, después de hacerlo cagar. Nadie se corrió, y hecha la siesta fueron a escuchar a la Duclos. « Un hombre al que todavía no habíamos visto» , dijo la gentil mujer, « vino a proponemos una ceremonia bastante singular: se trataba de amarrarlo al tercer travesaño de una escalera de tijera; en ese tercer travesaño le ataban los pies, el cuerpo donde quedase, y sus manos, levantadas, en el punto superior de la escalera. En esta situación estaba desnudo; había que flagelarle con todas las fuerzas, y con el mango de las vergas cuando las puntas se habían gastado. Estaba desnudo, no hacía ninguna falta tocarlo, él tampoco se tocaba; pero, al cabo de una cierta dosis, su monstruoso instrumento emprendía el vuelo, se lo veía bambolearse entre los travesaños como el badajo de una campana, y poco después, impetuosamente, arrojaba su leche en medio de la habitación. Lo soltaban, pagaba, y todo había terminado. » Nos mandó al día siguiente a uno de sus amigos, a quien había que pinchar la polla y los cojones, las nalgas y los muslos, con una aguja de oro; solo se corría cuando estaba ensangrentado. Yo misma lo despaché, y como siempre me decía que actuara con may or energía, al hundirle la aguja casi hasta la cabeza en el glande, fue cuando vi caer su leche en mi mano. Al soltarlo, se arrojó sobre mi boca, que chupó prodigiosamente, y todo hubo terminado. » Un tercero, también amigo de los dos primeros, me ordenó que lo flagelara con unas púas de hierro en todas las partes del cuerpo indistintamente. Lo hice sangrar; se miró en un espejo, y le bastó con verse en aquel estado para soltar su leche, sin tocar nada, sin sobar nada, sin exigirme nada. » Aquellos excesos me divertían mucho, y y o sentía una secreta voluptuosidad en servirlos; o sea que todos los que se me entregaban quedaban encantados de mí. Fue más o menos en la época de esas tres escenas cuando un señor danés, que me había sido enviado para unas sesiones de placer diferentes y que no son de mi incumbencia, cometió la imprudencia de presentarse en mi casa con diez mil francos en diamantes, otro tanto en joy as, y quinientos luises en dinero contante y sonante. La presa era demasiado buena para dejarla escapar: entre Lucile y y o, robamos al gentilhombre hasta la última moneda. Él quiso querellarse, pero como y o sobornaba copiosamente a la policía, y, en aquel tiempo, con el oro se hacía lo que se quería, el gentilhombre recibió la orden de callarse y sus efectos pasaron a pertenecerme, a excepción de unas cuantas joy as que tuve que ceder a los oficiales de justicia para disfrutar tranquilamente del resto. Jamás había robado algo sin que al día siguiente me ocurriera algo afortunado: esta vez la buena suerte fue un nuevo cliente, pero uno de esos clientes cotidianos que hay que considerar como el plato fuerte de una casa. » Se trataba de un viejo cortesano que, cansado de los homenajes que recibía en el Palacio Real, le gustaba cambiar de papel en los prostíbulos. Quiso entrenarse conmigo; era preciso que y o le hiciera recitar su lección y, a cada falta que cometía, era condenado a arrodillarse y a recibir, unas veces en las manos, y otras en el trasero, unos fuertes azotes con una palmeta de cuero, como las que los maestros utilizan en clase. Yo debía descubrir cuándo estaba excitado al máximo; me apoderaba entonces de su polla y la meneaba hábilmente, sin dejar de reñirle, llamándole pequeño libertino, pequeño canalla, y otros insultos infantiles que le hacían correrse voluptuosamente. Cinco veces por semana, semejante ceremonia debía celebrarse en mi casa, pero siempre con una muchacha nueva y bien instruida, y y o recibía a cambio veinticinco luises al mes. Como conocía a tantas mujeres en París, me resultó fácil prometerle lo que pedía y cumplirlo; tuve diez años en mi pensión a aquel encantador colegial, que por aquella época se decidió por ir a tomar otras lecciones en el infierno. » Sin embargo y o iba envejeciendo y, aunque mi rostro fuera de los que se conservaban, comenzaba a darme cuenta de que casi solo era por capricho que los hombres querían tratar conmigo. Seguía teniendo, sin embargo, clientes bastante buenos, pese a mis treinta y seis años de edad, y el resto de aventuras en que participé ocurrieron entre aquella edad y la de cuarenta. » Aunque, digo, con treinta y seis años, el libertino de quien voy a contaros la manía que cerrará esta velada solo quería tratar conmigo. Era un cura, de unos sesenta años de edad (pues y o solo recibía a personas de una cierta edad, y cualquier mujer que quiera hacer fortuna en nuestro oficio me imitará, sin duda, en esto). Llega el santo hombre y, tan pronto como estamos juntos, pide ver mis nalgas. “He aquí el culo más hermoso del mundo”, me dijo; “pero desgraciadamente no será el que me proporcionará la pitanza que voy a devorar. Mira”, me dijo, poniéndome sus nalgas en las manos: “aquí está el que me la proporcionará… Hazme cagar, por favor”. Me apodero de un orinal de porcelana que coloco sobre mis rodillas, el cura se sitúa a la altura conveniente, y o aprieto su ano, lo entreabro, y le proporciono en una palabra todas las diferentes agitaciones que imagino que pueden acelerar su evacuación. Se produce; un enorme zurullo llena el plato, lo ofrezco al libertino, lo coge, se echa encima, devora, y se corre al cabo de un cuarto de hora de la más violenta fustigación administrada por mí sobre las mismas nalgas que acaban de poner un huevo tan hermoso. Todo había sido engullido; había acompasado tan bien su trabajo que la ey aculación solo se produjo con el último bocado. Durante todo el tiempo que y o le había estado azotando, no paraba de excitarle con frases como: “¡Vamos, guarro!”, le decía, “¡marrano más que marrano!, ¿cómo puedes comer mierda así? ¡Ah, y a te enseñaré, bribón, a entregarte a semejantes infamias!”. Y era con estos procedimientos y con estas palabras con lo que el libertino alcanzaba el colmo del placer» . Aquí, Curval, antes de cenar, quiso ofrecer a la sociedad la realidad del espectáculo que Duclos acababa de ofrecer en pintura. Llamó a Fanchon, esta lo hizo cagar, y el libertino devoró, mientras la vieja bruja lo zurraba con todas sus fuerzas. Como esta lubricidad calentó las cabezas, quisieron mierda por todas partes, y entonces Curval, que no se había corrido, mezcló su zurullo con el de Thérèse, a la que hizo cagar inmediatamente. El obispo, acostumbrado a servirse de los placeres de su hermano, hizo otro tanto con la Duclos, el duque con Marie, y Durcet con Louison. Era atroz, increíble, lo repito, utilizar a unas viejas tortilleras, cuando tenían a sus órdenes unos objetos tan lindos: pero y a se sabe que la saciedad nace en el seno de la abundancia, y que en medio de las voluptuosidades uno se deleita con los suplicios. Cometidas estas porquerías sin que costaran más que una sola ey aculación, y fue a cargo del obispo, se sentaron a la mesa. Decididos a seguir con las marranadas, solo quisieron en las orgías a las cuatro viejas y las cuatro historiadoras, y despidieron al resto. Se dijeron y se hicieron tantas que al fin todo el mundo se corrió, y nuestros libertinos solo fueron a acostarse en brazos del agotamiento y de la embriaguez. Vigésima jornada a noche anterior había ocurrido algo muy divertido: el duque, absolutamente L borracho, en lugar de ir a su dormitorio, se había metido en la cama de la joven Sophie, y por mucho que le dijera esta criatura, que sabía perfectamente que lo que él hacía iba contra las reglas, se mantuvo en sus trece, sin dejar de sostener que estaba en su cama con Aline, que debía ser su compañera nocturna. Pero como con Aline podía tomarse determinadas confianzas que todavía le estaban prohibidas con Sophie, cuando quiso colocarla en posición para divertirse a su antojo, y la pobre criatura, a la que nunca habían hecho todavía nada semejante, sintió la enorme cabeza de la polla del duque golpear a la angosta puerta de su joven trasero y tratar de derribarla, la pobre pequeña comenzó a lanzar unos gritos espantosos y se escapó completamente desnuda hacia el centro de la habitación. El duque la siguió, blasfemando como un demonio, confundiéndola siempre con Aline: « Bribona» , le decía, « ¿así que es la primera vez?» . Y, crey endo atraparla en su huida, tropieza con la cama de Zelmire, que confunde con la suy a, y abraza a la joven, crey endo que Aline ha entrado en razón. Idéntico procedimiento con esta que con la otra, porque decididamente el duque quería lograr sus fines; pero tan pronto como Zelmire se da cuenta del proy ecto, imita a su compañera, lanza un grito terrible y escapa. Sin embargo, Sophie, que había sido la primera en escapar, entendiendo perfectamente que no había otro medio de poner orden en este quid pro quo que ir en busca de la luz y de alguien con sangre fría que pudiera enderezarlo todo, había ido, en consecuencia, al encuentro de la Duclos. Pero esta, que en las orgías se había emborrachado como una bestia, estaba acostada casi sin conocimiento en medio del lecho del duque, y no pudo darle ninguna respuesta. Desesperada, sin saber a quién recurrir en tal circunstancia, y oy endo que todas sus compañeras pedían ay uda, se atrevió a entrar en el dormitorio de Durcet, que dormía con su hija Constance, y le contó lo que ocurría. Constance, ante este evento, se atrevió a levantarse, pese a los esfuerzos que Durcet, borracho, hacía por retenerla, diciéndole que quería correrse. Cogió una vela y se presentó en el dormitorio de las muchachas: las encontró a todas en camisón en medio de la estancia, y al duque persiguiéndolas sucesivamente a todas ellas y crey endo siempre que solo se trataba de la misma, que tomaba por Aline y de la que decía que aquella noche se había vuelto bruja. Al fin Constance le mostró su error, y rogándole que le permitiera llevarle a su dormitorio donde encontraría a Aline muy sumisa a todo lo que de ella quisiera exigir, el duque que, muy borracho y muy de buena fe, no tenía realmente otra intención que la de dar por el culo a Aline, se dejó llevar; la hermosa muchacha lo recibió, y se acostaron; Constance se retiró, y todo volvió a la calma en el aposento de las muchachas. Durante todo el día siguiente se rieron mucho de esa aventura nocturna, y el duque pretendió que si desgraciadamente, en un caso como aquel, hubiera desvirgado a alguien, no habría estado obligado a pagar una multa porque estaba borracho: le aseguraron que se equivocaba, y que la habría pagado con el may or rigor. Desay unaron en el apartamento de las sultanas como de costumbre, y todas confesaron que habían pasado un miedo terrible. Sin embargo, pese a la revolución, no encontraron a ninguna en falta; todo estaba también en orden entre los muchachos, y como la comida, al igual que el café, no ofreció nada de extraordinario, pasaron al salón de historias, donde Duclos, totalmente recuperada de sus excesos de la víspera, divirtió aquella noche a la asamblea con los cinco relatos siguientes: « También fui y o, señores» , dijo, « quien sirvió en la sesión que voy a contaros. Era un médico; su primera preocupación fue visitar mis nalgas y, como las encontró soberbias, pasó más de una hora sin hacer otra cosa que besarlas. Por fin, me confesó sus pequeñas debilidades: se trataba de cagar; y o lo sabía, y me había preparado para ello. Llené un orinal de porcelana blanca que me servía para ese tipo de trabajos; tan pronto como él se adueña de mi ñorda, se arroja encima y la devora; mientras lo hace, me armo de un vergajo (era el instrumento con el que había que acariciarle el trasero), lo amenazo, golpeo, lo riño por las infamias a las que se entrega, y sin escucharme, el libertino, mientras engulle, se corre, y escapa con la velocidad del ray o arrojando un luis sobre la mesa. » Poco después, puse a otro en manos de Lucile, a quien le costó grandes esfuerzos hacerle correrse. Hacía falta en primer lugar que estuviera seguro de que el zurullo que se le ofrecía era de una vieja pordiosera, y, para que se convenciera, la vieja estaba obligada a cagar delante de él. Le proporcioné una de setenta años, llena de úlceras y de erisipela, y que llevaba unos quince años sin un solo diente en las encías: “Está bien, es excelente”, dijo, “así es como las quiero”. Después, encerrándose con Lucile y la cagada, fue preciso que la muchacha, tan hábil como complaciente, le excitara a comer aquella mierda infame. Él la olisqueaba, la miraba, la tocaba, pero tardaba en decidirse a más. Entonces Lucile, recurriendo a procedimientos decisivos, mete la pala en el fuego y, retirándola al rojo vivo, le anuncia que le quemará las nalgas para decidirlo a lo que exige de él, si no lo hace inmediatamente. Nuestro hombre se estremece, lo intenta una vez más: idéntica repugnancia. Entonces Lucile, despiadada, le baja los calzones, y exponiendo un feo culo completamente ajado, completamente escoriado por operaciones semejantes, le chamusca ligeramente las nalgas. El viejo verde blasfema, Lucile insiste, acaba por quemarlo con decisión en el centro del trasero; el dolor lo decide por fin, muerde un bocado; lo excitan otra vez con nuevas quemaduras, y al final todo pasa. Aquel fue el instante de su ey aculación, y he visto pocas más violentas; lanzó unos gritos agudísimos, se revolcó por el suelo; le creí loco o epiléptico. Encantado de nuestras buenas maneras, el libertino me prometió su asistencia, pero con la condición de darle siempre la misma muchacha y viejas diferentes. “Cuanto más asquerosas sean”, me dijo, “mejor las pagaré. No puedes imaginar”, añadió, “hasta dónde llega mi depravación en esto; casi ni y o mismo me atrevo a admitirlo”. » Sin embargo, uno de sus amigos, que me envió al día siguiente, la llevaba, en mi opinión, mucho más lejos que él, pues, con la única diferencia de que en lugar de chisporrotearle las nalgas, había que herírselas duramente con unas tenacillas al rojo vivo, con la única diferencia, digo, de que necesitaba el zurullo del más viejo, del más sucio y del más repulsivo de todos los ganapanes. Un viejo criado de ochenta años, que teníamos en la casa desde hacía una inmensidad de tiempo, le gustó asombrosamente para esta operación, y engulló con deleite su cálida mierda, mientras Justine le daba una tunda con unas tenacillas que apenas podía agarrar de lo ardientes que estaban. Y además había que pellizcarle grandes pedazos de carne y casi asárselos. » Otro se hacía cortar las nalgas, el vientre, los cojones y la polla con una gran lezna de zapatero, más o menos con las mismas ceremonias, o sea hasta que hubiera comido un zurullo que y o le presentaba en un orinal sin que él quisiera saber de quién era. » Uno no se imagina, señores, hasta dónde los hombres llevan el delirio en el fuego de su imaginación. ¿Acaso no he visto a uno que, siempre dentro de los mismos principios, exigía que le asestara grandes bastonazos en las nalgas, hasta que se había comido la mierda que hacía sacar en su presencia del mismo fondo de la fosa séptica? Y su pérfida ey aculación solo llegaba a mi boca, en esta operación, cuando él había devorado aquel fango impuro» . « Todo es imaginable» , dijo Curval sobando las nalgas de Desgranges; « estoy convencido de que todavía se puede llegar mucho más lejos» . « ¿Más lejos?» , dijo el duque, que magreaba con alguna brusquedad el trasero desnudo de Adélaïde, su mujer del día. « ¿Y qué diablos crees que se puede hacer?» « ¡Peor!» , dijo Curval, « ¡mucho peor! Creo que nunca se va demasiado lejos en esas cosas» . « Yo pienso lo mismo» , dijo Durcet, que enculaba a Antinoüs, « y siento que mi cabeza refinaría mucho más todas esas marranadas» . « Apuesto a que sé lo que Durcet quiere decir» , dijo el obispo, que estaba ocioso. « ¿De qué diablos se trata?» , dijo el duque. Entonces el obispo se levantó, habló en voz baja con Durcet, que asintió, y el obispo fue a contárselo a Curval que dijo: « ¡Ah!, claro que sí» , y al duque que exclamó: « ¡Ah!, joder, jamás se me habría ocurrido» . Como esos señores no se explicaron más, nos ha resultado imposible saber qué quisieron decir. Y, aunque lo supiéramos, creo que por pudor haríamos bien en mantenerlo siempre bajo velo, pues hay muchísimas cosas que basta con insinuar; lo exige una prudente circunspección; podemos tropezamos con unos oídos castos, y estoy infinitamente convencido de que el lector y a nos agradece toda la que utilizamos con él; a medida que vay amos avanzando, más dignos de sus más sinceros elogios seremos respecto a este tema, cosa que y a casi podemos asegurarle. En fin, dígase lo que se diga, todos tenemos nuestra alma que salvar: ¿y de qué castigo, tanto en este mundo como en el otro, no sería digno aquel que, sin ninguna moderación, se complaciera, por ejemplo, en divulgar todos los caprichos, todos los gustos, todos los horrores secretos a que están sujetos los hombres en el fuego de su imaginación? Significaría revelar unos secretos que deben permanecer ocultos para la dicha de la humanidad; sería provocar la corrupción general de las costumbres, y precipitar a nuestros hermanos en Jesucristo en todos los extravíos adonde podrían conducirlos semejantes cuadros; y Dios, que ve el fondo de nuestros corazones, ese Dios poderoso que ha creado el cielo y la Tierra, y que un día debe juzgamos, ¡sabe si desearíamos tener que oírnos reprochar por El semejantes crímenes! Terminaron unos horrores que habían comenzado. Curval, por ejemplo, hizo cagar a Desgranges; los demás, o lo mismo con diferentes sujetos, u otras cosas que no eran mejores, y pasaron a la cena. En las orgías, Duclos, que había oído disertar a los señores sobre el nuevo régimen anteriormente indicado, y cuy o objeto era que la mierda fuera más abundante y más delicada, les dijo que, siendo unos aficionados como ellos eran, le sorprendía verles ignorar el auténtico secreto para conseguir unas cagadas muy abundantes y muy delicadas. Interrogada respecto a la manera como debía hacerse, dijo que el único medio era provocar inmediatamente una ligera indigestión en el sujeto, no por hacerle comer unas cosas contrarias o malsanas, sino obligándole a comer precipitadamente fuera de las horas de las comidas. La experiencia se realizó aquella misma noche: fueron a despertar a Fanny, a la que nadie había reclamado aquella noche y que se había acostado después de la cena, y la obligaron a comer inmediatamente cuatro enormes bizcochos, y, a la mañana del día siguiente, ofreció uno de los may ores y más hermosos zurullos que habían tenido. Así que adoptaron este sistema, con la cláusula, sin embargo, de no dar pan, cosa que la Duclos aprobó y que solo podía mejorar los frutos que produciría el otro secreto. No pasó un día sin que no se provocaran así unas medio indigestiones a las muchachas y a los lindos muchachos, y lo que así se obtuvo es inimaginable. Lo digo de pasada, a fin de que, si algún aficionado quiere utilizar este secreto, esté firmemente convencido de que no lo hay mejor. Como el resto de la velada no produjo nada extraordinario, fueron a acostarse con objeto de prepararse al día siguiente para las brillantes nupcias de Colombe y de Zélamir, que debían ser la celebración de la fiesta de la tercera semana. Vigesimoprimera jornada e ocuparon desde la mañana de aquella ceremonia, siguiendo la usanza S habitual, aunque, no sé si estaba hecho adrede o no, la joven esposa fue descubierta culpable desde la mañana: Durcet aseguró que había encontrado mierda en su orinal. Ella lo negó, dijo que, para que la castigaran, era la vieja quien la había hecho, y que les tendían con frecuencia esas añagazas cuando querían castigarlas: por mucho que dijera, no la escucharon y, como su joven marido estaba y a en la lista, se divirtieron mucho con el placer de castigarlos a los dos. Sin embargo, los jóvenes esposos fueron conducidos con toda la pompa, después de la misa, al gran salón de reuniones, donde debía completarse la ceremonia antes de la hora de la comida. Ambos eran de la misma edad, y entregaron a la joven desnuda a su marido, permitiéndole hacer con ella todo lo que quisiera. Nada tan elocuente como el ejemplo; era imposible recibirlos más malos y más contagiosos. De modo que el joven salta como un ray o sobre su mujercita, y como la tenía muy empinada y muy dura, aunque todavía no se corriera, la hubiera inevitablemente traspasado; pero, por ligera que hubiera sido la brecha, los señores ponían toda su gloria en que nada alterara aquellas tiernas flores que querían ser los únicos en recoger. Y por ello el obispo, deteniendo el entusiasmo del joven, aprovechó él mismo la erección y se hizo introducir en el culo el muy bonito y y a muy formado instrumento con el que Zélamir iba a enfilar a su joven mitad. ¡Qué diferencia para aquel muchacho!, ¡y qué distancia entre el anchísimo culo del viejo obispo y el angosto y tierno coño de una virgencita de trece años! Pero se trataba de gentes con las que no se podía razonar. Curval se apoderó de Colombe y la folló entre los muslos por delante, mientras le lamía los ojos, la boca, la nariz y la totalidad de la cara. Sin duda durante aquel tiempo se le prestaron algunos servicios, y a que se corrió, y Curval no era un hombre que perdiera su leche con cualquier tontería. Comieron; los dos esposos fueron admitidos al café, como lo habían sido a la comida, y el café fue servido aquel día por la élite de los sujetos, quiero decir por Augustine, Zelmire, Adonis y Zéphire. Curval, que quería volver a empalmar, exigió perentoriamente mierda, y Augustine le soltó el más hermoso zurullo que cabía imaginar. El duque se la hizo chupar por Zelmire, Durcet por Colombe y el obispo por Adonis. Este último cagó en la boca de Durcet, cuando hubo despachado al obispo. Pero nada de leche; comenzaba a escasear: en los comienzos no se habían privado de nada y, como sentían la extrema necesidad que de ella tendrían al final, iban con cuidado. Pasaron al salón de historias, donde la bella Duclos, invitada a mostrar su trasero antes de comenzar, después de haberlo libertinamente expuesto a los ojos de la asamblea, reanudó así el hilo de su discurso: « Ahora otro rasgo de mi carácter, señores» , dijo la bella mujer, « después del cual, cuando os lo hay a hecho conocer suficientemente, podréis juzgar con exactitud lo que os ocultaré sobre lo que os habré dicho, y me dispensaréis de seguiros hablando de mí. La madre de Lucile acababa de caer en una miseria terrible, y fue por la may or casualidad del mundo por la que la encantadora muchacha, que no había tenido noticias suy as desde que se había escapado de casa, conoció su desdichado desamparo. Una de nuestras trotaconventos, al acecho de una muchacha que uno de mis parroquianos me pedía con la misma intención que el marqués de Mesanges, o sea comprarla para que no se volviera a oír hablar de ella, una de nuestras trotaconventos, digo, vino a contarme, cuando y o estaba en la cama con Lucile, que había encontrado a una chiquilla de quince años, muy probablemente virgen, extremadamente bonita, y asemejándose, decía ella, como dos gotas de agua a la señorita Lucile, pero que se hallaba en tal estado de miseria que habría que tenerla unos cuantos días engordándola antes de venderla. Y entonces hizo la descripción de la anciana con quien la había encontrado, y del estado de espantosa indigencia en que se hallaba aquella madre. Por sus características, por los detalles de la edad y del rostro, por todo lo que se refería a la criatura, Lucile tuvo el presentimiento secreto de que podían ser su madre y su hermana: ella sabía que, en el momento de su fuga, la había dejado muy niña con su madre, y me pidió permiso para ir a verificar sus dudas. Mi infernal espíritu me sugirió entonces un pequeño horror cuy o efecto abrasó tan rápidamente mi persona que, haciendo salir inmediatamente a nuestra trotaconventos, y sin poder calmar el ardor de mis sentidos, comencé por rogar a Lucile que me masturbara. Después, parándome en medio de la operación: “¿Para qué quieres ir a casa de esa vieja”, le dije, “y cuál es tu intención?”. “¡Ah!”, dijo Lucile, que todavía no tenía mis sentimientos, “pues… aliviarla, si puedo, y principalmente si es mi madre”. “Imbécil”, le dije rechazándola, “vete, vete a sacrificar tú sola a tus indignos prejuicios populares, ¡y pierde, al no atreverte a desafiarlos, la más hermosa ocasión de excitar tus sentidos con un horror que te hará correrte durante diez años seguidos!” Lucile, asombrada, me miró, y vi entonces que había que explicarle una filosofía que estaba lejos de entender. Lo hice, le hice comprender cuán viles son los vínculos que nos encadenan a los autores de nuestros días; le demostré que una madre, por habernos llevado en su seno, en lugar de merecer de nosotros alguna gratitud, solo merecía el odio, y a que, solo por su placer, y a riesgo de exponernos a todas las desdichas que podían alcanzamos en el mundo, nos había, no obstante, dado a luz con la única intención de satisfacer su brutal lubricidad. Añadí a eso cuanto podía decirse para apuntalar un sistema que el sentido común dicta, y que el corazón aconseja cuando no está absorbido por los prejuicios de la infancia. “¿Y qué te importa”, añadí, “que esa criatura sea feliz o desdichada? ¿Sientes tú algo de su situación? Aleja, pues, estos viles vínculos cuy a absurdidad acabo de demostrarte, y aislando entonces totalmente a esta criatura, separándola por completo de ti, verás que no solo su infortunio debe serte indiferente, sino que incluso puede llegar a ser muy voluptuoso incrementarlo. Pues, a fin de cuentas, tú le debes odio, esto queda demostrado, y te vengas; cometes lo que los necios llaman una mala acción, y bien sabes el dominio que el crimen ejerció siempre sobre los sentidos. He aquí, por consiguiente, dos motivos de placer en las ofensas que y o quiero que le hagas: las delicias de la venganza, y las que siempre se saborean haciendo el mal”. Sea que y o pusiera con Lucile may or elocuencia de la que utilizo aquí para narraros el hecho, sea que su espíritu, y a muy libertino y muy corrompido, alertara inmediatamente a su corazón de la voluptuosidad de mis principios, pero el caso es que los saboreó, y vi colorearse sus bellas mejillas con aquella llama libertina que no deja jamás de aparecer cada vez que se rompe un freno. “¡Bien!”, me dijo, “¿qué debo hacer?” “Divertirnos”, le dije, “y sacar dinero. En cuanto al placer, lo tienes seguro si adoptas mis principios; y respecto al dinero, ocurre lo mismo, porque y o puedo utilizar, tanto a tu vieja madre como a tu hermana, en dos sesiones diferentes que nos resultarán muy lucrativas”. Lucile acepta, y o la masturbó para excitarla aún más al crimen, y y a nos ocupamos únicamente de las disposiciones a tomar. Me dedicaré en primer lugar a detallaros el primer plan, y a que forma parte de la clase de gustos que tengo que contaros, aunque lo desplace un poco de su lugar para seguir el orden de los acontecimientos, y, cuando estéis enterados de la primera rama de mis proy ectos, os esclareceré la segunda. » Había un hombre de la buena sociedad, muy rico, muy acreditado y de un desenfreno moral que supera cuanto pueda decirse. Como solo lo conocía bajo el título de conde, permitidme, aunque y o supiera su nombre, que me limite a designarlo con ese título. El conde estaba en la plenitud de la fuerza de sus pasiones, con una edad máxima de treinta y cinco años, sin fe, sin ley, sin Dios, sin religión, y dotado sobre todo, como vosotros, señores, de un invencible horror por lo que se llama el sentimiento de la caridad; decía que comprenderlo superaba sus posibilidades, y que no admitía que se pudiera ultrajar la naturaleza hasta el punto de alterar el orden que había puesto en las diferentes clases de sus individuos, elevando al uno mediante ay udas al lugar del otro, y utilizando en esas absurdas y repulsivas ay udas unas sumas mucho más agradablemente utilizadas en los propios placeres. Imbuido de estos sentimientos, no se quedaba ahí; no solamente descubría un goce real en el rechazo de la ay uda, sino que llegaba a mejorar este goce con ultrajes al infortunado. Una de sus voluptuosidades, por ejemplo, era descubrir cuidadosamente aquellos asilos tenebrosos donde la hambrienta indigencia come como puede un pan regado con sus lágrimas y debido a sus trabajos. Se le ponía tiesa no tan solo con ir a disfrutar de la amargura de tales lágrimas, sino incluso…, sino incluso con incrementar su origen y arrebatar, si podía, aquel desdichado sostén de los días de los infortunados. Y ese gusto no era una fantasía, era un furor; no existían, decía, delicias más intensas, y nada podía excitar e inflamar tanto su espíritu como aquel exceso. No se trataba, me aseguraba un día, del fruto de la depravación: poseía desde la infancia esta extraordinaria manía, y su corazón, perpetuamente encallecido ante los acentos lastimeros de la desdicha, jamás había conocido sentimientos más dulces. Como es esencial que conozcáis al sujeto, es preciso que sepáis que el mismo hombre tenía tres pasiones diferentes: la que voy a contaros, una que os explicará la Martaine, recordádnoslo por su título, y una aún más atroz, que la Desgranges os reservará sin duda para el final de sus relatos, como una de las más fuertes que tendrá, sin duda, para contaros. Pero comencemos por la que me incumbe. Tan pronto como hube avisado al conde del asilo infortunado que le había descubierto, y de las peculiaridades que poseía, enloqueció de alegría. Pero como unos asuntos de la may or importancia para su fortuna y su promoción, que cuidaba en la medida que veía en ellas una especie de puntal para sus excesos, como, digo, estos asuntos iban a ocuparle unos quince días, y no quería perder a la chiquilla, prefirió menoscabar en algo el placer que se auguraba de la primera escena para asegurarse la segunda. En consecuencia, me ordenó hacer raptar al instante a la criatura al precio que fuere, y entregarla en la dirección que me indicó. Y para no teneros más tiempo en suspenso, señores, esta dirección era la de Desgranges, que era la proveedora de sus terceros juegos secretos. A continuación, fijamos el día. Mientras tanto, fuimos a ver a la madre de Lucile, tanto para preparar el reconocimiento con su hija como para pensar en la manera de raptar a su hermana. Lucile, bien aleccionada, solo reconoció a su madre para insultarla, decirle que era la causa de que ella se hubiera arrojado al libertinaje, y mil otras frases parecidas que desgarraban el corazón de la pobre mujer y turbaban todo el placer que sentía en recuperar a su hija. Creí, al principio, que iba por buen camino, y expliqué a la madre que habiendo retirado a su hija may or del libertinaje, me ofrecía a hacer lo mismo con la segunda. Pero la estratagema no surtió efecto; la desdichada lloró y dijo que por nada del mundo le arrancarían el único auxilio que le quedaba en su segunda hija; que era vieja, inválida, que recibía los cuidados de esta criatura, y que privarla de ella sería arrancarle la vida. Aquí, lo confieso con vergüenza, señores, sentí en el fondo de mi corazón un pequeño movimiento que me permitió conocer que mi voluptuosidad aumentaría con el refinamiento de horror que iba, en este caso, a sumar a mi crimen, y habiendo prevenido a la vieja de que, dentro de pocos días, su hija la visitaría de nuevo con un hombre rico que podría prestarle grandes servicios, nos retiramos, y solo me ocupé de utilizar mis recursos habituales para adueñarme de la muchacha. La había examinado a fondo, valía la pena: quince años, un bonito talle, una hermosísima piel y facciones muy lindas. Tres días después llegó a casa, y después de haberla examinado por todas las partes de su cuerpo y no haber encontrado nada que no fuera encantador, muy rollizo y muy lozano, pese a la mala alimentación a la que estaba condenada desde hacía tanto tiempo, se la entregué a Madame Desgranges, con la que trataba por vez primera en mi vida. Nuestro hombre regresó por fin de sus negocios; Lucile lo llevó a casa de su madre, y aquí es donde comienza la escena que voy a describiros. Encontraron a la anciana madre en la cama, sin fuego, aunque en la mitad de un invierno muy frío, teniendo junto a su cama un recipiente de madera con un poco de leche, donde el conde se meó nada más entrar. Para impedir todo tipo de alboroto y ser dueño absoluto del reducto, el conde había apostado en la escalera a dos malhechores que tenía a sueldo, con el encargo de oponerse firmemente a cualquier subida o bajada sin justificación. “Vieja bribona”, le dijo el conde, “venimos aquí con tu hija, y, a fe mía, que es una puta muy bonita; venimos, vieja bruja, para aliviar tus males, pero tienes que contárnoslos. Vamos”, dijo sentándose y comenzando a sobar las nalgas de Lucile, “cuenta con detalle tus sufrimientos”. “¡Ay !”, dijo la buena mujer, “venís con esta bribona más para insultarlos que para aliviarlos”. “¡Tunanta!”, dijo el conde, “¿te atreves a insultar a tu hija? Vamos”, dijo levantándose y arrancando a la vieja de su jergón, “sal de la cama inmediatamente, y pídele perdón de rodillas por el insulto que acabas de dirigirle”. No había manera de resistir. “Y tú, Lucile, súbete las faldas, déjate besar las nalgas por tu madre, que y o me cerciore de que las besa, y que se produzca una reconciliación”. La insolente Lucile frota su culo sobre el viejo rostro de su pobre madre, abrumándola con inconveniencias. El conde permitió que la anciana se acostara de nuevo, y reanudó la conversación: “Te digo una vez más”, prosiguió, “que si me cuentas todas tus desgracias, las remediaré”. Los desdichados creen todo lo que se les dice, les gusta lamentarse; la vieja contó todos sus sufrimientos, y se quejó amargamente sobre todo de que le habían robado a la hija, acusando vivamente a Lucile de saber dónde estaba, y a que la dama con la que había venido a verla, hacía poco tiempo, le había propuesto ocuparse de ella, y deducía a partir de ahí, con bastante razón, que aquella dama era la que la había secuestrado. Entretanto, el conde, frente al culo de Lucile, a la que había hecho quitar las faldas, besaba de vez en cuando aquel hermoso culo, se masturbaba, escuchaba, preguntaba, inquiría detalles, y regulaba todas las titilaciones de su pérfida voluptuosidad con las respuestas que se le daban. Pero cuando la vieja dijo que la ausencia de su hija, la cual con su trabajo le procuraba de qué vivir, iba a conducirla insensiblemente a la tumba, y a que carecía de todo y llevaba los últimos cuatro días viviendo exclusivamente de aquel poco de leche que acababan de estropearle: “¡Pues bien, zorra!”, dijo dirigiendo su semen sobre la vieja y manteniendo fuertemente abrazadas las nalgas de Lucile, “¡pues bien, puta, reventarás, no será una desdicha muy grande!”. Y acabando de soltar su esperma: “Si esto sucede, solo lamentaré una única cosa, no haber sido y o mismo quien adelantara el instante”. Pero esto no era todo, el conde no era un hombre que se apaciguara con una ey aculación. Lucile, que interpretaba su papel, se ocupó, tan pronto como él lo hubo hecho, de impedir que la vieja descubriera sus movimientos, y el conde, hurgando por todas partes, se apoderó de un cubilete de plata, único resto del pequeño bienestar que había vivido anteriormente aquella desdichada, y se lo metió en el bolsillo. Este nuevo ultraje le hizo empalmar de nuevo, sacó a la vieja de la cama, la desnudó, y ordenó a Lucile que lo masturbara sobre el cuerpo ajado de la vieja matrona. No le quedó más remedio que soportarlo, y el malvado lanzó su leche sobre las viejas carnes aumentando sus injurias y diciéndole a la pobre desdichada que podía estar segura de que la cosa no terminaría ahí, y que pronto tendría noticias suy as y de su hijita que le comunicaba que estaba en sus manos. Acompañó esta última ey aculación con unos inflamadísimos transportes de lubricidad por el cúmulo de horrores que su pérfida imaginación y a le permitía concebir sobre toda esta desdichada familia, y se fue. Pero para no tener que insistir sobre este caso, escuchad, señores, hasta qué punto colmé la medida de mi maldad. Viendo el conde que podía confiar en mí, me informó de la segunda escena que preparaba para aquella anciana y su hijita; me dijo que la secuestrara inmediatamente, y que, además, como quería reunir a toda la familia, le cediera también a Lucile, cuy o hermoso cuerpo lo había conmovido vivamente, y cuy a pérdida, al igual que la de las otras dos, proy ectaba. Yo amaba a Lucile, pero todavía amaba más el dinero; me dio un precio increíble por las tres criaturas, y y o consentí a todo. Cuatro días después, Lucile, su hermanita y la vieja madre estuvieron reunidas: corresponderá a Madame Desgranges contaros de qué manera. En cuanto a mí, reanudo el hilo de mis relatos interrumpido por esta anécdota, que habría debido contaros al final de mis relatos, como uno de los más fuertes» . « Un momento» , dijo Durcet; « y o no escucho cosas así con la cabeza fría; ejercen un poder sobre mí que es difícil describir. Estoy reteniendo mi leche desde la mitad de la historia, si no os parece mal la perderé» . Y precipitándose a su gabinete con Michette, Zélamir, Cupidon, Fanny, Thérèse y Adélaïde, se le oy ó aullar al cabo de unos minutos, y Adélaïde regresó llorando y diciendo que le parecía muy mal que siguieran calentando la cabeza de su marido con relatos como aquellos, y que su víctima debería ser la persona que los contaba. Mientras tanto, el duque y el obispo no habían perdido el tiempo, aunque lo que habían hecho sigue siendo de aquellas cosas que las circunstancias nos obligan a velar, y rogamos a nuestros lectores que acepten que corramos la cortina y pasemos inmediatamente a los cuatro relatos que le quedaban a Duclos para terminar su vigesimoprimera jornada. « Ocho días después de la marcha de Lucile, despaché a un libertino dotado de una manía bastante divertida. Avisada con varios días de antelación, había dejado acumular en mi silla-retrete un gran número de zurullos, y había pedido a alguna de mis damiselas que añadiera los suy os. Llega nuestro hombre, disfrazado de saboy ano; era de mañana, barre mi dormitorio, se apodera del orinal de la silla-retrete, sube a los excusados para vaciarlo (operación que, entre paréntesis, le ocupó mucho tiempo); vuelve, me muestra con qué cuidado lo ha limpiado y me pide su paga. Pero, prevenida del ceremonial, caigo sobre él con el palo de la escoba en la mano. “¿Tu paga, malvado?”, le digo, “¡toma, ahí tienes tu paga!” Y le asesto por lo menos una docena de golpes. Intenta escapar, lo persigo, y el libertino, a quien había llegado el momento, se corre por todo lo largo de la escalera pregonando a grito pelado que lo lisiaban, que lo mataban, y que él creía que había ido a casa de una mujer honrada y no de una tunanta. » Otro quería que y o le introdujera en el canal de la uretra un bastoncito nudoso que llevaba con tal intención en un estuche; había que remover fuertemente el bastoncito que se introducía unas tres pulgadas, y con la otra mano masturbarle la polla con el glande descubierto; en el momento de correrse, le sacaba el bastón, él me arremangaba por delante y ey aculaba sobre mi coño. » Un cura, al que vi seis meses después, quería que le dejara gotear la cera de una vela encendida sobre la polla y los cojones; le bastaba esta sensación para correrse y sin que fuera necesario tocarlo; pero no se le empinaba jamás y, para que su leche saliera, era preciso que todo quedara cubierto de cera y que no se reconociera forma humana. » Un amigo de este último se hacía acribillar el culo con alfileres de oro, y cuando su trasero, así adornado, se asemejaba mucho más a una cacerola que a un culo, se sentaba para sentir mejor los pinchazos; se le ofrecían las nalgas muy abiertas, él mismo se masturbaba y se corría sobre el agujero del culo» . « Durcet» , dijo el duque, « me gustaría bastante ver tu hermoso culo rechoncho totalmente cubierto de alfileres de oro: estoy convencido de que sería de lo más interesante» . « Señor duque» , dijo el financiero, « y a sabéis que desde hace cuarenta años mi may or gloria y honor consiste en imitaros; tened la bondad de darme el ejemplo y le respondo que le seguiré» . « ¡Maldito sea Dios!» , dijo Curval, al que todavía no se había oído, « ¡cómo me ha hecho empalmar la historia de Lucile! Me mantenía callado, pero no por ello dejaba de pensar: mirad» , dijo, mostrando su polla pegada contra su vientre, « ved si miento. Tengo una furiosa impaciencia por saber el desenlace de la historia de las tres bribonas; me imagino que debe de reunirías una misma tumba» . « Calma, calma» , dijo el duque, « no precipitemos los acontecimientos. Porque se os empina, señor presidente, y a os gustaría que se os hablara inmediatamente de tortura y de cadalso; todos los magistrados os parecéis mucho, se dice que se os empina siempre que condenáis a muerte» . « Dejemos a un lado el Estado y la magistratura» , dijo Curval; « la verdad es que estoy encantado con los procedimientos de Duclos, que me parece una mujer encantadora, y que su historia del conde me ha puesto en un estado terrible, en un estado en el que creo que iría gustosamente al camino real a detener y asaltar una diligencia» . « Hay que poner orden en todo esto, presidente» , dijo el obispo; « de lo contrario no estaríamos seguros aquí, y lo menos que podrías hacer sería condenarnos a todos a la horca» . « No, a vosotros no, pero no os oculto que condenaría de buena gana a estas damiselas, y principalmente a Madame la duquesa, que ahí la tenéis, echada como una ternera sobre mi canapé, y que, como tiene un poco de leche modificada en la matriz, se imagina que y a no se la puede tocar» . « ¡Oh!» , dijo Constance, « seguramente no es de vos de quien sospecharía que mi estado puede atraerme un tal respeto; demasiado sé hasta qué punto detestáis a las mujeres embarazadas» . « ¡Oh!, prodigiosamente» , dijo Curval, « es la verdad» . Y, en su excitación, creo que iba a cometer algún sacrilegio sobre aquel hermoso vientre, cuando Duclos se apoderó de él. « Venid, venid» , dijo, « señor presidente; y a que soy y o quien ha ocasionado el mal, quiero repararlo» . Y pasaron juntos al saloncito del fondo, seguidos de Augustine, Hébé, Cupidon y Thérèse. No se tardó mucho en oír bramar al presidente y, pese a todos los cuidados de Duclos, la pequeña Hébé regresó hecha un mar de lágrimas; había también algo más que las lágrimas, pero todavía no nos atrevemos a decir lo que era; las circunstancias no nos lo permiten. Un poco de paciencia, amigo lector, y pronto y a no te ocultaremos nada. Una vez regresó Curval, que seguía murmurando entre dientes, diciendo que todas esas ley es hacían que uno no pudiera correrse a sus anchas, etcétera, fueron a sentarse a la mesa. Después de la cena, se encerraron para los castigos; aquella noche eran poco numerosos: solo estaban en falta Sophie, Colombe, Adélaïde y Zélamir. Durcet, cuy a mente, desde el comienzo de la velada, estaba fuertemente irritada contra Adélaïde, no fue indulgente con ella; Sophie, a la que habían sorprendido llorando durante el relato de la historia del conde, fue castigada por su antiguo delito y por este; y la parejita del día, Zélamir y Colombe, fue, se dice, tratada por el duque y Curval con una severidad que lindaba con la barbarie. El duque y Curval, extraordinariamente excitados, dijeron que no querían acostarse, hicieron servir licores, y pasaron la noche bebiendo con las cuatro historiadoras y Julie, cuy o libertinaje iba en aumento de día en día y la convertía en una criatura muy amable y que merecía ser situada en el rango de los objetos por los cuales se tenían consideraciones. Al día siguiente, los siete fueron hallados borrachos como cubas por Durcet, que fue a visitarlos; encontraron a la muchacha desnuda entre el padre y el marido, y en una actitud que no demostraba ni virtud, ni tan solo decencia en el libertinaje. Parecía, en fin, por no tener al lector en vilo, que habían disfrutado de ella los dos a la vez. Duclos, que verosímilmente había servido de suplente, estaba tirada en el suelo, completamente borracha, a su lado, y los restantes estaban amontonados entre sí, en la otra esquina, junto al gran fuego que habían procurado mantener toda la noche. Vigesimosegunda jornada l resultado de las bacanales nocturnas fue que se hicieran muy pocas cosas E aquel día; olvidaron la mitad de las ceremonias, comieron de cualquier manera, y solo en el café comenzaron a reconocerse. Era servido por Rosette y Sophie, Zélamir y Giton. Curval, para reponerse, hizo cagar a Giton, y el duque se comió la mierda de Rosette; el obispo se la hizo chupar por Sophie y Durcet por Zélamir; pero nadie se corrió. Pasaron al salón; la bella Duclos, muy indispuesta por los excesos de la víspera, solo ofreció una mínima parte de sí misma, y sus relatos fueron tan breves, mezcló en ellos tan pocos episodios, que hemos tomado la decisión de suplirla y de extractar para el lector lo que dijo a los amigos. Siguiendo la costumbre, contó cuatro pasiones. La primera fue la de un hombre que se hacía masturbar el culo con un consolador de estaño que llenaban de agua caliente, y que le jeringaban en el ano en el momento de su ey aculación, que realizaba por sí mismo y sin que nadie lo tocara. El segundo tenía la misma manía, pero la realizaba con un número mucho may or de instrumentos; comenzaban por uno muy pequeño, y aumentaban poco a poco, y de línea en línea, se llegaba hasta el último, cuy o tamaño era enorme, y solo se corría con él. El tercero precisaba mucho más misterio. Se hacía meter de entrada uno enorme en el culo; después se lo retiraban; cagaba, comía lo que acababa de hacer, y entonces lo azotaban. Hecho esto, devolvían el instrumento a su trasero, lo retiraban una vez más. Pero esta vez, era la puta la que cagaba y le azotaba, mientras que él comía lo que ella acababa de hacer. Le hundían por tercera vez el instrumento: en esta ocasión, soltaba su leche sin que se le tocara y mientras terminaba de comer el zurullo de la muchacha. Duclos habló, en el cuarto relato, de un hombre que se hacía atar todas las articulaciones con unos cordeles. Para hacer su ey aculación más deliciosa, le llegaban a anudar el cuello, y, en este estado, soltaba su leche frente al culo de la puta. Y, en el quinto, de otro que se hacía atar fuertemente el glande con una cuerda; en la otra punta de la habitación, una muchacha desnuda se pasaba entre los muslos el extremo de la cuerda y tiraba de ella hacia delante presentando sus nalgas al paciente; así se corría. La historiadora, realmente agotada después de cumplir su tarea, pidió permiso para retirarse; le fue concedido. Hicieron travesuras durante unos instantes, después de lo cual se sentaron a la mesa, pero todo se resentía todavía del desorden de nuestros dos actores principales. De modo que en las orgías fueron tan prudentes como podían serlo semejantes libertinos, y todo el mundo se fue a la cama bastante tranquilo. Vigesimotercera jornada «¡C ómo se puede bramar, cómo se puede aullar como lo haces tú al correrte!» , le dijo el duque a Curval, al verlo en la mañana del 23. « ¿A quién diablos tenías para gritar de esa manera? Jamás he visto correrse a nadie con tal violencia» . « ¡Ah!, pardiez» , dijo Curval, « ¡y eres tú, a quien se oy e desde una legua, quien me dirige semejante reproche! Esos gritos, amigo mío, vienen de la extrema sensibilidad de la organización: los objetos de nuestras pasiones comunican una conmoción tan viva al fluido eléctrico que corre por nuestros nervios, el choque recibido por los espíritus animales que componen este fluido es de tal grado de violencia, que toda la máquina se estremece, y uno es tan poco dueño de retener sus gritos ante las terribles sacudidas del placer como lo sería ante las poderosas emociones del dolor» . « Vay a, lo has definido muy bien. Pero ¿cuál era el delicado objeto que ponía de tal modo en vibración tus espíritus animales?» « Chupaba violentamente la polla, la boca y el agujero del culo de Adonis, mi compañero de cama, desesperado por no poder hacerle todavía nada más, y esto mientras Antinoüs, ay udado por tu querida hija Julie, trabajaba, cada cual en su estilo, en hacer evacuar este licor cuy a salida ha ocasionado los gritos que han herido tus oídos» . « Así que hoy » , continuó el duque, « estás reventado» . « En absoluto» , dijo Curval; « si te dignas seguirme y me haces el honor de observarme, verás que, por lo menos, me portaré tan bien como tú» . Así conversaban, cuando Durcet vino a decirles que el desay uno estaba servido. Pasaron al apartamento de las muchachas, donde vieron a las ocho encantadoras sultanitas desnudas presentar unas tazas de café. Entonces el duque preguntó a Durcet, el director del mes, por qué solo café aquella mañana. « Será con leche cuando queráis» , dijo el financiero. « ¿La deseáis?» « Sí» , dijo el duque. « Augustine» , dijo el duque, « sirve leche al señor duque» . Entonces la muchacha, y a preparada, colocó su bonito culito sobre la taza del duque, y soltó por su ano tres o cuatro cucharadas de una leche muy clara y nada sucia. Se rieron mucho de la broma, y todos pidieron leche. Todos los culos estaban preparados como el de Augustine: era una agradable sorpresa que el director de los placeres del mes quería dar a sus amigos. Fanny la soltó en la taza del obispo, Zelmire en la de Curval y Michette en la del financiero; tomaron una segunda taza y las otras cuatro sultanas efectuaron en las nuevas tazas, la misma operación que sus compañeras habían hecho en las anteriores. Todos encontraron la broma estupenda; calentó la cabeza del obispo, que quiso otra cosa que leche, y la bella Sophie lo satisfizo. Aunque todas tuvieron ganas de cagar, se les había recomendado especialmente que se retuvieran en el ejercicio de la leche, y que la primera vez no dieran otra cosa que leche. Pasaron a los muchachos: Curval hizo cagar a Zélamir y el duque a Giton. Los retretes de la capilla solo ofrecieron dos folladores subalternos, Constance y Rosette [sic]; era una de aquellas con las que habían probado la víspera la historia de las indigestiones; le había costado un esfuerzo espantoso contenerse en el café, y soltó, entonces, el más soberbio zurullo imaginable. Felicitaron a Duclos por su secreto, y, a partir de entonces, lo utilizaron todos los días, con el may or éxito. La broma del desay uno animó la conversación de la comida y llevó a imaginar, en el mismo género, unas cosas de las que quizá tendremos ocasión de hablar a continuación. Pasaron al café, servido por cuatro jóvenes sujetos de la misma edad: Zelmire, Augustine, Zéphire y Adonis, los cuatro de quince años. El duque folló a Augustine entre los muslos cosquilleándole el ano; Curval hizo lo mismo a Zelmire, el duque [sic] a Zéphire, y el financiero se folló a Adonis en la boca. Augustine dijo que esperaba que la hicieran cagar, porque y a no podía aguantar más: era también una de aquellas con las que se habían probado las indigestiones de la víspera. Curval le ofreció el morro, al instante, y la encantadora chiquilla depositó en él un zurullo monstruoso que el presidente se tragó en tres bocados, no sin perder en manos de Fanchon, que le hacía una paja, un abundante río de leche. « ¡Bien!» , dijo al duque, « y a veis que los excesos de la noche no perjudican para nada el placer del día, ¡y os veo un poco rezagado, señor duque!» « No será por mucho tiempo» , dijo este, a quien Zelmire, no menos apresurada, prestaba el mismo servicio que Augustine acababa de prestar a Curval. Y en el mismo instante el duque se echa hacia atrás, lanza gritos, come la mierda, y se corre como un loco furioso. « Ya basta» , dijo el obispo; « que por lo menos dos de nosotros conserven sus fuerzas para los relatos» . Durcet, que no disponía, como aquellos dos señores, de leche a su voluntad, asintió con todo su corazón, y, después de una breve siesta, fueron a instalarse en el salón, donde la interesante Duclos reanudó en los términos siguientes el hilo de su brillante y lasciva historia: « ¿Cómo es posible, señores» , dijo la hermosa mujer, « que hay a personas en el mundo a quienes el libertinaje hay a embotado hasta tal punto el corazón, embrutecido hasta tal punto todos los sentimientos de honor y de delicadeza, que únicamente se les vea complacerse y divertirse con lo que les degrada y envilece? Diríase que su placer solo se encuentra en el seno del oprobio, que solo puede existir para ellos en lo que les acerca al deshonor y a la infamia. En lo que voy a contaros, señores, en los diferentes ejemplos que os presentaré como prueba de mi afirmación, no me aleguéis la sensación física; sé que interviene, pero estad perfectamente seguros de que solo existe en cierto modo por el poderoso apoy o que le da la sensación moral, y que, si ofreciérais a esas personas la misma sensación física sin añadir todo lo que ellos sacan de la moral, no conseguiríais conmoverlas. » Venía con frecuencia a mi casa un hombre cuy o nombre y calidad ignoraba, pero del que, sin embargo, sabía con toda certeza que era un hombre importante. El tipo de mujer con quien lo juntara le daba exactamente igual: hermosa o fea, vieja o joven, todo le era indiferente; valoraba únicamente que desempeñara bien su papel, y he aquí de qué se trataba. Llegaba habitualmente por la mañana, se metía como por equivocación en una habitación donde se encontraba una muchacha en la cama, arremangada hasta la mitad del vientre y en la actitud de una mujer que se masturba. Tan pronto como lo veía entrar, la mujer, fingiéndose sorprendida, saltaba inmediatamente de la cama. “¿Qué vienes a hacer aquí, malvado?”, le decía ella: “¿quién te ha dado, tunante, permiso para estorbarme?”. Él pedía excusas, no le escuchaban, y castigándole con un nuevo diluvio de los más duros y escocedores insultos, ella caía sobre él con grandes puntapiés en el culo, y le era tanto más difícil errar el golpe en la medida en que el paciente, lejos de evitarle, jamás dejaba de volverse y presentar el trasero, aunque tuviera el aire de evitarlo y de intentar huir. Se incrementaban los golpes, él pedía perdón; golpes e insultos eran todas las respuestas que recibía; y, cuando se sentía suficientemente excitado, sacaba inmediatamente su polla de unos calzones que, hasta entonces, había mantenido cuidadosamente abrochados, y, meneándosela ligeramente con tres o cuatro golpes de muñeca, se corría escapándose, mientras proseguían las invectivas y los golpes. » El segundo, o más duro, o más acostumbrado a esta especie de ejercicio, solo quería actuar con un mozo de cuerda o con un ganapán que contaba su dinero. El libertino entraba furtivamente, el patán gritaba: “¡Al ladrón!”; a partir de ese momento, igual que en el otro caso, caían los golpes y los insultos, pero con la diferencia de que este, manteniendo siempre sus calzones bajados, quería recibir de lleno en el centro de las nalgas desnudas los golpes que le soltaban, y era preciso que el agresor calzara un grueso zapato con clavos lleno de lodo. En el momento de correrse, este no se iba; de pie, con los calzones caídos, en el centro de la habitación, masturbándose con todas sus fuerzas, desafiaba los golpes de su enemigo, y, en el último instante, lo retaba a hacerle pedir cuartel, insultándolo a su vez y jurando que se moría de placer. Cuanto más vil era el hombre que le daba, cuanto más pertenecía a la hez del pueblo, cuanto más grosero y sucio era su calzado, más lo colmaba de voluptuosidad; había que poner a estos refinamientos las mismas atenciones que habría que utilizar con otro hombre para pintar y embellecer a una mujer. » Un tercero quería encontrarse en lo que se llama, en un prostíbulo, el salón, en el momento en que dos hombres, pagados y aleccionados para ello, iniciaban una pelea. Se volvían contra él, pedía perdón, se arrodillaba, no le atendían, y uno de los dos campeones se arrojaba inmediatamente sobre él y le perseguía a garrotazos hasta la entrada de una habitación preparada y por donde se escapaba; allí lo recibía una prostituta, lo consolaba, lo acariciaba como se haría con una criatura que acude a quejarse, ella se levantaba las faldas, le mostraba el trasero, y el libertino se corría encima. » El cuarto exigía los mismos preliminares, pero, así que los garrotazos comenzaban a llover sobre su espalda, se masturbaba delante de todo el mundo. Entonces se suspendía por un instante la última operación, aunque los garrotazos y las invectivas siguieran diluviando, y después, cuando lo veían animarse, y su leche estaba a punto de salir, abrían una ventana, lo cogían por la cintura y lo arrojaban al otro lado sobre un muladar preparado adrede, lo que significaba una caída desde una altura aproximada de seis pies. Era el momento en que se corría; su moral estaba excitada por los preparativos anteriores, y su físico alcanzaba el mismo estado con el impulso de la caída, y su leche siempre manaba sobre el muladar. Ya no volvía a vérsele; abajo había una puertecita de cuy a llave disponía, y desaparecía inmediatamente. » Un hombre, pagado para hacer el papel de camorrista, entraba bruscamente en la habitación donde el hombre que nos ofrece el quinto ejemplo estaba encerrado con una prostituta, cuy o trasero besaba en espera de la ejecución. El camorrista, asaltando al cliente, le preguntaba con insolencia, derribando la puerta, con qué derecho tenía así a su querida, y después, llevando la mano a la espada, le decía que se defendiera. El cliente, confusísimo, caía de rodillas, pedía perdón, besaba el suelo, besaba los pies de su enemigo, y le juraba que podía recuperar a su querida y que él no tenía ganas de batirse por una mujer. El camorrista, envalentonado por las debilidades de su adversario, se volvía mucho más imperioso: trataba a su enemigo de cobarde, de capón, de mamarracho, y lo amenazaba con rajarle la cara con la hoja de su espada. Y cuanto más malvado se ponía uno, más se humillaba inmediatamente el otro. Al fin, después de unos instantes de discusión, el asaltante ofrecía un arreglo a su enemigo: “Ya veo que eres un capón”, le decía; “te perdono, pero a condición de que me beses el culo”. “¡Oh!, señor, todo lo que queráis”, decía el otro, encantado. “Os lo besaré aunque esté lleno de mierda, si queréis, con tal de que no me hagáis ningún daño”. El camorrista, refunfuñando, exponía al instante su trasero; el contentísimo cliente se arrojaba encima con entusiasmo y, mientras el joven le soltaba una media docena de pedos en las narices, el viejo verde, en el colmo de su alegría, derramaba su leche muriendo de placer» . « Todos estos excesos se conciben» , dijo Durcet tartamudeando (porque al pequeño libertino se le empinaba con el relato de esas marranadas). « Nada más simple que amar el envilecimiento y encontrar goces en el desprecio. El que ama con ardor las cosas que deshonran descubre placer en serlo y debe empalmar cuando se le dice que lo es. La bajeza es un goce muy familiar a ciertos espíritus; uno gusta de escuchar lo que se complace en merecer, y es imposible saber hasta dónde puede llegar en esto el hombre que y a no se sonroja de nada. Es lo mismo que la historia de determinados enfermos que se complacen de su cacoquimia» . « Todo esto depende del cinismo» , dijo Curval sobando las nalgas de Fanchon: « ¿quién no sabe que el mismo castigo produce entusiasmos? ¿Y no hemos visto ponérsela tiesa a alguien en el momento en que se le deshonraba públicamente? Todo el mundo conoce la historia del marqués de ***, el cual, en cuanto se le comunicó la sentencia que le condenaba a ser quemado en efigie, sacó la polla de los calzones y exclamó: “¡Me cago en Dios!, he llegado al punto que quería, y a estoy cubierto de oprobio y de infamia: dejadme, dejadme, ¡tengo que correrme!”. Y lo hizo en aquel mismo instante» . « Son hechos reales» , dijo a eso el duque; « pero explicadme la causa» . « Está en nuestro corazón» , replicó Curval. « Una vez que el hombre se ha degradado, se ha envilecido por los excesos, ha hecho que su espíritu adopte una especie de inclinación viciosa de la que y a nada puede sacarle. En cualquier otro caso, la vergüenza serviría de contrapeso a los vicios a los que su espíritu le aconsejaría entregarse; pero en este y a no es posible: es el primer sentimiento que ha extinguido, es el primero que ha expulsado lejos de sí; y del estado en que se encuentra, de no sonrojarse, al de amar todo lo que le haría sonrojarse, no hay más que un paso. Todo lo que le afectaba desagradablemente, al encontrar un alma preparada diferentemente, se metamorfosea en placer, y, a partir de ese momento, todo lo que recuerde el nuevo estado que se adopta solo puede ser voluptuoso» . « Pero ¡cuánto camino hay que haber recorrido en el vicio para llegar ahí!» , dijo el obispo. « De acuerdo» , dijo Curval; « pero este camino se recorre imperceptiblemente, es un camino de flores; un exceso lleva al otro; la imaginación, siempre insaciable, no tarda en llevarnos al último jalón, y, como solo ha recorrido su carrera endureciendo el corazón, en cuanto ha llegado a la meta, ese corazón, que contenía anteriormente algunas virtudes, y a no reconoce ninguna. Acostumbrado a las cosas más intensas, aleja prontamente las primeras impresiones blandas y desprovistas de dulzura que le habían embriagado hasta entonces, y como percibe perfectamente que la infamia y el deshonor serán la consecuencia de sus nuevos impulsos, para no tener que temerlos, comienza por familiarizarse con ellos. Basta con que los hay a acariciado para amarlos, porque corresponden a la naturaleza de sus nuevas conquistas, y y a no cambia» . « Así que esto es lo que hace tan difícil la corrección» , dijo el obispo. « Decid mejor imposible, amigo mío, ¿y cómo los castigos infligidos al que queréis corregir conseguirían convertirlo, si, a excepción de unas pocas privaciones, el estado de envilecimiento que caracteriza a aquel en que le situáis al castigarlo, le gusta, lo divierte, lo deleita, y disfruta interiormente por haber ido tan lejos como para merecer ser tratado de esta manera?» « ¡Oh! ¡Qué enigma es el hombre!» , dijo el duque. « Sí, amigo mío» , dijo Curval. « Y esto es lo que llevó a decir a un hombre muy inteligente que era mejor joderlo que comprenderlo» . Y como la cena vino a interrumpir a nuestros interlocutores, se sentaron a la mesa sin haber hecho nada en toda la velada. Pero Curval, en los postres, empalmando como un condenado, manifestó que quería romper un virgo, aunque tuviera que pagar veinte multas, y apoderándose inmediatamente de Zelmire que le estaba destinado, iba a arrastrarla al saloncito, cuando los tres amigos, cerrándole el paso, le suplicaron que se sometiera a lo que él mismo había prescrito, y y a que ellos, que tenían por lo menos tantas ganas de infringir estas ley es, se sometían sin embargo a ellas, él debía imitarlos como mínimo por amabilidad. Y como habían ido inmediatamente a buscar a Julie, que a él le gustaba, esta se apoderó de él, junto con la Champville y Brise-cul, y pasaron los tres al salón, donde los restantes amigos, uniéndose pronto a ellos para iniciar las orgías, les encontraron enzarzados, y a Curval soltando por fin su leche, en medio de las más lúbricas posturas y de los episodios más libertinos. Durcet, en las orgías, se hizo asestar doscientos o trescientos puntapiés en el culo por las viejas; el obispo, el duque y Curval por los folladores; y nadie, antes de ir a acostarse, quedó exento de perder más o menos leche, de acuerdo con la facultad que para ello había recibido de la naturaleza. Como temían alguna reaparición de la fantasía desfloradora que Curval acababa de anunciar, hicieron acostar prudentemente a las viejas en el dormitorio de las muchachas y de los muchachos. Pero esta precaución no fue necesaria, y Julie, que se encargó de él toda la noche, lo devolvió tan suave como un guante el día siguiente a la sociedad. Vigesimocuarta jornada a devoción es una auténtica enfermedad del alma; por mucho que se haga, no L se corrige. Más fácil de empapar el alma de los desdichados, porque los consuela, porque les ofrece unas quimeras para consolarlos de sus males, es mucho más difícil también extirparla de estas almas que de las otras. Así era la historia de Adélaïde: cuanto más se desplegaba ante sus ojos el cuadro del desenfreno y del libertinaje, más se arrojaba en los brazos de ese Dios consolador que confiaba tener un día como liberador de los males a los que veía con toda certeza que iba a arrastrarle su desdichada situación. Nadie sentía mejor su estado que ella; su mente le presagiaba con claridad todo lo que debía seguir al funesto comienzo del que y a era víctima, aunque solo ligera; comprendía a las mil maravillas que a medida que los relatos se volvieran más fuertes, los procedimientos de los hombres, respecto a sus compañeras y a ella, se volverían también más feroces. Todo ello, por mucho que pudieran decirle, le llevaba a buscar con avidez siempre que podía la compañía de su querida Sophie. Ya no se atrevía a visitarla de noche; estaban demasiado avisados, y habían puesto todo tipo de obstáculos para que tal despropósito pudiera ocurrir ahora, pero tan pronto como tenía un instante, volaba hacia ella; y esta misma mañana cuy a crónica escribimos, habiéndose despertado muy pronto al lado del obispo, con quien se había acostado, había ido al dormitorio de las muchachas a departir con su querida Sophie. Durcet que, debido a las funciones de su mes, también se levantaba antes que los demás, la encontró allí, y le manifestó que no le quedaba más remedio que contarlo, y que la sociedad decidiría lo que él quisiera. Adélaïde lloró, no tenía más armas, y se resignó; la única gracia que se atrevió a pedir a su marido fue que procurara no hacer castigar a Sophie, la cual no podía ser culpable y a que era ella quien había ido a buscarla, y no Sophie la que había ido a su dormitorio. Durcet dijo que contaría el hecho tal cual era y que no disimularía nada: nada se enternece menos que un corrector que tiene el may or interés en la corrección. Y este era el caso; nadie tan bonita para ser castigada como Sophie: ¿por qué motivo tendría que perdonarla Durcet? Se reunieron, y el financiero explicó lo ocurrido. Se trataba de una reincidencia; el presidente recordó que, cuando estaba en el tribunal, sus ingeniosos colegas pretendían que como una reincidencia demostraba que la naturaleza mandaba en un hombre con may or fuerza que la educación y los principios, por consiguiente, al reincidir, demostraba, por así decirlo, que no era dueño de sí mismo, y había que castigarle doblemente; quiso razonar con tanta consecuencia, con tanta inteligencia como sus antiguos condiscípulos, y declaró que, por consiguiente, había que castigarlas, a ella y a su compañera, con todo el rigor de las ordenanzas. Pero como estas ordenanzas prescribían la pena de muerte para semejante caso, y tenían ganas de divertirse todavía un tiempo más con esas damas antes de llegar a tal punto, se contentaron con hacerlas venir, hacerlas arrodillarse, y leerles el artículo de la ordenanza, para que oy eran lo que acababan de arriesgar al exponerse a semejante delito. Hecho esto, se les infligió una penitencia triple de la que habían sufrido el sábado anterior; se les hizo jurar que aquello no volvería a ocurrir, se les aseguró que, si se repetía, se emplearía con ellas todo el rigor; y fueron anotadas en el libro fatal. La visita de Durcet introdujo tres nombres más: dos muchachas y un muchacho. Era el resultado de la nueva experiencia de las pequeñas indigestiones; daban muy buen resultado, pero ocurría que las pobres criaturas, incapaces de contenerse, se ponían a cada instante en el caso de tener que ser castigadas. Era la historia de Fanny y de Hébé entre las sultanas, y de Hy acinthe entre los muchachos: lo que se encontró en su orinal era enorme, y Durcet se divirtió largo rato con ello. Jamás se habían pedido tantos permisos por la mañana, y todo el mundo renegaba de la Duclos por haber revelado un secreto semejante. Pese a los muchos permisos pedidos, solo se les concedieron a Constance, Hercule, dos folladores subalternos, Augustine, Zéphire y la Desgranges. Se divirtieron un instante, y se sentaron a la mesa. « Ya ves» , dijo Durcet a Curval, « el error que cometiste al dejar que tu hija fuera instruida en la religión; ahora y a no es posible hacerla renunciar a esas imbecilidades; bien te lo había dicho en su momento» . « A fe mía» , dijo Curval, « y o creía que conocerlas sería para ella una razón de más para detestarlas, y que con la edad se convencería de la imbecilidad de esos infames dogmas» . « Lo que dices sirve para las cabezas razonables» , dijo el obispo; « pero no hay que hacerse ilusiones con una criatura» . « Nos veremos obligados a tomar decisiones violentas» , dijo el duque, que sabía perfectamente que Adélaïde lo escuchaba. « Las tomaremos» , dijo Durcet. « Yo le aseguro de antemano que si me tiene solo a mí de abogado, estará mal defendida» . « ¡Oh!, y a lo sé, señor» , dijo Adélaïde llorando; « vuestros sentimientos hacia mí son bastante conocidos» . « ¿Sentimientos?» , dijo Durcet. « Empiezo, mi bella esposa, por advertirte que jamás los he tenido por ninguna mujer, y menos probablemente por ti, que eres la mía, que por cualquier otra. Odio la religión así como a todos los que la practican, y, de la indiferencia que siento por ti, te prevengo que pasaré muy rápidamente a la más violenta aversión, si continuas reverenciando las infames y execrables quimeras que constituy eron en todo momento el objeto de mi desprecio. Hay que haber perdido el juicio para admitir un Dios, y haberse vuelto completamente imbécil para adorarlo. Te declaro, en una palabra, delante de tu padre y de estos señores, que no habrá violencia que no te inflija, si vuelvo a atraparte en tamaña falta. Tendrías que haberte hecho monja, para adorar a tu mamarracho de Dios; allí podrías haber rezado a tus anchas» . « ¡Ah!» , replicó Adélaïde gimiendo, « ¡monja, Dios mío!, ¡monja, ojalá lo fuera!» Y Durcet, que entonces se encontraba frente a ella, impacientado por la respuesta, le arrojó de canto un plato de plata a la cara, que la habría matado si le hubiera alcanzado en la cabeza, pues el choque fue tan violento que se dobló al dar contra la pared. « Eres una criatura insolente» , dijo Curval a su hija, que, para evitar el plato, se había arrojado entre su padre y Antinoüs; « merecerías que te diera cien patadas en el vientre» . Y, rechazándola con un puñetazo, le dijo: « Ve a pedir perdón de rodillas a tu marido, o vamos a hacerte sufrir inmediatamente el más cruel de los castigos» . Ella corrió a arrojarse llorando a los pies de Durcet, pero este, que había empalmado vivamente al arrojar el plato, y que decía que daría 1. 000 luises por no haber errado el golpe, dijo que era preciso que hubiera inmediatamente un castigo general y ejemplar, sin menoscabo del de ese sábado; y pedía que, por esta vez, sin que sentara precedente, se despidiera a las criaturas del café, y que esta operación se hiciera a la hora en que solían divertirse después de tomar café. Todos estuvieron de acuerdo. Adélaïde y solo dos viejas, Louison y Fanchon, las más malvadas de las cuatro y las mujeres más temidas, pasaron al salón del café, donde las circunstancias nos obligan a correr un velo sobre lo que allí ocurrió. Lo indudable es que nuestros cuatro héroes se corrieron, y que se permitió a Adélaïde que fuera a acostarse. Al lector corresponde establecer su combinación, y aceptar gustoso, si le parece, que le traslademos inmediatamente a las narraciones de Duclos. Colocado cada uno de ellos junto a las esposas, a excepción del duque que, aquella noche, debía tener a Adélaïde y la hizo sustituir por Augustine, habiéndose situado, pues, todos, Duclos reanudó así el hilo de su historia: « Un día» , dijo la hermosa mujer, « en que y o sostenía ante una de mis compañeras que había visto seguramente, en materia de flagelaciones pasivas, todo lo más fuerte que era posible ver, y a que había azotado y visto azotar a hombres con espinas y con vergajos, ella me replicó: “¡Ni hablar!, para convencerte de que ni de lejos has visto lo más fuerte en este género, voy a enviarte mañana a uno de mis parroquianos”. Y habiéndome hecho avisar, al día siguiente, de la hora de la visita y del ceremonial que debía observar con el viejo recaudador, que recuerdo que se llamaba Monsieur de Grancourt, preparé todo lo necesario, y esperé a nuestro hombre; habíamos estipulado que sería y o quien se ocuparía de él. Llega y, después de encerrarnos, le digo: “Señor, me siento desolada por la noticia que tengo que daros, pero estáis preso, y y a no podéis salir de aquí. Deploro y muchísimo que el Parlamento hay a puesto los ojos en mí para ejecutar vuestra detención, pero así lo ha querido, y tengo su orden en el bolsillo. La persona que os ha enviado a mi casa os ha tendido una trampa, pues sabía muy bien de qué se trataba, y sin duda habría podido evitaros esta escena. Por el resto, y a conocéis vuestro caso; es difícil salir impune de los lúgubres y espantosos crímenes que habéis cometido, y os considero muy afortunado por salir del paso a tan bajo coste”. Nuestro hombre había escuchado mi arenga con la may or atención, y, tan pronto como hube terminado, se arrojó llorando a mis rodillas, suplicándome que le perdonara. “Ya sé”, dijo, “lo mucho que me he desmandado. He ofendido gravemente a Dios y a la Justicia; pero y a que sois vos, mi buena señora, la encargada de mi castigo, os suplico que me perdonéis”. “Señor”, le dije, “cumpliré con mi deber. ¿Acaso sabéis si no seré y o misma también examinada, y si soy dueña de entregarme a la compasión que me inspiráis? Desnudaros y comportaros con docilidad, eso es todo lo que puedo deciros”. Grancourt obedece, y, en un minuto, queda desnudo como la palma de la mano. Pero ¡Dios mío!, ¡qué cuerpo ofrecía a mi vista! Solo puedo compararlo con tafetán coloreado. No había ni un solo lugar de este cuerpo totalmente marcado que no llevara la huella de una herida. Mientras tanto y o había puesto al fuego una disciplina de hierro, muy puntiaguda, que me habían enviado por la mañana junto con las instrucciones. El arma asesina se pone al rojo vivo casi en el mismo instante en que Grancourt quedó desnudo. La empuño, y comienzo a flagelarle con ella, suavemente en un principio, después más fuerte, y a continuación con todo el vigor de mi brazo, indistintamente, desde la nuca hasta los talones, en un instante hago sangrar a mi hombre. “Sois un malvado”, le decía mientras lo golpeaba, “un bribón que ha cometido todo tipo de crímenes. Nada es sagrado para vos, y últimamente se dice que también habéis envenenado a vuestra madre”. “Es cierto, señora, es cierto”, decía masturbándose, “soy un monstruo, soy un criminal; no hay infamia que no hay a cometido y que no esté dispuesto a seguir cometiendo. Ved, vuestros golpes son inútiles; no me corregiré jamás, el crimen me produce demasiada voluptuosidad; aunque me matarais seguiría cometiéndolos. El crimen es mi elemento, es mi vida, en él he vivido y en él quiero morir”. Y podéis imaginar cómo, animándome él mismo con sus palabras, incrementaba tanto mis insultos como mis golpes. Sin embargo, se le escapa un “¡joder!”: era la señal; ante esa palabra, reduplico mis esfuerzos y procuro golpearle en los lugares más sensibles. Da volteretas, salta, se me escapa, y se arroja, corriéndose, a una cuba de agua tibia preparada adrede para purificarlo de la sangrante ceremonia. ¡Oh!, por una vez, cedí a mi compañera el honor de haber visto más que y o a ese respecto, y creo que, entonces, podíamos decir con toda la razón que éramos las dos únicas de París que habíamos visto tanto, pues nuestro Grancourt no variaba jamás, y llevaba más de veinte años y endo cada tres días a casa de aquella mujer para semejante trato. » Poco después, aquella misma amiga me dirigió a la casa de otro libertino cuy a fantasía creo que os parecerá, como mínimo, tan singular. La escena transcurría en su casita, en el Roule. Me introdujeron en un dormitorio bastante oscuro, donde veo a un hombre en la cama y, en el centro de la habitación, un ataúd. “Estáis viendo”, me dice nuestro libertino “a un hombre en su lecho de muerte, y que no ha querido cerrar los ojos sin rendir una vez más homenaje al objeto de su culto. Adoro los culos, y quiero morir besando uno. Tan pronto como hay a cerrado los ojos, vos misma me colocaréis en este ataúd después de haberme amortajado, y lo clavetearéis. Entra en mis intenciones morir así en el seno del placer, y ser servido hasta el último momento por el mismo objeto de mi lubricidad. Vamos”, prosigue con una voz débil y entrecortada, “daos prisa, pues me hallo en el último momento”. Me acerco, me doy la vuelta, le muestro mis nalgas. “¡Ah!, ¡qué hermoso culo!”, dijo. “¡Qué feliz me siento de llevarme a la tumba la imagen de un trasero tan bonito!” Y lo manoseaba, y lo entreabría, y lo besaba, como sí fuera el hombre más sano del mundo. » “¡Ah!”, dijo al cabo de un instante, abandonando la tarea y volviéndose del otro lado, “¡y a sabía que no disfrutaría largo tiempo de este placer! Expiro, acordaos de lo que os he recomendado”. Y, diciendo esto, lanza un gran suspiro, se estira, y desempeña tan bien su papel que el diablo se me lleve si no lo creí muerto. No pierdo la cabeza: curiosa por ver el final de una ceremonia tan divertida, lo amortajo. Ya no se movía, y sea que tuviera un secreto para aparecer de aquel modo, sea que mi imaginación se hallara impresionada, el caso es que estaba tieso y frío como una barra de hierro; solo su polla daba algunas señales de vida, pues estaba dura y pegada a su vientre y algunas gotas de leche parecían desprenderse de ella como a su pesar. Tan pronto como lo hube envuelto en una sábana, lo levanto, y no fue nada fácil, pues su rigidez le hacía tan pesado como un buey. Finalmente lo consigo, sin embargo, y lo tiendo en su ataúd; e, inmediatamente después, comienzo a recitar un responso y a clavetearlo. Era el instante de la crisis: apenas ha oído los martillazos, grita como un loco furioso: “¡Ah!, ¡me cago en Dios, me corro! ¡Escápate, puta, escápate, pues si te cojo te mato!”. Me invade el miedo, me precipito a la escalera, donde encuentro a un lacay o hábil y al corriente de las manías de su amo, que me entrega dos luises, y que entra precipitadamente en el dormitorio del paciente para librarlo del estado en que y o lo había dejado» . « Vay a un gusto divertido» , dijo Durcet. « ¡Bien!, Curval, ¿eres capaz de entenderlo?» « A las mil maravillas» , dijo Curval, « ese personaje es un hombre que quiere familiarizarse con la idea de la muerte, y que no ha visto mejor medio para ello que unirla con una idea libertina. Estoy completamente seguro de que ese hombre morirá sobando culos» . « Lo cierto» , dijo Champville, « es que es un orgulloso impío; y o lo conozco, y y a tendré ocasión de mostraros como las gasta con los más santos misterios de la religión» . « Así debe ser» , dijo el duque; « es un hombre que se burla de todo y quiere acostumbrarse a pensar y actuar de la misma manera en sus últimos instantes» . « Por mi parte» , añadió el obispo, « encuentro algo muy estimulante en esta pasión, y no os oculto que se me pone dura. Sigue, Duclos, sigue, pues siento que haría alguna tontería y hoy y a no quiero hacer más» . « Bien» , dijo la hermosa mujer, « he aquí a uno menos complicado: se trata de un hombre que me ha perseguido más de cinco años seguidos por el único placer de hacerse coser el agujero del culo. Se echaba de bruces en la cama, y o me sentaba entre sus piernas, y allí, armada de una aguja y de media vara de hilo grueso encerado, le cosía exactamente todo el perímetro del ano; tenía la piel de esta parte tan endurecida, y tan habituada a las puntadas, que mi operación no le hacía brotar ni una gota de sangre. Durante todo el tiempo él mismo se masturbaba, y se corría como un condenado a la última puntada. Disipada su embriaguez, y o deshacía rápidamente mi labor y a otra cosa. » Otro se hacía frotar con alcohol todos los lugares de su cuerpo donde la naturaleza había colocado pelos, luego y o encendía aquel licor espirituoso, que consumía al instante todos los pelos. Se corría al verse inflamado mientras y o le mostraba mi vientre, mi pubis, y el resto, pues ese tenía el mal gusto de mirar únicamente las partes delanteras» . « Pero ¿quién de vosotros, señores, ha conocido a Mirecourt, hoy presidente de la Gran Cámara, y en aquel tiempo consejero?» « Yo» , contestó Curval. « Pues bien, señor» , dijo Duclos, « ¿sabe cuál era y cuál sigue siendo, por lo que creo, su pasión?» « No, y como pasa, o pretende pasar, por un devoto, me encantaría saberlo» . « Pues bien» , contestó Duclos, « quiere que le traten como un asno…» « ¡Ah, diablos!» , dijo el duque a Curval, « ¡amigo mío, eso sí que es un gesto de Estado! Apostaría a que este hombre cree entonces que va a juzgar…» « Bueno, ¿y después?» , dijo el duque. « Después, monseñor, hay que llevarlo del ronzal, pasearlo así una hora por la habitación; rebuzna, una lo monta, y tan pronto como está arriba, lo azota en todo el cuerpo con una vara como para que corra más; él obedece, y como durante este tiempo se masturba, tan pronto como ey acula, lanza unos gritos enormes, suelta una coz, y tira al suelo a la muchacha con los cuatro cascos por el aire» . « ¡Oh!, en tal caso» , dijo el duque, « es más graciosa que lúbrica. Y dime, por favor, Duclos, ¿te dijo ese hombre si tenía algún compañero con el mismo gusto?» « Sí» , dijo la amable Duclos participando ingeniosamente en la broma y, bajando de su estrado porque había terminado su tarea, le dijo: « sí, monseñor; me dijo que tenía muchos, pero que no todos querían dejarse montar» . Como la sesión había terminado, quisieron hacer alguna tontería antes de cenar; el duque abrazaba estrechamente a Augustine. « No me sorprende» , decía, masturbándole el clítoris y haciéndole empuñar su polla, « no me sorprende que a veces le entren tentaciones a Curval de romper el pacto y de desvirgar a alguien, pues y o siento que en este momento, por ejemplo, de buena gana mandaría al diablo el virgo de Augustine» . « ¿Por dónde?» , dijo Curval. « A fe mía, los dos» , dijo el duque; « pero hay que ser juicioso: esperando así nuestros placeres, conseguiremos que sean mucho más deliciosos. Vamos, chiquilla» , continuó, « muéstrame tus nalgas, es posible que esto haga cambiar la naturaleza de mis ideas… ¡Me cago en Dios!, ¡vay a culo que tiene esta putita! Curval, ¿qué me aconsejas que haga con él?» « Follártelo» , dijo Curval. « ¡Ojalá!» , dijo el duque. « Pero, paciencia…, y a verás como con el tiempo todo llega» . « Queridísimo hermano» , dijo el prelado con la voz entrecortada, « decís cosas que huelen a leche» . « ¡Eh!, es cierto, es que tengo unas ganas enormes de perderla» . « ¡Bueno!, ¿quién os lo impide?» , dijo el obispo. « ¡Oh!, muchas cosas» , replicó el duque. « En primer lugar no hay mierda, y me gustaría que la hubiera; y además no sé: tengo ganas de muchísimas cosas» . « ¿Y de qué?» , dijo el duque. « De una pequeña infamia a la que tengo que entregarme» . Y pasando al saloncillo del fondo con Augustine, Zélamir, Cupidon, Duclos, Desgranges y Hercule, oy eron al cabo de un minuto unos gritos y unas blasfemias que demostraban que por fin el duque había conseguido calmar tanto su cabeza como sus cojones. No se sabe muy bien lo que le había hecho a Augustine, pero, pese a su amor por ella, se la vio volver llorando y con uno de sus dedos vendado. Sentimos mucho no poder explicar todavía todo eso, pero es evidente que esos señores, bajo mano y antes de que les estuviera exactamente permitido, se entregaban a unas cosas que todavía no les habían sido contadas, y en eso infringían formalmente las convenciones que habían establecido; pero, cuando una sociedad entera comete las mismas faltas, se las perdona con bastante facilidad. El duque regresó, y vio con placer que Durcet y el obispo no habían perdido el tiempo, y que Curval, entre los brazos de Brise-cul, hacía deliciosamente todo lo que se puede hacer con todos los objetos voluptuosos que había podido congregar a su alrededor. Sirvieron la cena. Las orgías como siempre; y fueron a acostarse. Por muy lisiada que estuviera Adélaïde, el duque, que debía tenerla aquella noche, la quiso, y, como de las orgías había vuelto tan borracho como de costumbre, se dijo que no le había dispensado de nada. En fin, la noche pasó como todas las anteriores, es decir, en el seno del delirio y del desenfreno; y cuando llegó la dorada Aurora, como dicen los poetas, a abrir las puertas del palacio de Apolo, este dios, también él bastante libertino, solo subió a su carro de azur para iluminar nuevas lujurias. Vigesimoquinta jornada n nuevo amorío se formaba, en sordina, dentro de los muros impenetrables U del castillo de Silling, aunque no tuviera unas consecuencias tan peligrosas como el de Adélaïde y Sophie. Esta nueva asociación se tramaba entre Aline y Zelmire; la conformidad del carácter de las dos jóvenes había ay udado mucho a unirlas: ambas dulces y sensibles, con un máximo de dos años y medio de diferencia de edad, mucha puerilidad, mucha simplicidad en su carácter, en una palabra ambas casi con las mismas virtudes y ambas casi con los mismos defectos, pues, Zelmire, dulce y tierna, era indolente y perezosa como Aline. En una palabra, se agradaban tanto que, la mañana del 25, fueron encontradas en la misma cama, y he aquí cómo eso ocurrió. Zelmire, que estaba destinada a Curval, dormía, como se sabe, en su dormitorio; esta misma noche, Aline era compañera de cama de Curval; pero Curval, que había vuelto borracho como una cuba de las orgías, solo quiso acostarse con Bande-au-ciel, y gracias a ello las dos pichonas, abandonadas y reunidas por este azar, se metieron, por temor al frío, en la misma cama, y allí se pretendió que su meñique había rascado algo más que los codos. Curval, abriendo los ojos por la mañana, y viendo a los dos pájaros en el mismo nido, les preguntó qué hacían allí, y, ordenándoles que acudieran al acto las dos a su cama, las olfateó por debajo el clítoris, y descubrió claramente que las dos seguían todavía llenas de flujo. El caso era grave: todos estaban de acuerdo en que aquellas señoritas fueran víctimas del impudor, pero se exigía que entre ellas reinara la decencia (¡qué no exigirá el libertinaje en sus perpetuas inconsecuencias!), y, si alguna vez se llegaba a permitirles ser impuras entre sí, era a condición de que fuera por orden de los señores y bajo sus miradas. Por ello el caso fue llevado al consejo, y las dos delincuentes, que no pudieron o no se atrevieron a desmentirlo, recibieron la orden de mostrar lo que hacían, y de exhibir ante todo el mundo cuál era su pequeña habilidad privada. Lo hicieron sonrojadísimas, llorando, y pidiendo perdón por lo que habían hecho. Pero era demasiado apetitoso tener que castigar a la bonita parejita el sábado siguiente para que imaginaran que podían perdonarla, y fueron inmediatamente inscritas en el libro fatal de Durcet, que, entre paréntesis, esta semana iba agradablemente lleno. Terminada esta diligencia, acabaron el desay uno, y Durcet hizo sus visitas. Las fatales indigestiones dieron un delincuente más: era la pequeña Michette; y a no podía más, decía, la víspera la habían hecho comer demasiado, y mil pequeñas excusas infantiles más que no impidieron que fuera anotada. Curval, que empalmaba mucho, cogió el orinal y devoró todo lo que contenía. Y lanzando después sobre ella unas miradas enojadas: « ¡Oh!, sí, claro, pillina» , le dijo, « ¡oh!, sí, claro, serás castigada, y además por mi mano. No se puede cagar así; por lo menos, podías habernos avisado; sabes perfectamente que no hay hora en que no estemos dispuestos a recibir mierda» . Y, mientras le soltaba la lección, le sobaba fuertemente las nalgas. Los muchachos estaban intactos; no se concedió ningún permiso para la capilla, y se sentaron a la mesa. Durante la comida se discutió mucho sobre la acción de Aline: la creían una mosquita muerta, y, de pronto, ahí estaban las pruebas de su temperamento. « ¡Qué, amigo mío!» , dijo Durcet al obispo, « ¿hay que fiarse ahora del aspecto de las muchachas?» Convinieron unánimemente en que no había nada más engañoso, y que, como todas eran falsas, solo se servían de su inteligencia para serlo con may or habilidad. Estas frases llevaron la conversación sobre las mujeres, y el obispo, que las abominaba, se entregó a todo el odio que le inspiraban; las rebajó al estado de los animales más viles, y demostró su existencia tan absolutamente inútil en el mundo, que se podría extirparlas a todas de la faz de la Tierra sin perjudicar en nada las intenciones de la naturaleza que, habiendo encontrado anteriormente el medio de crear sin ellas, volvería a encontrarlo cuando solo existieran hombres. Pasaron al café; era servido por Augustine, Michette, Hy acinthe y Narcisse. El obispo, uno de cuy os may ores placeres simples era chupar el pito de los chiquillos, llevaba unos minutos divirtiéndose con este juego con Hy acinthe, cuando de pronto exclamó retirando su boca llena: « ¡Ah!, ¡me cago en Dios, amigos!, ¡un desvirgamiento! Seguro que es la primera vez que este bribonzuelo se corre» . Y, en realidad, nadie había visto todavía a Hy acinthe llegar a este punto; le creían incluso demasiado joven para conseguirlo; pero y a tenía catorce años cumplidos, la edad en que la naturaleza suele colmarnos con sus favores, y nada había más real que la victoria que el obispo se imaginaba haber alcanzado. Quisieron sin embargo comprobar el hecho y, como todos querían ser testigos de la aventura, se sentaron en semicírculo alrededor del joven. Augustine, la más célebre pajillera del serrallo, recibió la orden de hacer una paja a la criatura ante la asamblea, y el joven tuvo permiso para sobarla y acariciarla en la parte del cuerpo que deseara: ¡ningún espectáculo más voluptuoso que el de ver a una joven de quince años, bella como el día, prestarse a las caricias de un muchacho de catorce y excitarlo a correrse con la más deliciosa masturbación! Hy acinthe, tal vez ay udado por la naturaleza, pero más claramente sin duda por los ejemplos que tenía a la vista, se limitó a tocar, sobar y besar las lindas nalguitas de su pajillera, y, al cabo de un instante, sus hermosas mejillas se colorearon, lanzó dos o tres suspiros, y su linda colita despidió a 3 pies de distancia cinco o seis chorros de una leche suave y blanca como la nata, que cay ó sobre el muslo de Durcet, que estaba lo más cerca posible de él, y que se hacía masturbar por Narcisse contemplando la operación. Comprobado a conciencia el hecho, acariciaron y besaron a la criatura por todas partes; cada uno de ellos quiso recoger una pequeña parte de aquella joven esperma, y como les pareció que, a su edad y para un estreno, seis ey aculaciones no eran un exceso, a las dos que acababa de tener, nuestros libertinos le hicieron añadir una por cabeza, que él les derramó en la boca. El duque, excitándose con el espectáculo, se apoderó de Augustine y le masturbó el clítoris con la lengua hasta que ella se corrió dos o tres veces, cosa que la tunantuela, llena de fuego y de temperamento, no tardó en hacer. Mientras el duque masturbaba así a Augustine, no había nada tan gracioso como ver a Durcet, que se disponía a recibir los síntomas del placer que él no procuraba, besar mil veces en la boca a la hermosa criatura, y tragar, por así decirlo, la voluptuosidad que otro hacía circular en sus sentidos. Era tarde, se vieron obligados a saltarse la siesta y a pasar al salón de historias, donde Duclos llevaba tiempo esperando. Tan pronto como todos se hubieron acomodado, prosiguió el relato de sus aventuras en los términos siguientes: « Ya he tenido el honor de decíroslo, señores, es muy difícil comprender todos los suplicios que el hombre inventa contra sí mismo para recuperar, en su envilecimiento o en sus dolores, las chispas de placer que la edad o la saciedad le han hecho perder. ¿Creeríais que una de esas personas, hombre de sesenta años, y singularmente hastiado de todos los placeres de la lubricidad, y a solo los espabilaba en sus sentidos haciéndose quemar con una vela todas las partes de su cuerpo y principalmente las que la naturaleza destina a tales placeres? Se la apagaban despiadadamente en las nalgas, la polla, los cojones, y sobre todo en el agujero del culo; durante ese tiempo besaba un trasero, y cuando le habían repetido fuertemente quince o veinte veces esta dolorosa operación, se corría chupando el ano que su incendiaria le presentaba. » Vi a otro, poco después, que me obligaba a utilizar una almohaza de caballo, y a pasársela por todo el cuerpo, exactamente como habrían hecho con el animal que acabo de nombrar. Tan pronto como su cuerpo estaba completamente ensangrentado, lo frotaba con alcohol, y este segundo dolor le hacía correrse abundantemente sobre mi pecho, que era el campo de batalla que quería regar con su leche. Me arrodillaba ante él, apretaba su polla con mis tetas, y él derramaba cómodamente el agrio sobrante de sus cojones. » El tercero se hacía arrancar uno a uno todos los pelos de las nalgas. Se masturbaba durante la operación sobre un zurullo calentísimo que y o acababa de soltar. Después, en el instante en que un convenido “joder” me informaba de la proximidad de la crisis, hacía falta, para reafirmarla, que le hundiera en cada nalga un tijeretazo que lo hiciera sangrar. Tenía el culo abierto por las llagas, y me costó encontrar un lugar intacto para hacer en él mis dos heridas; en aquel momento, su nariz se hundía en la mierda, se embadurnaba con ella toda la cara, y unos chorros de esperma coronaban su éxtasis. » El cuarto me metía la polla en la boca y me ordenaba que la mordiera con todas mis fuerzas. Entretanto, le desgarraba las dos nalgas con un peine de hierro de púas muy puntiagudas, y después, en el momento en que notaba su instrumento a punto de fundirse, cosa que me anunciaba con una levísima y debilísima erección, entonces, digo, le abría al máximo las dos nalgas, y le acercaba el agujero del culo a la llama de una vela plantada en el suelo para este fin. Solo la sensación de la quemadura de la vela en su ano decidía la emisión: endurecía y o entonces mis mordiscos, y mi boca no tardaba en llenarse» . « Un momento» , dijo el obispo. « Hoy no podré oír hablar de correrse en una boca, sin que esto no me recuerde el golpe de suerte que acabo de tener, y no prepare mi mente para placeres del mismo tipo» . Diciendo esto, atrae hacia sí a Bande-au-ciel, quien estaba a su lado aquella noche, y comienza a chuparle la polla con toda la lubricidad de un auténtico bujarrón. La leche sale, él se la traga, y repite inmediatamente la misma operación con Zéphire. La tenía tiesa, y pocas veces las mujeres salían airosas cuando las tenía a su lado en el momento de la crisis. Desgraciadamente, era Aline, su sobrina. « ¿Qué haces aquí, zorra» , le dijo, « cuando lo que quiero son hombres?» Aline quiere escapar, él la agarra por los pelos, y arrastrándola a su gabinete con Zelmire y Hébé, las dos muchachas de su serrallo, « Ahora veréis, ahora veréis» , dijo a sus amigos, « ¡voy a enseñar a esas bribonas a ponerme unos coños bajo la mano cuando son pollas lo que quiero!» Fanchon, por orden suy a, siguió a las tres doncellas, y al cabo de un instante se oy ó gritar agudamente a Aline, y los aullidos de la ey aculación de monseñor se juntaron a los acentos dolorosos de su querida sobrina. Todos regresaron. Aline lloraba, apretaba y meneaba el trasero. « ¡Ven a enseñármelo!» , le dijo el duque. « Me enloquece ver las huellas de la brutalidad de mi señor hermano» . Aline mostró no sé qué, pues siempre me ha sido imposible descubrir lo que ocurría en aquellos infernales gabinetes, pero el duque exclamó: « ¡Ah, joder, es delicioso! Creo que voy a hacer otro tanto» . Pero habiéndole hecho notar Curval que era tarde y que tenía que comunicarle un proy ecto de diversión para las orgías, que exigía tanto toda su cabeza como toda su leche, rogaron a Duclos que iniciara el quinto relato con el que debía cerrar su velada, y continuó en estos términos: « Entre las personas extraordinarias» , dijo la hermosa mujer, « cuy a manía consiste en hacerse envilecer y degradar, había cierto presidente de la Cámara de Cuentas llamado Foucolet. Es imposible imaginar hasta qué punto avivaba su manía; había que ofrecerle una muestra de todos los suplicios. Yo lo colgaba, pero la soga se rompía a tiempo, y caía sobre el colchón; al instante siguiente, lo tendía sobre una cruz de San Andrés y fingía romperle los miembros con una barra de cartón; le marcaba el hombro con un hierro casi candente que le dejaba una ligera huella; le azotaba la espalda, exactamente como el verdugo, y había que mezclar todo eso con insultos atroces, amargos reproches de diferentes crímenes, de los cuales, durante cada una de estas operaciones, en camisón, con un cirio en la mano pedía muy humildemente perdón a Dios y a la Justicia. Finalmente, la sesión terminaba sobre mi trasero, donde el libertino venía a perder su leche, cuando su cabeza había alcanzado el último grado de calentura» . « ¡Bien!, ¿me dejarás correrme en paz ahora que Duclos ha terminado?» , dijo el duque a Curval. « No, no» , dijo el presidente; « conserva tu leche: te digo que la necesito para las orgías» . « ¡Oh!, soy tu criado» , dijo el duque; « ¿me tomas acaso por un hombre gastado, y te imaginas que un poco de leche que pierda ahora me impedirá ceder y corresponder a todas las infamias que se te ocurrirán dentro de cuatro horas? No temas, estaré siempre dispuesto; pero mi señor hermano se ha complacido en ofrecerme un pequeño ejemplo de atrocidad, que me molestaría no realizar con Adélaïde, tu querida y amable hija» . Y empujándola acto seguido al saloncito con Thérèse, Colombe y Fanny, las mujeres de su grupo, le hizo verosímilmente lo que el obispo había hecho a su sobrina, y se corrió con los mismos incidentes, pues se escuchó igual que un momento antes un grito terrible de la joven víctima y el aullido del libertino. Curval quiso decidir cuál de los dos hermanos se había portado mejor; hizo acercarse a las dos mujeres y, después de examinar prolongadamente los dos traseros, sentenció que el duque había imitado al otro superándolo. Se sentaron a la mesa y, habiendo rellenado de flatulencias mediante alguna droga las entrañas de todos los sujetos, hombres y mujeres, jugaron después de cenar a soltar pedos en la cara. Los cuatro amigos estaban echados de espaldas, sobre los canapés, con la cabeza levantada, y los demás iban por turnos a peerles en la boca; Duclos estaba encargada de contar y marcar y, como había 36 peedores y peedoras frente a únicamente cuatro engullidores, los hubo que recibieron hasta 150 pedos. Para esta lúbrica ceremonia Curval quería que el duque se reservara, pero se trataba de algo perfectamente inútil; era demasiado amigo del libertinaje como para que un nuevo exceso no le ocasionara siempre el may or efecto, fuera cual fuese la situación que se le propusiera, y está claro que se corrió completamente por segunda vez con las ventosidades blandas de la Fanchon. En el caso de Curval, fueron los pedos de Antinoüs los que le costaron la leche, mientras que Durcet perdió la suy a, excitado por los de Martaine, y el obispo excitado por los de Desgranges. Pero las jóvenes beldades no consiguieron nada, hasta tal punto es verdad que es preciso que todo concuerde y que sean siempre las personas crapulosas quienes ejecuten las cosas infames. Vigesimosexta jornada omo no había nada tan delicioso como los castigos, ni nada que predispusiera C tanto a los placeres, y de aquellos tipos de placeres que se habían prometido no saborear, hasta que los relatos permitieran, desarrollándolos, entregarse a ellos con may or amplitud, se imaginó de todo para hacer caer a los sujetos en unas faltas que proporcionaran la voluptuosidad de castigarlos. A tal efecto, los amigos, después de reunirse de manera extraordinaria aquella mañana para razonar sobre este asunto, añadieron diferentes artículos a los reglamentos, cuy a infracción debía ocasionar necesariamente unos castigos. En primer lugar, se prohibió expresamente a las esposas, a los muchachos y a las muchachas, peer en otro lugar que en la boca de los amigos; tan pronto como les entraran ganas, debían ir a buscar inmediatamente a uno de ellos y soltarle lo que se retenía; una dura pena aflictiva era infligida a los delincuentes. Se prohibió absolutamente, de igual manera, el uso de los bidés y de las limpiezas de culo; se ordenó a todos los sujetos, en general y sin ninguna excepción, que jamás se lavaran y sobre todo que jamás se limpiaran el culo después de cagar; que cuando se les encontrara el culo limpio, era preciso que el sujeto demostrara que había sido uno de los amigos quien se lo había limpiado, y que lo citara. Mediante lo cual el amigo interrogado, disponiendo de la facilidad de negar el hecho cuando se le antojara, se procuraba a la vez dos placeres; el de limpiar un culo con su lengua, y el de castigar al sujeto que acababa de ofrecerle este placer… Veremos unos ejemplos. Se introdujo después una nueva ceremonia: de buena mañana, en el café, tan pronto como entraban en la habitación de las muchachas, y lo mismo cuando se pasaba después a la de los muchachos, cada uno de los sujetos debía abordar a cada uno de los amigos, y decirle en voz alta e inteligible: « ¡Me cago en Dios! ¿Queréis mi culo?, lleva mierda» . Y aquellos o aquellas que no pronunciaran tanto la blasfemia como la proposición en voz alta; serían inmediatamente anotados en el libro fatal. Es fácil imaginar con cuánto esfuerzo la devota Adélaïde y su joven discípula pronunciaron semejantes infamias, y esto les divertía infinitamente. Resuelto todo eso, admitieron las delaciones; este medio bárbaro de multiplicar las vejaciones, admitido por todos los tiranos, fue abrazado con calor. Se decidió que cualquier sujeto que presentara una queja contra otro ganaría la supresión de la mitad de su castigo en la primera falta que cometiera; lo que no comprometía a nada en absoluto, porque el sujeto que acababa de acusar a otro ignoraba siempre hasta dónde debía llegar el castigo cuy a mitad le prometían perdonarle; por lo cual les era muy fácil darle todo lo que se le quería dar, y seguirlo convenciendo de que había ganado. Decidieron y publicaron que la delación sería creída sin prueba, después de lo cual bastaría ser acusado por cualquiera para que pudieran anotarle inmediatamente. Aumentaron, además, la autoridad de las viejas, y a partir de su mínima queja, verdadera o no, el sujeto era inmediatamente condenado. En una palabra, se estableció sobre el pueblo humilde toda la vejación, toda la injusticia que pueda imaginarse, convencidos de obtener cantidades de placeres tanto may ores cuanto mejor ejercida estuviera la tiranía. Hecho eso, visitaron los retretes. Colombe fue hallada culpable; se disculpó por lo que la víspera le habían hecho comer entre comidas y no había podido aguantar, que era muy desdichada, y la cuarta semana consecutiva que era castigada. El hecho era cierto, y toda la culpa la tenía su culo, que era el más fresco, el mejor torneado y el más lindo que se pudiera ver. Ella objetó que no se había limpiado, y que esto debía por lo menos valerle de algo. Durcet lo examinó y, habiéndole descubierto efectivamente una enorme y anchísima capa de mierda, se le aseguró que no sería tratada con tanto rigor. Curval, que estaba empalmando, la cogió, y después de limpiarle por completo el culo, se hizo traer el excremento, que comió mientras ella le masturbaba, y alternaba la comida con muchos besos en la boca y con órdenes terminantes de engullir a su vez todo lo que él le devolvía de su propia deposición. Visitaron a Augustine y Sophie, a las que se había recomendado que, después de las deposiciones hechas la víspera, siguieran en el estado más impuro. Sophie estaba en regla, aunque se hubiera acostado con el obispo, tal como exigía su posición; pero Augustine estaba extremadamente limpia. Segura de su respuesta, se adelantó orgullosamente, y dijo que ellos sabían perfectamente que ella había pasado la noche, según su costumbre, en el dormitorio del señor duque, y que antes de dormir la había hecho acercarse a su cama, donde él le había chupado el agujero del culo mientras que ella le masturbaba la polla con a boca. Interrogado el duque, dijo que no se acordaba de nada (aunque fuera muy cierto), que se había dormido con la polla en el culo de la Duclos, hecho que podía comprobarse. Pusieron en la comprobación toda la seriedad y toda la gravedad posibles; fueron a buscar a Duclos que, viendo claramente de qué se trataba, certificó todo lo que había dicho el duque, y sostuvo que Augustine solo había sido llamada un instante al lecho de monseñor, que le había cagado en la boca para volver después a comerse su zurullo. Augustine quiso defender su tesis, y discutió con la Duclos, pero se le impuso silencio, y fue anotada, aunque absolutamente inocente. Pasaron al lugar de los muchachos, donde Cupidon fue hallado en falta: había hecho, en su orinal, la más bonita mierda que pueda imaginarse. El duque la cogió y la devoró, mientras el joven le chupaba la polla. Denegaron todos los permisos de capilla, y pasaron al comedor. La bella Constance, a la que a veces, por razón de su estado, se dispensaba de servir, aquel día se sentía bien y apareció desnuda; su vientre, que y a comenzaba a hincharse un poco, excitó mucho la imaginación de Curval, y, como vieron que comenzaba a manosear algo duramente las nalgas y el seno de la pobre criatura, por la que se descubría día a día que su horror iba en aumento, ante los ruegos de ella y dado el deseo que tenían de conservar su fruto por lo menos hasta una determinada época, se le permitió no aparecer aquel día hasta las narraciones, de las que jamás quedaba exenta. Curval volvió a despotricar sobre las ponedoras de criaturas, y afirmó que si fuera el dueño establecería la ley de la isla de Formosa, donde las mujeres embarazadas antes de los treinta años son machacadas a palos en un mortero junto con su fruto, y que, cuando se impusiera aquella ley en Francia, seguiría habiendo dos veces más de población que la necesaria. Pasaron al café; era ofrecido por Sophie, Fanny, Zélamir y Adonis, pero servido de una manera muy original: se lo hicieron beber desde su boca. Sophie sirvió al duque, Fanny a Curval, Zélamir al obispo, y Adonis a Durcet. Guardaban los sorbos en su boca, se la enjuagaban con ellos, y después los depositaban en el gaznate de aquel a quien servían. Curval, que se había levantado de la mesa muy excitado, empalmó de nuevo con esta ceremonia y, cuando hubo terminado, se apoderó de Fanny y se le corrió en la boca, ordenándole, bajo las penas más graves, que se lo tragara, lo cual hizo la desdichada criatura sin atreverse siquiera a pestañear. El duque y sus otros dos amigos hicieron peer o cagar, y, después de la siesta, fueron a escuchar a Duclos, quien emprendió así la continuación de sus relatos: « Voy a pasar rápidamente» , dijo la amable mujer, « sobre las dos últimas aventuras que me quedan por contaros sobre esos hombres singulares que solo encuentran su voluptuosidad en el dolor que se les hace sentir, y después, si os parece bien, cambiaremos de materia. El primero, mientras y o le masturbaba, desnudo y de pie, quería que, por un agujero abierto en el techo, se nos arrojara, durante todo el tiempo de la sesión, chorros de agua casi hirviente sobre el cuerpo. Por mucho que le razonara que, no teniendo la misma pasión que él, iba a verme, sin embargo, víctima de ella, me aseguró que no sentiría ningún dolor, y que aquellas duchas eran excelentes para la salud. Le creí, y me dejé hacer; y como estaba en su casa, no pude controlar el grado de calor del agua: estaba casi hirviente. No podéis imaginaros el placer que sintió recibiéndola. En mi caso, aun actuando lo más rápidamente que pude, gritaba, os lo confieso, como un gato escaldado; se me peló la piel, y me prometí no volver jamás a la casa de aquel hombre» . « ¡Ah, diablos!» , dijo el duque, « me entran ganas de escaldar así a la bella Aline» . « Monseñor» , le contestó humildemente esta, « y o no soy un cerdo» . La ingenua sinceridad de su respuesta infantil hizo reír a todos, y preguntaron a Duclos cuál era el segundo y último ejemplo que tenía que citar del mismo género. « No era ni mucho menos tan penoso para mí» , dijo Duclos: « solo se trataba de protegerse la mano con un buen guante, tomar después con esta mano gravilla ardiente de una sartén, sobre un anafe, y, con la mano así llena, frotar a mi hombre con aquella gravilla casi encendida, de la nuca a los talones. Su cuerpo estaba tan singularmente endurecido por este ejercicio que parecía de cuero. Cuando llegaba a la polla, había que cogerla y masturbarla en medio de un puñado de arena hirviente; se le ponía dura con mucha rapidez; entonces, con la otra mano, colocaba debajo de sus cojones la pala al rojo vivo preparada a propósito. El frote, sumado al calor devorador que abrasaba sus testículos, y tal vez a unos cuantos manoseos sobre mis dos nalgas, que debía mantener siempre muy a la vista durante toda la operación, bastaba para ponerle fuera de sí, y se corría, procurando siempre que su esperma cay era sobre la pala al rojo vivo para verla quemarse con deleite» . « Curval» , dijo el duque, « me parece que se trata de un hombre tan poco amante de la población como tú» . « Tiene todas las trazas» , dijo Curval; « no te oculto que me gusta la idea de querer quemar su leche» . « ¡Oh!, y a veo todas las que te sugiere» , dijo el duque; « y aunque y a hubiera germinado la quemarías con el mismo placer, ¿no es cierto?» « Mucho me temo que sí» , dijo Curval, haciendo no sé qué a Adélaïde que le hizo lanzar un agudo grito. « ¿Y a ti qué te pasa, puta» , dijo Curval, « para chillar de esa manera?… ¿No ves que el duque me está hablando de quemar, de vejar, de castigar la leche germinada?, ¿y qué eres tú, por favor, sino un poco de leche germinada al salir de mis cojones? Vamos, sigue, Duclos» , añadió Curval, « pues siento que las lágrimas de esta zorra me harían correrme, y no quiero» . « Por fin, llegamos» , dijo nuestra heroína, « a unos detalles que, por llevar consigo unos caracteres de singularidad más picantes, tal vez os gustarán más. Ya sabéis que en París suele exponerse a los muertos en las puertas de las casas. Había un hombre importante que me pagaba doce francos por cada noche en que podía llevarlo ante uno de esos lúgubres aparatos. Toda su voluptuosidad consistía en acercarse conmigo lo más posible, al borde mismo del ataúd, si podíamos, y allí y o debía masturbarle de modo que su leche cay era sobre el ataúd. Recorríamos así tres o cuatro cada noche, según el número de ellos que y o había descubierto, y en todos realizábamos la misma operación, sin que él me tocara otra cosa que el trasero mientras le hacía la paja. Era un hombre de unos treinta años, y fue cliente mío durante más de diez, en los cuales estoy segura de haberle hecho correrse sobre más de dos mil ataúdes» . « Pero ¿decía algo durante la operación?» , preguntó el duque. « ¿Te dirigía la palabra a ti o al muerto?» « Insultaba al muerto» , dijo Duclos; « le decía: “¡Toma, tunante! ¡Toma, maricón! ¡Toma, malvado!, ¡llévate mi leche a los infiernos!”» . « Vay a una manía extraña» , dijo Curval. « Amigo mío» , dijo el duque, « estoy seguro de que este hombre era uno de los nuestros y que seguramente no se quedaba ahí» . « Lleva razón, monseñor» , dijo la Martaine, « y tendré ocasión de representaros alguna vez a ese actor en la escena» . Duclos, aprovechando entonces el silencio, continuó así: « Otro, que llevaba mucho más lejos una fantasía bastante parecida, quería que y o mantuviera unos espías en el campo para avisarle cada vez que enterraban en algún cementerio a una muchacha muerta sin enfermedad peligrosa (era lo que más me recomendaba). Tan pronto como le había encontrado alguna, y siempre me pagaba muy bien el descubrimiento, salíamos por la noche, nos metíamos como podíamos en el cementerio, y dirigiéndonos inmediatamente a la tumba indicada por el espía, y cuy a tierra estaba recientemente removida, trabajábamos rápidamente los dos en quitar con nuestras manos todo lo que cubría el cadáver; y no bien podía tocarlo, y o le masturbaba encima mientras él lo manoseaba por todas partes, y sobre todo en las nalgas, si podía. A veces empalmaba por segunda vez, pero entonces cagaba y me hacía cagar sobre el cadáver, y se corría encima, sin dejar de sobar todas las partes del cuerpo que podía alcanzar» . « ¡Oh!, eso sí que lo entiendo» , dijo Curval, « y, si debo seros sincero, lo he hecho algunas veces en mi vida. Es cierto que le añadía unos cuantos detalles que todavía no es hora de contaros. Sea como sea, me la pone tiesa; ábrete de piernas, Adélaïde…» Y y o no sé lo que ocurrió, pero el canapé se dobló bajo el peso, se escuchó una inequívoca ey aculación, y creo que pura y simplemente el señor presidente acababa de cometer un incesto. « Presidente» , dijo el duque, « apuesto a que has pensado que estaba muerta» . « Sí, es cierto» , dijo Curval, « pues de no ser así no me habría corrido» . Y Duclos, viendo que se callaban, terminó así su velada: « Para no dejaros, señores, con unas ideas tan lúgubres, voy a cerrar mi velada con el relato de la pasión del duque de Bonnefort. Este joven señor, al que entretuve cinco o seis veces, y que, para la misma operación, veía con frecuencia a una amiga mía, exige que una mujer, armada con un consolador, se masturbe desnuda delante de él, tanto por delante como por detrás, tres horas seguidas sin interrupción. Hay un reloj de pared para regular la operación, y si abandonas la tarea antes de que hay a pasado exactamente la vuelta de la tercera hora, no te paga. Él está frente a la mujer, la observa, le da vueltas y vueltas por todos lados, la anima a desvanecerse de placer, y si, transportada por los efectos de la operación, acaba realmente por perder el conocimiento en el placer, no hay duda de que se adelanta el suy o. Si no, en el mismo instante en que el reloj marca la tercera hora, se le acerca y se corre en sus narices» . « A fe mía» , dijo el obispo, « que no entiendo, Duclos, por qué no has preferido dejarnos con las ideas anteriores en vez de con esta. Aquellas tenían algo de picante y que nos excitaba considerablemente, en lugar de una pasión de agua de rosa, como esta con que acabas tu velada, que no deja nada en la cabeza» . « Ha hecho muy bien» , dijo Julie, que estaba con Durcet; « por lo menos, y o se lo agradezco, y todas podremos acostamos más tranquilas sabiendo que no tienen en la cabeza las malas ideas que Madame Duclos había iniciado hace un momento» . « ¡Ah!, ¡no te fíes demasiado, bella Julie!» , dijo Durcet, « pues y o solo me acuerdo de lo antiguo, cuando lo nuevo me aburre, y para demostrártelo, ten la bondad de seguirme» . Y Durcet se precipitó a su gabinete con Sophie y Michette, para correrse no sé cómo, pero de una manera que, sin embargo, no gustó a Sophie, pues lanzó un grito terrible y volvió colorada como una cresta de gallo. « ¡Oh!, lo que es a esta» , le dijo el duque, « no tenías ganas de tomarla por muerta, ¡pues acabas de darle una furiosa señal de vida!» « Ha gritado de miedo» , dijo Durcet, « pregúntale lo que le he hecho, y ordénale que te lo cuente en voz baja» . Sophie se acercó al duque para contárselo. « ¡Ah!» , dijo este en voz alta, « no había como para gritar, ni mucho menos para correrse» . Y, como sonó la hora de la cena, interrumpieron todas las conversaciones y todos los placeres, para ir a disfrutar los de la mesa. Las orgías se celebraron con bastante tranquilidad, y fueron a acostarse virtuosamente, sin que hubiera ninguna apariencia de embriaguez, lo que era extremadamente raro. Vigesimoséptima jornada a por la mañana comenzaron las delaciones autorizadas de víspera, y las Y sultanas, viendo que solo faltaba Rosette para que las ocho estuvieran castigadas, no desperdiciaron la ocasión de acusarla. Aseguraron que había pasado la noche echándose pedos, y como era una rabieta de las muchachas, tuvo a todo el serrallo contra ella, y fue apuntada inmediatamente. Todo el resto transcurrió a las mil maravillas, y a excepción de Sophie y Zelmire, que balbucearon un poco, los amigos fueron decididamente recibidos con el nuevo cumplido: « ¡Me cago en Dios! ¿Queréis mi culo? Lleva mierda» . Y, a decir verdad, la había por todas partes, pues, por miedo a la tentación del lavado, las viejas habían eliminado todas las palanganas, todas las toallas y toda el agua. La dieta de carne sin pan comenzaba a calentar todas aquellas boquitas que no se lavaban, y aquel día se descubrió que y a había una gran diferencia en los alientos. « ¡Ah, diablos» , dijo Curval besuqueando a Augustine, « ahora, por lo menos, se nota algo! ¡Al besar esto, se te pone tiesa!» Todo el mundo convino unánimemente en que así era infinitamente mejor. Como no ocurrió nada nuevo hasta el café, trasladaremos inmediatamente a él al lector. Era servido por Sophie, Zelmire, Giton y Narcisse. El duque dijo que estaba absolutamente convencido de que Sophie tenía que correrse, y que había que intentar absolutamente la experiencia. Dijo a Durcet que mirara y, acostándola en un canapé, la masturbó a la vez en los bordes de la vagina, en el clítoris, y en el agujero del culo, primero con los dedos, y después con la lengua. La naturaleza triunfó: al cabo de un cuarto de hora, la hermosa muchacha se turbó, enrojeció, suspiró; Durcet hizo observar todas estas reacciones a Curval y al obispo, que no podía creer que y a se corría, y el duque tuvo más motivos que todos ellos para convencerse, y a que el coñito se empapó por entero, y la bribonzuela le mojó todos los labios de flujo. El duque no pudo resistir la lubricidad de la experiencia; se levantó e, inclinándose sobre la muchacha, se le corrió en el coño entreabierto, metiendo en él con los dedos, hasta donde pudo, su esperma en el interior del coño. Curval, con la cabeza excitada por el espectáculo, la agarró y le pidió algo más que leche; ella ofreció su bonito culito, el presidente pegó a él la boca, y el lector inteligente adivina con facilidad lo que recibió. Durante aquel tiempo, Zelmire divertía al obispo: ella le chupaba y él le masturbaba el ano. Y todo eso mientras Curval se hacía masturbar por Narcisse, cuy o trasero besaba ardientemente. Sin embargo, solo se corrió el duque: Duclos había anunciado para aquella noche unos relatos más bonitos que los anteriores, y quisieron reservarse para escucharlos. Llegada la hora, se acomodaron, y he aquí cómo se expresó la interesante mujer: « Un hombre del que jamás supe, señores» , dijo, « ni sus relaciones ni sus medios de vida, y que, por consiguiente, solo podría describiros de manera muy imperfecta, me pidió mediante un billete que fuera a su casa, Rue Planche-du- Rempart, a las nueve de la noche. Me advertía en su billete que no sintiera ninguna suspicacia, y que, aunque no me dijera su nombre, no tendría motivo alguno de queja. Dos luises acompañaban la carta, y pese a mi prudencia habitual, que ciertamente habría debido oponerse a este paso teniendo en cuenta que y o no conocía al que me lo hacía dar, me arriesgué, fiándome por completo de no sé qué presentimiento que parecía advertirme en voz baja de que no tenía nada que temer. Llego, y un criado me dice que me desnude por completo y que solo así puedo entrar en el apartamento de su amo, obedezco la orden y, tan pronto como me ve en el estado deseado, me toma de la mano, y después de hacerme cruzar dos o tres aposentos, llama por fin a una puerta. Se abre, entro, el criado se retira, y la puerta se cierra, pero entre un horno y el lugar donde me metieron, respecto a la luz, no había la menor diferencia, y ni la luz ni el aire entraban en absoluto en aquella habitación por ningún lado. Apenas he entrado cuando se me acerca un hombre desnudo y me coge sin pronunciar una sola palabra; y o no pierdo la cabeza, persuadida de que todo consistía en hacer derramar un poco de leche para liberarme de todo aquel ceremonial nocturno; llevo inmediatamente mi mano a la parte inferior de su vientre, con la intención de que el monstruo pierda cuanto antes un veneno que le volvía tan malo. Encuentro una polla muy gruesa, muy dura y extremadamente revoltosa, pero al instante aparta mis dedos, parece no querer que lo toque, ni que lo examine, y me sienta en un taburete. El desconocido se sitúa cerca de mí, y agarra uno tras otro mis pechos, los aprieta y los comprime con tal violencia que le digo bruscamente: “¡Me hacéis daño!”. Entonces desiste, me levanta, me acuesta de bruces en un sofá alto y, sentándose entre mis piernas por detrás, comienza a hacer con mis nalgas lo que acababa de hacer a mis tetas: las palpa y las comprime con una violencia inigualable, las abre, las cierra, las amasa, las besa mordisqueándolas, chupa el agujero del culo y, como estas reiteradas compresiones eran menos peligrosas por ese lado que por el otro, no me opuse a nada, y, mientras dejaba hacer, procuraba adivinar cuál podía ser el objetivo de tanto misterio para unas cosas que parecían muy sencillas, cuando de repente oigo que mi hombre lanza unos gritos espantosos: “¡Huy e, jodida puta, huy e!”, me dijo, “¡escapa, zorra! Me corro y no respondo de tu vida”. Ya podéis imaginaros que mi primera intención fue salir corriendo; veo ante mí un débil resplandor: era el del día, que se introducía por la puerta por la que había entrado; me arrojo a ella, encuentro al criado que me había recibido, me echo en sus brazos, me devuelve mis ropas, me da dos luises, y me largo, contentísima de haber salido del paso a tan poco precio» . « Tuvisteis motivo para felicitaros» , dijo Martaine, « pues aquello solo era un diminutivo de su pasión habitual. Os mostraré al mismo hombre, señores» , continuó la mamá, « bajo un aspecto más peligroso» . « No tan funesto como aquel bajo el cual y o lo presentaré a los señores» , dijo Desgranges, « y me uno a Madame Martaine para aseguraros que fuisteis muy afortunada de salir así del paso, pues el mismo hombre tenía pasiones mucho más extrañas» . « Esperemos, pues, para decidirlo a que sepamos toda su historia» , dijo el duque, « y date prisa, Duclos, en contarnos otra, para eliminarnos del cerebro una clase de individuo que no dejaría de excitarlo» . « El que vi a continuación, señores» , prosiguió Duclos, « quería una mujer que tuviera un pecho muy hermoso, y como es una de mis gracias, después de habérselo mostrado, me prefirió a todas mis pupilas. Pero ¿qué uso, tanto de mi pecho como de mi rostro, pretendía hacer el insigne libertino? Me tiende completamente desnuda sobre un sofá, monta a horcajadas sobre mi pecho, coloca su polla entre mis dos tetas, me ordena que la apriete con todas mis fuerzas, y al cabo de un breve ejercicio, el malvado las inunda de leche arrojándome después más de veinte escupitajos espesísimos a la cara» . « Bien» , dijo refunfuñando Adélaïde al duque, que acababa de escupirle en la cara, « ¡no veo qué necesidad hay de imitar esa infamia! ¿Acabará de una vez?» , preguntó, mientras se secaba, al duque, que no se corría en absoluto. « Cuando me parezca bien, querida niña» , le dijo el duque; « recuerda por una vez en la vida que solo estás aquí para obedecer y para dejar hacer. Vamos, continúa, Duclos, pues tal vez haría algo peor, y como adoro a esta hermosa criatura» , dijo riéndose, « no quiero ultrajarla del todo» . « No sé, señores» , dijo Duclos retomando el hilo de sus relatos, « si habéis oído hablar de la pasión del comandante de Saint-Elme. Tenía una casa de juego donde todos los que iban a arriesgar su dinero eran rudamente desplumados; pero la cosa más extraordinaria es que el comendador empalmaba al estafarles: a cada trampa que les hacía, se corría en sus calzones, y una mujer a la que conocí muy bien, y que él había mantenido largo tiempo, me dijo que a veces la cosa le excitaba tanto que se veía obligado a ir a buscar en ella algún que otro alivio al ardor que le devoraba. No se limitaba a eso: todo tipo de robo tenía para él el mismo atractivo, y ningún objeto estaba seguro con él. Si estaba en vuestra mesa, os robaba los cubiertos; en vuestro gabinete, las joy as; cerca de vuestro bolsillo, la tabaquera o el pañuelo. Todo valía con tal de que pudiera cogerlo, y todo le hacía empalmar, e incluso correrse, en cuanto lo había cogido. » Pero en eso era sin duda menos extraordinario que el presidente del Parlamento, con el que tuve tratos muy poco tiempo después de mi llegada a casa de la Fournier, y cuy a clientela seguía conservando, pues siendo su caso bastante quisquilloso, solo quería tratar conmigo. El presidente tenía alquilado todo el año un pequeño apartamento en la Place de Grève; solo lo ocupaba como portera una vieja sirvienta, y la única consigna de esta mujer era arreglar el apartamento y hacer avisar al presidente tan pronto como se veía en la plaza algún preparativo de ejecución. Inmediatamente el presidente mandaba a decirme que estuviera a punto, venía a buscarme disfrazado y en coche de punto, y nos dirigíamos a su pequeño apartamento. La ventana de la habitación estaba puesta de manera que dominaba exactamente y de muy cerca el cadalso; allí nos colocábamos el presidente y y o a través de una celosía, sobre uno de cuy os travesaños él apoy aba un excelente catalejo, y, en espera de que el paciente apareciera, el secuaz de Temis se entretenía en una cama besándome las nalgas, episodio que, entre paréntesis, le gustaba de manera extraordinaria. Finalmente, cuando el alboroto nos anunciaba la llegada de la víctima, el togado retomaba su lugar en la ventana y me hacía ocupar el mío a su lado, con la orden de manosearle y masturbarle ligeramente la polla, acompasando mis sacudidas a la ejecución que se disponía a observar, de modo que la esperma solo se escapara en el momento en que el reo entregaba su alma a Dios. Todo seguía su curso, el criminal subía al patíbulo, el presidente contemplaba; cuanto más se acercaba el reo a la muerte, más furiosa se ponía en mis manos la polla del malvado. Al fin se precipitaban las cosas: era el momento de correrse: “¡Ah, me cago en Dios!”, decía entonces, “¡jodido sea Dios! ¡Cómo me gustaría ser y o mismo su verdugo, lo habría hecho mucho mejor que ese!”. Por otra parte, las impresiones de sus placeres se medían por el tipo de suplicio: un ahorcado solo le producía una sensación muy liviana, un hombre desnucado le hacía delirar, pero si era abrasado o descuartizado, se desmay aba de placer. Hombre o mujer le daba igual: “Solo me haría un poquito más de efecto”, decía, “una mujer embarazada, y desgraciadamente esto no es posible”. “Pero, señor”, le decía y o un día, “por vuestro cargo cooperáis con la muerte de esta infortunada víctima”. “Sin duda”, me contestó, “y es lo que más me divierte: en los treinta años que llevo juzgando, nunca he votado por otra cosa que por la muerte”. “¿Y no creéis”, le dije, “que se os podría reprochar un poco la muerte de esas personas como un asesinato?” “¡Bueno!”, me dijo, “¿es necesario ser tan escrupuloso?” “Pero”, le dije, “se trata, sin embargo, de lo que la gente llamaría un horror”. “¡Oh!”, me dijo, “hay que saber tomar partido sobre el horror de todo lo que hace empalmar, y eso por una razón muy sencilla: sea lo que sea, por horrible que queráis imaginarlo, y a no lo es para uno a partir del momento en que te hace correrte; así que solo lo es a los ojos de los demás; pero ¿quién me asegura que la opinión de los demás, casi siempre falsa sobre todas las cosas, no lo sea también en este caso? No hay nada”, prosiguió, “profundamente bueno ni profundamente malo; todo depende de nuestras costumbres, de nuestras opiniones y de nuestros prejuicios. Establecido este punto, es extremadamente posible que algo absolutamente indiferente en sí mismo sea, sin embargo, indigno ante vuestros ojos y muy delicioso ante los míos, y a partir de que me gusta, teniendo en cuenta la dificultad de adjudicarle un sitio exacto, a partir de que me divierte, ¿no sería y o un loco si me privara de ello solo porque vos la censuráis? Vamos, vamos, querida Duclos, la vida de un hombre es algo tan poco importante que se puede jugar con ella todo lo que se quiera, como se haría con la de un gato o la de un perro; al más débil le corresponde defenderse; dispone, más o menos, de las mismas armas que nosotros. Y y a que sois tan escrupulosa”, añadía mi hombre, “¿qué diríais, pues, de la fantasía de un amigo mío?” Y me permitiréis, señores, que el gusto que me contó sea y concluy a el quinto relato de mi velada. » El presidente me dijo que aquel amigo solo quería tratar con las mujeres que van a ser ejecutadas. Cuanto más próximo está el momento en que pueden serle entregadas a aquel en que van a morir, más paga por ellas; pero es necesario que sea siempre después de que su sentencia les hay a sido comunicada. Capacitado por su situación de tener ese tipo de buena suerte, jamás le falla una, y le he visto pagar hasta cien luises por un encuentro de esta clase. Sin embargo, no se las folla, solo les exige que muestren sus nalgas y que caguen; asegura que nada iguala el sabor de la mierda de una mujer a la que se le acaba de provocar un trastorno. No hay nada que no imagine para conseguir estos encuentros, y tampoco quiere, como podéis suponer, que se le conozca. A veces se presenta como el confesor, otras como un amigo de la familia, y, siempre con la esperanza de serles útil si ellas son complacientes, exhibe sus proposiciones. “Y cuando ha terminado, cuando ha quedado satisfecho, ¿cómo imagináis, mi querida Duclos, que finaliza su operación?”, me decía el presidente… “Exactamente igual que y o, querida amiga; reserva su leche para el desenlace, y la suelta viéndolas expirar deliciosamente”. “¡Ah!, ¡qué malvado!”, le dije. “¿Malvado?”, me interrumpió… “¡Pamplinas, y solo pamplinas, hija mía! Nada de lo que hace empalmar es malvado, y el único crimen del mundo es negarse algo a ese respecto”» . « Así que no se negaba nada» , dijo la Martaine, « y Madame Desgranges y y o tendremos ocasión, y me ufano de ello, de entreteneros con algunas anécdotas lúbricas y criminales del mismo personaje» . « ¡Ah!, me parece muy bien» , dijo Curval, « pues se trata de un hombre que me gusta mucho. Así es como hay que pensar sobre los placeres, y su filosofía me encanta infinitamente. Es increíble hasta qué punto el hombre, y a limitado en todas sus diversiones, en todas sus facultades, intenta restringir aún más los límites de su existencia con sus indignos prejuicios. No nos imaginamos, por ejemplo, cómo ha limitado todas sus delicias el que ha legislado el asesinato como un crimen; se ha privado de cien placeres, a cual más delicioso, atreviéndose a adoptar la odiosa quimera de ese prejuicio. ¿Y qué diablos puede importar a la naturaleza uno, diez, veinte, quinientos hombres de más o de menos en el mundo? Los conquistadores, los héroes, los tiranos, ¿se imponen a sí mismos esta absurda ley de no atreverse a hacer a los demás lo que no queremos que se nos haga a nosotros? A decir verdad, amigos míos, no quiero ocultaros que me estremezco cuando oigo a algún idiota atreverse a decirme que así es la ley de la naturaleza, etcétera. ¡Justo cielo!, ávida de asesinatos y de crímenes, es en hacerlos cometer y en inspirarlos en lo que la naturaleza dicta su ley, y la única que graba en el fondo de nuestros corazones es la de satisfacernos a expensas de quien sea. Pero paciencia, quizá pronto tendré una mejor ocasión de hablaros ampliamente de estas materias; las he estudiado a fondo, y, al comunicároslas, confío convenceros como y o lo estoy de que la única manera de servir a la naturaleza es seguir ciegamente sus deseos, sean cuales fueren, porque, siéndole tan necesario para el mantenimiento de sus ley es el vicio como la virtud, sabe aconsejarnos sucesivamente lo que en cada instante conviene a sus intenciones. Sí, amigos míos, otro día os hablaré de todo esto, pero, por el momento, es preciso que pierda leche, pues ese diablo de hombre de las ejecuciones de la Grève me ha hinchado por completo los cojones» . Y pasando al saloncito del fondo con Desgranges, Fanchon, sus dos buenas amigas, porque eran tan malvadas como él, se hicieron seguir los tres de Aline, Sophie, Hébé, Antinoüs y de Zéphire. No sé muy bien lo que el libertino imaginó en medio de aquellas siete personas, pero fue largo; se le oy ó gritar mucho: « ¡Vamos, giraos!, que no es esto lo que os pido» , y otras frases malhumoradas, mezcladas con blasfemias a las que se le sabía muy propenso en sus escenas de libertinaje; y las mujeres reaparecieron finalmente, muy coloradas, muy despeinadas, y con aspecto de haber sido furiosamente magreadas en todos los sentidos. Durante ese tiempo, el duque y sus dos amigos no habían perdido el tiempo, pero el obispo era el único que se había corrido, y de una manera tan extraordinaria que todavía no nos está permitido contarla. Fueron a sentarse a la mesa, y Curval siguió filosofando un poco, pues en él las pasiones no influían en nada sobre los sistemas; firme en sus principios, era tan impío, tan ateo, tan criminal después de perder su leche como en pleno fuego del temperamento, y así es como todos los sabios deberían ser. Jamás la leche debe dictar ni dirigir los principios; deben ser los principios los que dicten la manera de perderla. Y, se empalme o no, la filosofía, independiente de las pasiones, debe ser siempre la misma. La diversión de las orgías consistió en una comprobación en la que todavía no se habían fijado, y que, sin embargo, era interesante: quisieron determinar qué muchacha y qué muchacho tenían el culo más hermoso. En consecuencia, hicieron colocar primero a los ocho muchachos en una hilera, de pie, pero un poco echados hacia delante: es la verdadera manera de examinar bien un culo y de juzgarlo. El examen fue muy largo y muy severo; debatieron las opiniones, las modificaron, las verificaron 15 veces consecutivas, y la manzana fue concedida de manera unánime a Zéphire: todos convinieron en que era físicamente imposible encontrar nada más perfecto y mejor moldeado. Pasaron a las muchachas; adoptaron las mismas posturas; la decisión fue en un principio muy prolongada: era casi imposible decidir entre Augustine, Zelmire y Sophie. Augustine, may or, mejor hecha que las otras dos, quizás hubiera triunfado incontestablemente entre los pintores; pero los libertinos prefieren la gracia a la exactitud, la rotundidad a la regularidad. Tuvo en su contra un pequeño exceso de delgadez y de delicadeza; las otras dos ofrecían una carne tan fresca, tan rolliza, unas nalgas tan blancas y tan redondas, una curva del lomo tan voluptuosamente moldeada que triunfaron sobre Augustine. Pero ¿cómo decidir entre las dos restantes? Diez veces las opiniones empataron. Por fin venció Zelmire; reunieron a las dos encantadoras criaturas, las besaron, las sobaron, las masturbaron toda la velada, ordenaron a Zelmire que masturbara a Zéphire, el cual, corriéndose a las mil maravillas, dio el may or placer que puede observarse en el placer; masturbó a su vez a la joven, que se extasió en sus brazos; y todas estas escenas de una lubricidad inefable hicieron perder la leche al duque y a su hermano, pero solo conmovieron débilmente a Curval y a Durcet, que convinieron en que necesitaban unas escenas menos color de rosa para conmover su vieja alma deteriorada, y que todas aquellas bromas solo eran buenas para los jóvenes. Al fin se acostaron, y Curval, metido en unas nuevas infamias, se desquitó de las tiernas pastorelas de que acababa de ser testigo. Vigesimoctava jornada ra un día de boda, y el turno de Cupidon y de Rosette para ser unidos por los E lazos del himeneo, y, por una singularidad de nuevo fatal, ambos se hallaban en el caso de tener que ser castigados aquella noche. Como no encontraron a nadie en falta por la mañana, utilizaron toda esta parte del día en la ceremonia de la boda, y tan pronto como fue realizada, los reunieron en el salón para ver lo que hacían juntos. Como los misterios de Venus se celebraban con tanta frecuencia ante las miradas de aquellas criaturas, aunque ninguno los hubiera todavía practicado, poseían una teoría suficiente para hacerles ejecutar sobre esos temas más o menos lo que tenían que hacer. Así pues, Cupidon, a quien se le ponía muy tiesa, colocó su pequeña pilila entre los muslos de Rosette, que se dejaba hacer con todo el candor de la inocencia más absoluta; el muchacho se arreglaba tan bien que muy probablemente iba a triunfar, cuando el obispo, cogiéndole en sus brazos, se hizo meter a sí mismo lo que la criatura habría preferido, según creo, meter a su mujercita. Mientras perforaba el ancho culo del obispo, la contemplaba con unos ojos que demostraban su pesar, pero ella no tardó en estar ocupada, y el duque la folló entre los muslos. Curval se acercó para manosear lúbricamente el culo del pequeño follador del obispo, y como aquel bonito culito se hallaba, obedeciendo la orden, en el estado deseado, lo lamió y empalmó. Durcet, por su parte, hacía otro tanto a la chiquilla que el duque trabajaba por delante. Sin embargo, nadie se corrió, y se sentaron a la mesa; los dos jóvenes esposos, que habían sido admitidos a ella, sirvieron el café junto con Augustine y Zélamir. Y la voluptuosa Augustine, extremadamente confusa por no haber ganado la víspera el premio de la belleza, como enfurruñada, había dejado reinar en su peinado un desorden que la hacía mil veces más interesante. Curval se emocionó, y, examinándole las nalgas, dijo: « No concibo cómo esta bribonzuela no ganó la palma ay er, ¡pues que el diablo se me lleve si existe en el mundo un culo más hermoso que este!» . Al mismo tiempo, lo entreabrió, y preguntó a Augustine si estaba dispuesta a satisfacerlo. « ¡Oh!, sí» , dijo ella, « y del todo, porque y a no puedo aguantar más» . Curval la acuesta en un sofá, y, arrodillándose ante el hermoso trasero, en un instante le ha devorado la cagada. « ¡Me cago en Dios!» , dijo volviéndose hacia sus amigos y mostrándoles la polla pegada al vientre, « me hallo en un estado en el que haría cosas terribles» . « ¿Cuáles?» , le dijo el duque, a quien le gustaba hacerle decir horrores cuando se encontraba en aquel estado. « ¿Cuáles?» , contestó Curval: « cualquier infamia que quieran proponerme, aunque tuviera que descuartizar la naturaleza y dislocar el universo» . « Ven, ven» , dijo Durcet que lo veía lanzar unas miradas furibundas sobre Augustine, « ven, vamos a escuchar a Duclos, y a es hora; pues estoy convencido de que si ahora te soltaran las riendas del cuello, hay una pobre pollita que pasaría un mal cuarto de hora» . « ¡Oh!, sí» , dijo Curval, encendido, malísimo: « es algo que puedo afirmar con toda certeza» . « Curval» , dijo el duque, que empalmaba no menos furiosamente después de haber hecho cagar a Rosette, « que se nos deje ahora el serrallo, y dentro de dos horas habremos dado buena cuenta de él» . El obispo y Durcet, más tranquilos por el momento, los cogieron a cada uno por el brazo, y fue en aquel estado, es decir, los calzones bajados y la polla al aire, como estos libertinos se presentaron ante la asamblea y a reunida en el salón de historias, y dispuesta a escuchar los nuevos relatos de Duclos que, habiendo previsto, por el estado de aquellos dos señores, que no tardaría en ser interrumpida, comenzó sin embargo en estos términos: « Un señor de la corte, hombre de unos treinta y cinco años, acababa de hacerme pedir» , dijo Duclos, « una de las muchachas más bonitas que había encontrado en mi vida. No me había advertido en absoluto de su manía, y, para satisfacerle, le entregué una joven modistilla que jamás había celebrado sesiones, y que era sin lugar a dudas una de las criaturas más bellas que él jamás había visto. Los reúno, y, con curiosidad por observar lo que va a ocurrir, corro a instalarme en mi agujero. “¿Dónde diablos ha ido Madame Duclos”, comenzó por decir, “a buscar una mala puta como tú? ¡Al fango sin duda!… Estabas intentando atrapar a unos soldados de la guardia cuando han ido a buscarte”. Y la joven, avergonzada, y que no estaba al corriente de nada, no sabía qué actitud adoptar. “¡Vamos!, desnúdate…”, prosiguió el cortesano. “¡Qué torpe eres!… En toda mi vida he visto una puta más fea y más estúpida… ¡Bueno! ¿Qué, acabaremos hoy ?… ¡Ah!, ¿así que esto es el cuerpo que tanto me alabaron? Vay a tetas… ¡Parecen las ubres de una vaca vieja!” Y las manoseaba brutalmente. “¡Y este vientre!, ¡qué arrugado está!… ¿Has tenido y a veinte niños?” “Ni uno, señor, se lo aseguro”. “Claro, ni uno: es lo que dicen todas las zorras; si uno se las cree, siguen siendo vírgenes… ¡Vamos, date la vuelta! Qué culo tan infame…, con esas nalgas fofas y repugnantes… ¡Seguro que te han dejado el trasero así a fuerza de puntapiés en el culo!” Y, por favor, tened en cuenta, señores, que se trataba del trasero más hermoso que y o había visto jamás. Mientras tanto, la joven empezaba a inquietarse; y o casi percibía las palpitaciones de su corazoncito, y veía cómo sus bellos ojos se cubrían con una nube. Y cuanto más parecía turbarse, más la mortificaba el maldito bribón. Me resultaría imposible repetiros todas las impertinencias que le dirigió; nadie se atrevería a decírselas tan escocedoras a la más vil y la más infame de las criaturas. Al fin el corazón saltó y salieron las lágrimas: era para aquel instante para el que el libertino, que se masturbaba con todas sus fuerzas, había reservado el ramillete de sus letanías. Es imposible contaros todos los horrores que le dirigió sobre su piel, su cintura, sus facciones, sobre el infecto hedor que según él desprendía, sobre su comportamiento, sobre su inteligencia: en una palabra, lo buscó todo, lo inventó todo para desesperar su orgullo, y se le corrió encima, vomitando unas atrocidades que un gañán no se atrevería a pronunciar. Esta escena provocó algo muy gracioso; le sirvió de sermón a la joven; juró que en toda su vida volvería a exponerse a una aventura semejante, y, ocho días después, supe que estaba en un convento para el resto de sus días. Se lo conté al joven, a quien le divirtió sobremanera, y me preguntó después si podía hacer alguna nueva conversión. » Había otro» , prosiguió Duclos, « que me ordenaba que le buscara unas muchachas extremadamente sensibles, y que estuvieran a la espera de una noticia cuy o mal sesgo pudiera ocasionarles una enorme pena y conmoción. Siempre me costaba mucho encontrarlas, porque era difícil convencerlo. Nuestro hombre era un especialista, con el tiempo que llevaba practicando el mismo juego, y le bastaba una mirada para ver si el golpe que asestaba daba en el blanco. Así que y o no le engañaba, y le proporcionaba siempre unas muchachas en el estado de ánimo justo que él deseaba. Un día, le enseñé una que esperaba de Dijon las noticias de un joven al que idolatraba y que se llamaba Valcourt. Los reúno. “¿De dónde es usted, señorita?”, le pregunta amablemente nuestro libertino. “De Dijon, señor”. “¿De Dijon? ¡Ah!, pardiez, acabo de recibir de allí una carta en la que me cuentan una noticia que me entristece mucho”. “¿Y de qué se trata?”, pregunta con interés la joven; “como conozco a toda la ciudad, es posible que esta noticia pueda interesarme”. “¡Oh!, no”, prosigue nuestro hombre, “solo me interesa a mí; es la noticia de la muerte de un joven por el que estaba muy interesado. Acababa de casarse con una muchacha que mi hermano, que es de Dijon, le había buscado, una muchacha de la que estaba muy enamorado, y al día siguiente de la boda murió de repente”. “¿Su nombre, señor, por favor?” “Se llamaba Valcourt; era de París, de la calle tal, casa tal… ¡Oh!, seguro que usted no lo conoce”. Y en ese preciso instante la joven cae de espaldas y se desmay a. “¡Ah!, joder”, dice entonces extasiado nuestro libertino, desabrochándose los calzones y masturbándose encima de ella, “¡ah, me cago en Dios!, ¡así la quería! ¡Vamos, las nalgas, las nalgas!, solo necesito las nalgas para correrme”. Y, dándole la vuelta y arremangándola, pese a lo inmóvil que está, le suelta siete u ocho chorros de leche en el trasero, y se va, sin preocuparse de las consecuencias de lo que ha hecho, ni de lo que será de la desdichada» . « ¿Y murió ella?» , preguntó Curval, al que estaban follando. « No» , dijo Duclos, « pero atrapó una enfermedad que le duró más de seis semanas» . « ¡Oh!, no está mal» , dijo el duque. « Pero a mí me habría gustado» , prosiguió el malvado, « que vuestro hombre hubiera elegido la época de la menstruación para contarle eso» . « Sí» , dijo Curval; « decid la verdad, señor duque: estáis empalmando, lo veo desde aquí, y lo que os gustaría de veras es que hubiera muerto al acto» . « ¡Pues sí, magnífico!» , dijo el duque. « Ya que así lo queréis, lo acepto; y o no soy muy escrupuloso en cuanto a la muerte de una muchacha» . « Durcet» , dijo el obispo, « si no envías a correrse a estos dos pillos, esta noche tendremos jaleo» . « ¡Ah!, pardiez» , dijo Curval al obispo, « ¡cómo cuidáis a vuestra grey ! ¿Qué importada dos o tres de más o de menos? Vamos, señor duque, vámonos al saloncito, y vay amos juntos, y acompañados, pues y a veo que esos señores no quieren que esta noche se les escandalice» . Dicho y hecho: nuestros dos libertinos se hacen acompañar de Zelmire, Augustine, Sophie, Colombe, Cupidon, Narcisse, Zélamir y Adonis, escoltados por Brise-cul, Bande- au-ciel, Thérèse, Fanchon, Constance y Julie. Al cabo de un instante, se oy eron dos o tres gritos de mujeres, y los aullidos de nuestros dos malvados que se corrían a la vez. Augustine regresó con un pañuelo en la nariz, que le sangraba, y Adélaïde con un pañuelo sobre el pecho. Julie, por su parte, siempre harto libertina y harto astuta para salir del paso sin peligro, se reía como una loca, y decía que sin ella jamás se habrían corrido. Regresó el grupo; Zélamir y Adonis seguían con las nalgas embadurnadas de leche; y habiendo comprobado sus amigos que se habían comportado con toda la decencia y el pudor posibles, a fin de que no se les pudiera hacer ningún reproche, y ahora que, perfectamente tranquilos, y a estaban en disposición de escuchar, ordenaron a Duclos que continuara y ella lo hizo en estos términos: « Lamento» , dijo la bella mujer, « que Monsieur de Curval se hay a apresurado tanto en satisfacer sus necesidades, pues tenía para contarle dos historias de mujeres embarazadas que tal vez le hubieran producido algún placer. Conozco su predilección por este tipo de mujeres, y estoy segura de que si siguiera teniendo alguna veleidad, los dos cuentos le divertirían» . « Cuenta, sigue contando» , dijo Curval; « ¿acaso no sabes que la leche jamás ha influido sobre mis sentimientos, y que el instante en que estoy más enamorado del mal es siempre aquel en que acabo de cometerlo?» « Pues bien» , dijo Duclos, « conocí a un hombre cuy a manía consistía en ver parir a una mujer. Se masturbaba viéndola en sus dolores, y se corría sobre la cabeza de la criatura en cuanto asomaba. » Otro colocaba a una mujer preñada de siete meses sobre un pedestal aislado, a más de quince pies de altura. Se la obligaba a mantenerse de pie y sin perder la cabeza, pues si desgraciadamente hubiera sentido vértigos, ella y su fruto se habrían aplastado para siempre. El libertino del que os hablo, muy poco conmovido por la situación de aquella infeliz, a la que pagaba para esto, la retenía allí hasta que se había corrido, y se masturbaba delante de ella gritando: “¡Ah, qué hermosa estatua, qué bello adorno, la hermosa emperatriz!”» . « Tú habrías sacudido la columna, ¿no es cierto, Curval?» , dijo el duque. « ¡Oh!, en absoluto, os equivocáis; demasiado sé el respeto que se debe a la naturaleza y a sus obras. ¿Acaso la más interesante de todas no es la propagación de nuestra especie? ¿No es una especie de milagro que debemos adorar incesantemente, y que debe provocarnos hacia aquellas que lo realizan el más tierno interés? Por lo que a mí respecta, jamás veo una mujer preñada sin sentirme enternecido: ¡imaginaros lo que es una mujer que, como un horno, hace germinar un poco de moco en el fondo de su vagina! ¿Existe algo tan hermoso, tan tierno como eso? Constance, ven aquí, por favor, ven para que bese en ti el altar donde se opera ahora un misterio tan profundo» . Y como ella estaba justamente en su camarín, no tuvo él necesidad de ir a buscar muy lejos el templo que quería dañar. Pero hay motivos para creer que no fue en absoluto como entendía Constance, que sin embargo solo se fiaba a medias, pues se le oy ó lanzar inmediatamente un grito que no parecía en nada consecuencia de un culto o de un homenaje. Y Duclos, viendo que el silencio se había instaurado, terminó sus relatos con el cuento siguiente: « Conocí a un hombre» , dijo la hermosa mujer, « cuy a pasión consistía en oír los gritos de las criaturas. Necesitaba una madre que tuviera una criatura de un máximo de tres o cuatro años; exigía que esta madre golpeara rudamente a la criatura delante de él, y cuando la criaturita, irritada por aquel trato, comenzaba a lanzar grandes gritos, la madre tenía que agarrar la polla del viejo verde y masturbarla fuertemente frente a la criatura, en cuy as narices se corría, tan pronto como la veía hecha un mar de lágrimas» . « Apuesto» , dijo el obispo a Curval, « a que a ese hombre le gustaba la procreación tanto como a ti» . « Eso me parece» , dijo Curval. « Debía de ser además, de acuerdo con el principio de una dama de la que se dice que era muy inteligente, debía de ser, digo, un gran malvado; pues cualquier hombre, en su opinión, que no ame los animales, ni a las criaturas, ni a las mujeres preñadas, es un monstruo digno del patíbulo» . « Pues y o entablo un proceso al tribunal de esta vieja comadre» , dijo Curval, « y a que está claro que no me gustan ninguna de las tres cosas» . Y, como era tarde y la interrupción había ocupado una gran parte de la velada, se sentaron a la mesa. En la cena se debatieron los temas siguientes, a saber: de qué le servía la sensibilidad al hombre, y si era útil o no su felicidad. Curval demostró que solo era peligrosa, y que era el primer sentimiento que había que limar en las criaturas, habituándolas desde el principio a los espectáculos más feroces. Y como cada cual había tratado de manera diferente el tema, se quedaron con la opinión de Curval. Después de la cena, el duque y él dijeron que había que mandar a la cama a las mujeres y a los muchachitos y celebrar las orgías solo entre hombres. Todo el mundo accedió a este proy ecto, se encerraron con los cuatro folladores, y pasaron casi toda la noche haciéndose follar y bebiendo licores. Se acostaron a las dos, al despuntar el día, y la mañana siguiente trajo los acontecimientos y los relatos que el lector encontrará, si se toma la molestia de leer lo que sigue. Vigesimonovena jornada ay un proverbio (y los proverbios son algo muy bueno), hay uno, digo, que H pretende que el apetito viene comiendo. Este proverbio, por grosero que sea, tiene sin embargo un sentido muy amplio: quiere decir que, a fuerza de cometer horrores, se desean otros nuevos, y que cuantos más se cometen más se desean. Esta era la historia de nuestros insaciables libertinos. Con una dureza imperdonable, con un detestable refinamiento orgiástico, habían condenado, como se ha dicho, a sus desdichadas esposas a prestarles, al salir del retrete, las atenciones más viles y más sucias; no se limitaron a eso, y aquel mismo día se proclamó una nueva ley que pareció ser la obra del libertinaje sodomita de la víspera, una nueva ley, digo, que establecía que servirían, a partir del 1 de diciembre, de orinal para sus necesidades, y que estas necesidades, en una palabra, may ores y menores, no se harían nunca sino en su boca; que cada vez que los señores quisieran satisfacer sus necesidades, irían seguidos de cuatro sultanas para prestarles, satisfecha la necesidad, el servicio que les prestaban antes las esposas, y que ahora y a no podían prestarlo, y a que iban a servir para algo más grave; que las cuatro sultanas oficiantes serían Colombe para Curval, Hébé para el duque, Rosette para el obispo y Michette para Durcet; y que la menor falta en cualquiera de aquellas operaciones, tanto la que correspondería a las esposas, o la que correspondería a las cuatro muchachas, sería castigada con un rigor extremo. Tan pronto como las pobres mujeres se hubieron enterado de la nueva orden, lloraron y se desolaron, y desgraciadamente sin enternecer a nadie. Se prescribió solamente que cada mujer serviría a su marido, y Aline al obispo, y que, exclusivamente para esta operación, no estaría permitido cambiarlas. Dos viejas, por turno, fueron encargadas de encontrarse allí, para el mismo servicio, y en cuanto a la hora se fijó invariablemente la noche, al final de las orgías. Se decidió que siempre actuarían en común; que, mientras se operara, las cuatro sultanas, en espera del servicio que debían prestar, presentarían sus nalgas, y que las viejas irían de un ano al otro para apretarlo, abrirlo y excitarlo a concluir la operación. Una vez promulgado este reglamento, se procedió, aquella mañana, a los castigos que no se habían cumplido la víspera, debido al deseo que les había entrado de hacer las orgías de hombres. La operación se realizó en el apartamento de las sultanas; las ocho fueron despachadas, y después de ellas, Adélaïde, Aline y Cupidon, que también se encontraban las tres en la lista fatal. La ceremonia, con todos los detalles y todo el protocolo habitual en semejantes ocasiones, duró cerca de cuatro horas, al cabo de las cuales bajaron a cenar, con la cabeza muy inflamada, y sobre todo la de Curval que, tremendamente aficionado a tales operaciones, jamás las realizaba sin la más clara erección. El duque, por su parte, se había corrido, al igual que Durcet. Este último, que comenzaba a sentir en el libertinaje un humor muy agresivo contra su querida esposa Adélaïde, la castigó con violentas sacudidas de placer que le hicieron derramar leche. Después de la comida, pasaron al café; allí les habría gustado regalarse con unos culos nuevos, presentando como hombres a Zéphire y Giton y a muchos más, si se hubiera querido: podía ser, pero en materia de sultanas era imposible. Así que fueron simplemente, siguiendo el orden del cuadro, Colombe y Michette las que lo sirvieron. Curval, al examinar el culo de Colombe, cuy o colorido, en parte obra suy a, le hacía nacer unos especialísimos deseos, le metió la polla entre los muslos por detrás, sobando mucho las nalgas; a veces, su instrumento, al retroceder, chocaba como sin quererlo con el bonito agujero que tanto le habría gustado perforar. Lo miraba, lo contemplaba. « ¡Me cago en Dios!» , dijo a sus amigos, « entrego inmediatamente doscientos luises a la sociedad si se me deja follar este culo» . Sin embargo, se contuvo, y ni siquiera se corrió. El obispo hizo correrse a Zéphire en su boca, y perdió su leche tragando la de la deliciosa criatura; Durcet, por su parte, se hizo dar puntapiés en el culo por Giton, lo hizo cagar, y siguió virgen. Pasaron al salón de historias, donde cada padre, por un acuerdo que se repetía con bastante frecuencia, tenía aquella noche a su hija en el canapé, y escucharon, con los calzones en las canillas, los cinco relatos de nuestra querida historiadora. « Parecía que, debido a la manera exacta con que y o había cumplido los piadosos legados de la Fournier, la dicha afluía a mi casa» , dijo la hermosa mujer: « jamás había tenido relaciones tan adineradas. El prior de los benedictinos, uno de mis mejores parroquianos, vino a decirme un día que habiendo oído hablar de una fantasía bastante singular, y habiéndola visto incluso ejecutar a un amigo suy o que era aficionado a ella, quería probarla a su vez, y me pidió por consiguiente una muchacha que fuera muy peluda. Le ofrecí una corpulenta criatura de veintiocho años que tenía mechones de una vara de largo tanto bajo los sobacos como encima del pubis. “Es lo que necesito”, me dijo. Y como tenía una excelente relación conmigo y nos habíamos divertido juntos muchas veces, no se ocultó a mis miradas. Hizo colocar a la muchacha desnuda semiacostada en un sofá, con los dos brazos levantados; y él, armado con unas tijeras muy afiladas, comenzó a rapar hasta la piel los dos sobacos de la criatura. De los sobacos, pasó al pubis; lo rapó de igual manera, pero con una precisión tan grande, que en ninguno de los dos lugares donde había operado parecía que hubiera habido jamás el más ligero vestigio de pelo. Terminada la historia, besó las partes que acababa de rapar, y derramó su leche sobre el pubis pelado extasiándose ante su obra. » Otro exigía una ceremonia sin duda mucho más extravagante: era el duque de Florville. Recibí la orden de conducir a su casa a una de las más bellas mujeres que pudiera encontrarse. Nos recibió un lacay o, y entramos en la mansión por una puerta oculta. “Pongamos a esta bella criatura”, me dijo el lacay o, “tal como debe estar para que el señor duque pueda divertirse con ella… Seguidme”. A través de recodos y pasillos tan sombríos como inmensos, llegamos finalmente a un lúgubre salón, iluminado solamente por seis hachones, puestos en el suelo alrededor de un colchón de satén negro; toda la habitación estaba tapizada de luto y al entrar nos asustamos. “Tranquilizaos”, nos dijo nuestro guía, “no os ocurrirá nada malo; pero prestaos a todo”, le dijo a la joven, “y sobre todo cumplid a la perfección lo que voy a ordenaros”. Hizo desnudar por completo a la muchacha, soltó su peinado, y dejó colgar sus cabellos, que eran soberbios. Después, la tendió sobre el colchón, en medio de los hachones, le ordenó que se fingiera muerta, y sobre todo que procurara, durante toda la escena, moverse y respirar lo menos posible. “Pues si, desgraciadamente, mi amo, que debe creer que estáis realmente muerta, descubre la simulación, se irá furioso, y seguramente no cobraréis”. Tan pronto como hubo colocado a la señorita en el colchón, en la actitud de un cadáver, hizo adoptar a su boca y a sus ojos las impresiones del dolor, dejó flotar la cabellera sobre el seno desnudo, puso cerca de ella un puñal, y le pintó con sangre de pollo, al lado del corazón, una herida ancha como la mano. “Sobre todo no sintáis ningún temor”, repitió a la joven, “no tenéis que decir ni hacer nada: solo se trata de permanecer inmóvil y de limitaros a respirar en los momentos en que le veáis más alejado de vos. Ahora retirémonos”, me dijo el lacay o. “Venga, señora; para que no esté preocupada por su pupila, voy a instalarla en un lugar desde el cual podrá escuchar y presenciar toda la escena”. Salimos, dejando a la muchacha muy nerviosa, pero de todos modos algo más tranquilizada por las frases del lacay o. Me lleva a un gabinete contiguo al apartamento donde iba a celebrarse el misterio, y, a través de una mampara mal cerrada, en la que habían aplicado un paño negro, pude oírlo todo. Verlo todavía era más fácil, y a que el paño era de gasa: a través de él distinguía todos los objetos como si estuviera realmente en el interior de la habitación. El lacay o tiró del cordón de una campana; era la señal, y, unos minutos después, vimos entrar a un hombre alto, seco y flaco, de unos sesenta años. Iba totalmente desnudo debajo de un flotante batín de tafetán de la India. Se detuvo nada más entrar: es oportuno que os diga que nuestras observaciones eran un secreto para él, pues el duque, que se creía absolutamente a solas, estaba muy lejos de creer que lo estaban contemplando. “¡Ah!, ¡qué hermoso cadáver!…”, exclamó inmediatamente, “¡qué muerta tan bella!… ¡Oh! ¡Dios mío!”, dijo viendo la sangre y el puñal, “acaban de asesinarla hace un instante… ¡Ah!, ¡me cago en Dios, cómo debe de empalmar el que la ha matado!” Y masturbándose: “¡Cuánto me habría gustado ver como la apuñalaban!”. Y manoseándole el vientre: “¿Estaba preñada?… No, desgraciadamente”. Y sin dejar de manosearla: “¡Qué hermosas carnes!, todavía están calientes… ¡qué hermoso pecho!”. Y entonces se inclinó sobre ella, y le besó la boca con un furor increíble: “Todavía babea…”, dijo. “¡Cuánto me gusta esta saliva!” Y, por segunda vez, le hundió la lengua hasta el gaznate. Era imposible interpretar el papel mejor de como lo hacía aquella muchacha; inmóvil como un tronco, y mientras el duque estuvo cerca de ella, no respiró ni una sola vez. Al fin la cogió, y colocándola boca abajo, dijo: “Tengo que contemplar este hermoso culo”. Y tan pronto como lo hubo examinado: “¡Ah, me cago en Dios!, ¡qué nalgas tan hermosas!”. Y entonces las besó, las entreabrió, y le vimos claramente colocar su lengua en el lindo agujero. “¡Vay a!”, exclamó absolutamente entusiasmado, “¡palabra que es uno de los cadáveres más soberbios que he visto en mi vida! ¡Ah, qué dichoso debe de ser el que ha quitado la vida a esta hermosa muchacha, y qué placer ha debido de sentir!” Esta idea lo hizo correrse; estaba acostado a su lado, la abrazaba, sus muslos pegados a sus nalgas, y se le corrió en el agujero del culo con unas muestras increíbles de placer, y gritando como un diablo al perder su esperma: “¡Ah!, ¡joder, joder!, ¡cómo me gustaría haberla matado!”. Así terminó la operación. El libertino se levantó y desapareció. Ya era hora de que fuéramos a incorporar a nuestra moribunda: y a no podía más; la contención, el miedo, todo había absorbido sus sentidos, y estaba a punto de representar de veras el personaje que acababa de imitar con tanta exactitud. Nos marchamos con los cuatro luises que nos entregó el lacay o, quien, como podéis imaginar, nos robaba por lo menos la mitad» . « ¡Vive Dios!» , exclamó Curval, « ¡vay a pasión! Ahí por lo menos hay sal, hay picante» . « La tengo más tiesa que un asno» , dijo el duque; « apuesto a que ese personaje no se contentó con esto» . « Podéis estar seguro, señor duque» , dijo Martaine, « a veces exigió algo más de realismo. Es de lo que Madame Desgranges y y o tendremos ocasión de convenceros» . « ¿Y qué diablos haces tú mientras tanto?» , dijo Curval al duque. « ¡Déjame, déjame!» , dijo el duque, « me folio a mi hija, y la creo muerta» . « ¡Ah!, malvado» , dijo Curval, « así que cargas con dos crímenes en tu cabeza» . « ¡Ah!, ¡joder!» , dijo el duque, « ¡me gustaría que fueran más reales!» Y su impura esperma se escapó en la vagina de Julie. « Vamos, sigue, Duclos» , dijo, tan pronto como hubo terminado, « sigue, mi querida amiga, y no dejes que el presidente se corra, pues creo que pretende cometer incesto con su hija: el pillín se mete malas ideas en la cabeza; sus padres me lo confiaron, tengo que vigilar su conducta, y no quiero que se pervierta» . « ¡Ah!, demasiado tarde» , dijo Curval, « demasiado tarde, ¡me corro! ¡Ah!, ¡rediós, la hermosa muerta!» Y el malvado, al penetrar por delante a Adélaïde, se imaginaba, al igual que el duque, que se follaba a su hija asesinada: ¡increíble extravío de la mente de un libertino, que no puede oír nada, ver nada, sin querer imitarlo al instante! « Sigue, Duclos» , dijo el obispo, « pues el ejemplo de estos bribones es seductor, y en el estado en que me hallo quizás haría cosas peores que ellos» . « Algún tiempo después de esta aventura, fui sola a casa de otro libertino» , dijo Duclos, « cuy a manía, tal vez más humillante, no era sin embargo tan sombría. Me recibió en un salón cuy o suelo estaba cubierto con una alfombra muy hermosa, me hace desnudarme, después me ordena que me ponga a cuatro patas, y, refiriéndose a los dos grandes daneses que tenía a su lado, dijo: “Veamos, veamos quién, si mis perros o tú, será el más rápido: ¡busca!”. Y, al mismo tiempo, arroja al suelo unas grandes castañas asadas, y, hablándome como si fuera un animal, me dice: “¡Trae, trae!”. Corro a cuatro patas tras la castaña, con la intención de asumir su fantasía y devolvérsela, pero los dos perros, lanzándose tras de mí, no tardan en adelantarme; se apoderan de la castaña y se la entregan a su amo. “Eres francamente torpe”, me dijo entonces el amo, “¿tienes miedo de que mis perros te coman? No te asustes, no te harán nada, pero, para sus adentros, se reirán de ti si te ven menos hábil que ellos. Vamos, tómate el desquite… ¡trae!” Nueva castaña al suelo, y nueva victoria lograda por los perros sobre mí. En fin, el juego duró dos horas, durante las cuales solo una vez fui lo bastante diestra para atrapar la castaña, y llevarla en la boca al que la había arrojado. Pero triunfara o no, jamás aquellos animales, adiestrados en el juego, me hacían el menor daño; al contrario, parecían jugar y divertirse conmigo como si y o fuera de su especie. “Vamos”, dijo el patrón, “basta de trabajar; hay que comer”. Llamó y entró un criado de confianza. “Da de comer a mis animales”, dijo. Y al mismo tiempo, el criado trajo una artesa de madera de ébano, que dejó en el suelo, y que contenía una especie de picadillo de carne muy delicado. “Vamos”, me dijo, “come con mis perros, y procura que no sean tan ágiles en la comida como lo han sido en la carrera”. No pude decir ni una palabra, había que obedecer, y, siempre a cuatro patas, metí mi cabeza en la artesa, y como todo estaba muy limpio y muy bueno, comencé a comer con los perros, que, muy cortésmente, me dejaron mi parte, sin buscarme la menor bulla. Aquel era el instante de la crisis de nuestro libertino: la humillación, el rebajamiento a que sometía a una mujer, inflamaba increíblemente sus sentidos. “¡La muy puta!”, dijo entonces, masturbándose, “¡la zorra!, ¡cómo come con mis perros! Así habría que tratar a todas las mujeres, y si lo hiciéramos no serían tan impertinentes; siendo animales domésticos como estos perros, ¿qué razón tenemos para tratarlas de otra manera? ¡Ah, zorra!, ¡ah, puta!”, exclamó entonces adelantándose y soltándome su leche en el trasero; “¡ah, ramera, te he hecho comer con mis perros!” Eso fue todo; nuestro hombre desapareció, y o me vestí rápidamente, y encontré dos luises en mi mantilla, cantidad habitual con la que, sin duda, el viejo verde solía pagar sus placeres. » Aquí, señores» , continuó Duclos, « me veo obligada a retroceder, y a contaros, para cerrar la velada, dos aventuras que me ocurrieron en mi juventud. Como son un poco fuertes, se habrían visto desplazadas en el curso de los livianos acontecimientos con los que me ordenasteis comenzar; así que me he visto obligada a cambiarlas de lugar y a guardarlas para el desenlace. Yo solo tenía entonces dieciséis años, y todavía estaba en casa de la Guérin; me habían metido en el gabinete inferior del apartamento de un hombre muy distinguido, diciéndome simplemente que aguardara, que estuviera tranquila, y que obedeciera en todo al caballero que vendría a divertirse conmigo. Pero se guardaron muy bien de decirme más; y o no habría pasado tanto miedo si me hubieran prevenido, y nuestro libertino no habría sentido sin duda tanto placer. Ya llevaba alrededor de una hora en el gabinete, cuando al fin se abre. Era el propio dueño. “¿Qué haces aquí, bribona”, me dijo con aire de sorpresa, “a estas horas, en mi apartamento? ¡Ah, puta!”, exclamó agarrándome por el cuello hasta hacerme perder el aliento, “¡ah, pordiosera!, ¡vienes a robarme!” Inmediatamente llama, y aparece un criado de confianza. “La Fleur”, le dice el amo encolerizado, “ahí tienes una ladrona que he encontrado escondida; desnúdala del todo, y prepárate luego a cumplir la orden que te daré”. La Fleur obedece; en un abrir y cerrar de ojos me ha desnudado, y a medida que me quita las ropas las arroja al exterior. “Vamos”, dice el libertino a su criado, “busca ahora un saco, cose a esta zorra dentro de él, ¡y vete a arrojarlo al río!” El criado sale en busca del saco. Ya podéis imaginaros que aproveché aquel intervalo para arrojarme a los pies del patrón, y suplicarle que me perdonara, asegurándole que era Madame Guérin, su alcahueta habitual, quien me había metido allí, pero que y o no era para nada una ladrona… Pero el viejo verde, sin atenderme lo más mínimo, me agarra las dos nalgas, y, manoseándolas con brutalidad, dice: “¡Ah, joder!, ¡voy a dar este bonito culo de pasto a los peces!”. Fue el único acto de lubricidad que pareció permitirse, y aun así no me mostró nada que pudiera hacerme pensar que el libertinaje tenía algo que ver con la escena. Regresa el criado con un saco; a pesar de mis súplicas, me meten dentro de él, lo cosen, y La Fleur me carga sobre sus hombros. Entonces oí los efectos del trastorno de la crisis en nuestro libertino, y probablemente había comenzado a masturbarse en cuanto me habían metido en el saco. En el mismo momento en que La Fleur cargó conmigo, la leche del malvado salió. “Al río…, al río…, ¿oy es, La Fleur?”, decía tartamudeando de placer; “sí, al río, y átale una piedra al saco para que esta puta se ahogue cuanto antes”. Una vez dicho, salimos, pasamos a una habitación contigua, donde La Fleur, después de descoser el saco, me devolvió mis ropas, me dio dos luises, además de unas cuantas pruebas inequívocas de una manera de comportarse en el placer muy diferente de la de su amo, y volví a casa de la Guérin a la que reproché vivamente que no me hubiera prevenido, y ella, para reconciliarse conmigo, me hizo hacer, dos días después, el servicio siguiente sobre el cual aún me advirtió menos. » Se trataba más o menos, como en la que acabo de contaros, de encontrarse en el gabinete del apartamento de un recaudador de impuestos; pero, esta vez, acompañada del mismo lacay o que había venido a buscarme a casa de la Guérin de parte de su amo. En espera de la llegada de su patrón, el lacay o se entretenía en mostrarme unas cuantas joy as que había en un escritorio de aquel gabinete. “Pardiez”, me dijo el honrado mensajero, “aunque te quedaras con alguna, no pasaría nada grave; el viejo Creso es bastante rico: apuesto a que ni sabe la cantidad ni la clase de alhajas que guarda en este escritorio. Créeme, no te cohíbas, y no temas que sea y o quien te traicione”. ¡Ay !, y o estaba más que dispuesta a seguir su pérfido consejo: y a conocéis, porque os las he comentado, mis inclinaciones. Así que me apoderé, sin hacerme rogar más, de una cajita de oro de siete u ocho luises, sin atreverme a llevarme un objeto más valioso. Era todo lo que deseaba el pillo del lacay o y, para no insistir más sobre el asunto, más tarde supe que, si me hubiera negado a cogerlo, él habría deslizado, sin que y o me hubiera dado cuenta, una de las alhajas en mi bolsillo. Llega el amo, me recibe muy bien, el lacay o se va, y nos quedamos a solas. Este no se comportaba como el otro, se divertía de veras: me besó mucho el trasero, se hizo fustigar, me hizo peerme en su boca, metió su polla en la mía, y se atiborró, en una palabra, de lubricidades de todo tipo y especie, a excepción de la delantera; pero, por mucho que hizo, no se corrió en absoluto. No había llegado el momento, todo lo que acababa de hacer solo eran para él unos prolegómenos; ahora veréis el desenlace. “¡Ah!, pardiez”, me dijo, “olvidaba que un criado espera en la antecámara una joy ita que acabo de prometer enviar al instante a su dueño. Permíteme que cumpla con mi palabra y, tan pronto como hay a terminado, volveremos a lo nuestro”. Culpable del pequeño delito que acababa de cometer instigada por el maldito lacay o, podéis imaginaros cómo me hicieron temblar estas palabras. Por un momento quise retenerlo; después pensé que era mejor disimular y arriesgarme. Abre el escritorio, busca, registra y, al no encontrar lo que necesita, me arroja unas miradas furiosas. “¡Bribona!”, me dice por fin, “solo tú y un criado de toda mi confianza habéis entrado aquí en el último rato; el objeto falta, por lo tanto, solo tú puedes haberlo tomado”. “¡Oh, señor!”, le dije temblando, “tened la seguridad de que y o soy incapaz…” “¡Vamos, me cago en Dios!”, dijo encolerizado (conviene que os diga que sus calzones seguían desabrochados y su polla pegada a su vientre: eso debiera haberme bastado para iluminarme e impedirme tanta inquietud, pero y o no veía ni me daba cuenta de nada), “vamos, golfa, tengo que encontrarlo”. Me ordena que me desnude. Veinte veces me arrojo a sus pies, para rogarle que me evite la humillación de aquel registro: nada lo conmueve, nada lo enternece, me arranca él mismo las ropas con suma ira, y tan pronto como estoy desnuda, registra mis bolsillos, y, como podéis suponer, no tarda en encontrar la caja. “¡Ah!, malvada”, me dice, “llevaba y o razón. ¡Golfa!, vas a las casas para robar”. Y, llamando inmediatamente a su hombre de confianza, le dice, hecho un basilisco: “¡Ve, ve inmediatamente a buscar al comisario!” “¡Oh, señor!”, exclamo, “tened piedad de mi juventud, he sido engañada, no lo he hecho por mi propia voluntad, me han obligado…” “¡Muy bien!”, dice el libertino, “y a contarás todas estas razones a la ley, pero y o quiero ser vengado”. El criado sale; él se deja caer en un sillón, sin dejar de empalmar y siempre con la misma agitación, y propinándome mil insultos. “¡Pordiosera, malvada!”, decía, “y o que quería recompensarla como es debido, ¡venir así a mi casa para robarme!… ¡Ah, pardiez, y a verás!” En este momento llaman a la puerta, y veo entrar a un hombre con toga. “Señor comisario”, dice el patrón, “aquí le entrego a una bribona, y se la entrego desnuda, en el estado en que la hice ponerse para registrarla; aquí tiene a la muchacha a un lado, sus ropas al otro, y, además, el objeto robado; le recomiendo que la haga ahorcar, señor comisario”. Fue entonces cuando se reclinó en su sillón corriéndose. “Sí, haga que la ahorquen, ¡me cago en Dios! ¡Que y o la vea colgar, me cago en Dios, señor comisario!, que y o la vea colgar, es todo lo que le pido”. El supuesto comisario se me lleva con el objeto y mis ropas, me hace pasar a una habitación contigua, se abre la toga, y puedo ver al mismo criado que me había recibido e instigado al robo, a quien la confusión en que me hallaba me había impedido reconocer. “¡Bien!”, me dice, “¿has pasado mucho miedo?” “Ay ”, le contesto, “no puedo más”. “Se terminó”, me dice, “y aquí tienes, para compensarte”. Y, al mismo tiempo, me entrega de parte de su amo el mismo objeto que y o había robado, me devuelve mis ropas, me hace beber una copa de licor, y me lleva a casa de Madame Guérin» . « Esa manía es divertida» , dijo el obispo; « puede ser muy útil para otras cosas, siempre que se utilice menos delicadeza, pues os diré que soy poco partidario de la delicadeza en el libertinaje. Con menos de ella, digo, se puede aprender de esta historia la manera segura de impedir a una puta que se queje, sea cual sea la iniquidad del trato que quieras utilizar con ella. No hay más que tenderle trampas, hacerle caer en ellas y, con que estés seguro de que has conseguido culpabilizarla una sola vez, y a puedes hacer lo que quieras con ella; y a no hay que temer que se atreva a quejarse, tendrá demasiado miedo de ser detenida o acusada» . « Es cierto» , dijo Curval, « que en el lugar del recaudador y o me habría permitido más, y es muy probable, mi encantadora Duclos, que no hubieras salido tan bien parada» . Como las historias habían sido largas, aquella noche la hora de la cena llegó sin que tuvieran tiempo de más liviandades. Así que se sentaron a la mesa, muy decididos a desquitarse después de cenar. Fue entonces cuando, reunidos todos, decidieron comprobar finalmente cuáles de las muchachas y de los muchachos podían ser considerados hombres y mujeres. Para decidir la cuestión, determinaron masturbar a todos aquellos, de uno u otro sexo, sobre los que hubiera alguna duda. En las mujeres, se estaba seguro de Augustine, de Fanny y de Zelmire: las tres encantadoras criaturitas, de catorce y quince años de edad, se corrían todas al más leve manoseo; Hébé y Michette, que solo tenían doce años, ni siquiera estaban en el caso de ser probadas. Por lo tanto, entre las sultanas, solo se trataba de probar a Sophie, Colombe y Rosette, con catorce años la primera y trece las dos restantes. De los muchachos se sabía que Zéphire, Adonis y Céladon soltaban leche como hombres hechos y derechos; Giton y Narcisse eran demasiado jóvenes para ser probados. Así que solo quedaban Zélamir, Cupidon e Hy acinthe. Los amigos formaron un círculo alrededor de un montón de grandes cojines echados en el suelo: Champville y Duclos fueron designadas para las masturbaciones; la primera, en su calidad de tríbada, debía masturbar a las tres jóvenes, y la otra, como experta en el arte de masturbar las pollas, debía hacérselo a los muchachos. Entraron en el círculo formado por los sillones de los amigos, lleno de cojines, y les fueron entregados Sophie, Colombe, Rosette, Zélamir, Cupidon e Hy acinthe, y cada amigo, para excitarse durante el espectáculo, tenía a una criatura entre sus muslos. El duque tomó a Augustine, Curval a Zelmire, Durcet a Zéphire, y el obispo a Adonis. La ceremonia comenzó por los muchachos, y Duclos, con los senos y las nalgas al aire, el brazo desnudo hasta el codo, puso todo su arte en masturbar sucesivamente a cada uno de aquellos deliciosos Ganimedes. Era imposible poner may or voluptuosidad; movía las manos con una ligereza…, sus gestos pasaban de la delicadeza a la violencia…, ofrecía a los jovencitos su boca, su seno o sus nalgas con tanto arte que estaba clarísimo que los que no se corrían era porque todavía no podían. Zélamir y Cupidon empalmaron, pero por mucho que se intentó, no salió nada. En Hy acinthe, la conmoción fue inmediata a la sexta sacudida: la leche saltó sobre su seno, y la criatura se extasió manoseándole el trasero; observación que fue tanto más notable por cuanto, durante toda la operación, no se le había ocurrido tocarle las partes delanteras. Pasaron a las muchachas. Champville, casi desnuda, muy bien peinada y elegantemente arreglada, no parecía de más de treinta años, aunque tuviera cincuenta. La lubricidad de aquella operación de la que, como tríbada consumada, pensaba sacar el may or placer, animaba sus enormes ojos negros que siempre habían sido muy hermosos. Puso por lo menos tanto arte en su papel como Duclos había puesto en el suy o: masturbó a la vez el clítoris, la entrada de la vagina y el agujero del culo; pero la naturaleza no produjo nada en Colombe y Rosette; no hubo ni la más leve apariencia de placer. No ocurrió lo mismo con la bella Sophie: al décimo movimiento de dedos, desfalleció sobre el seno de la Champville; pequeños suspiros entrecortados, sus hermosas mejillas se animaron con el más tierno rosicler, sus labios se entreabrieron y se mojaron, todo mostró el delirio con que acababa de colmarla la naturaleza, y fue declarada mujer. El duque, que empalmaba de manera extraordinaria, ordenó a Champville que la masturbara por segunda vez, y, en el instante de correrse, el malvado corrió a mezclar su leche impura con la de la tierna virgen. En cuanto a Curval, había resuelto su asunto entre los muslos de Zelmire; y los otros dos, con los muchachitos que sostenían entre sus muslos. Fueron a acostarse, y como la mañana siguiente, al igual que la comida y el café, no brindó ningún acontecimiento que pueda merecer un espacio en esta recopilación, pasaron inmediatamente al salón, donde Duclos, magníficamente vestida, apareció sobre su tribuna para terminar, con los cinco relatos siguientes, la serie de las 150 narraciones que le había sido encomendada para los 30 días del mes de noviembre. Trigésima jornada «N o sé, señores» , dijo la hermosa mujer, « si habéis oído hablar de la fantasía, tan singular como peligrosa, del conde de Lernos, pero cierta relación que tuve con él me ofreció la ocasión de conocer a fondo sus maniobras, y habiéndolas encontrado muy extraordinarias, he creído que debían contar entre las voluptuosidades que me habéis ordenado que os detallara. La pasión del conde de Lernos consiste en inclinar al mal al may or número de jóvenes y mujeres casadas posible, e independientemente de los libros que utiliza para seducirlas, no hay tipo de medios que no invente para entregarlas a los hombres; o favorece sus inclinaciones uniéndolas al objeto de sus deseos, o les busca amantes si no los tienen. Tiene una casa a tal propósito, donde se reúnen todas las parejas que arregla; las junta, les asegura la tranquilidad y el reposo, y él se dispone a disfrutar, en un gabinete secreto, del placer de verlas actuar. Pero es increíble hasta qué punto multiplica estos desórdenes, y todo lo que es capaz de hacer para formar estos matrimonios provisionales: tiene acceso a casi todos los conventos de París, a las casas de una gran cantidad de mujeres casadas, y lo hace tan bien que no pasa un día sin que hay a en su casa tres o cuatro citas. Nunca deja él de sorprender las voluptuosidades de estas sin que ellos lo sepan, pero una vez situado en el agujero de su observatorio, como siempre está solo, nadie sabe qué hace para correrse, ni de qué modo se corre: sabemos únicamente el hecho, y basta, y he creído que era digno de seros contado. » Es posible que la fantasía del viejo presidente Desportes os divierta más. Advertida de la etiqueta que se observaba habitualmente en casa de ese libertino, llego hacia las diez de la mañana, y, completamente desnuda, acudo al sillón donde está gravemente sentado, le presento mis nalgas a besar, y de buenas a primeras le suelto un pedo en las narices. Mi presidente, irritado, se levanta, agarra un manojo de vergajos que tenía cerca de él, y echa a correr tras de mí, que no pienso sino en escapar. “¡Impertinente!”, me dice, sin dejar de perseguirme; “¡y a te enseñaré a venir a mi casa a hacer infamias de este tipo!” Él no para de perseguirme, y y o de escapar. Alcanzo finalmente un rincón, me agazapo en él como si fuera un refugio inexpugnable, pero no tarda en atraparme; al verse dueño de mí, las amenazas del presidente aumentan; agita los vergajos, amenaza con golpearme; y o me acurruco, me acuclillo, me hago tan chica como un ratoncillo: este aspecto de terror y de envilecimiento impulsa finalmente su leche, y el viejo verde la arroja sobre mi seno aullando de placer» . « ¡Cómo!, ¿sin darte un solo vergajo?» , dijo el duque. « Sin ni siquiera bajarlos sobre mí» , contestó Duclos. « Se ve que era un hombre muy paciente» , dijo Curval; « amigos míos, estaréis de acuerdo en que nosotros no lo somos tanto cuando tenemos en la mano el instrumento que menciona la Duclos» . « Un poco de paciencia, señores» , dijo Champville, « pronto os mostraré otros del mismo tipo, y que no serán tan pacientes como el presidente de quien nos habla ahora Madame Duclos» . Y esta, viendo que el silencio que se guardaba le permitía reanudar su relato, lo hizo de la siguiente manera: « Poco tiempo después de esa aventura, fui a casa del marqués de Saint- Giraud, cuy a fantasía consistía en colocar a una mujer desnuda en un columpio, y hacerla subir a una gran altura. A cada balanceo, posabas ante sus narices; él te esperaba, y, en ese momento, había que soltarle un pedo, o recibir un manotazo en el culo. Le satisfice lo mejor que pude; recibí unos cuantos manotazos pero le solté muchos pedos. Y el libertino, después de acabar por correrse al cabo de una hora de esta aburrida y fatigosa ceremonia, detuvo el columpio, y me despidió. » Unos tres años después de haberme convertido en dueña de la casa de la Fournier, vino a verme un hombre con una singular proposición: se trataba de encontrar unos libertinos que se divirtieran con su mujer y su hija, con la única condición de ocultarlo en un rincón para ver todo lo que les harían. Él me las entregaría, decía, y no solo el dinero que y o ganara con ellas sería para mí, sino que él añadiría dos luises más por cada sesión que les organizara. Había algo más: solo quería, para su mujer, hombres de un determinado gusto, y para su hija hombres de otro tipo de fantasía: para su mujer, necesitaba hombres que se le cagaran en las tetas, y para su hija, era preciso que, al levantarle las faldas, expusieran claramente su trasero ante el agujero desde el cual lo observaría, a fin de poderlo contemplar a sus anchas, y que después se le corrieran en la boca: para cualquier otra pasión, no entregaba su mercancía. Después de haberle hecho prometer que él respondía de cualquier consecuencia en el caso de que su mujer y su hija acabaran por quejarse de haber venido a mi casa, acepté todo lo que quiso, y le prometí que las personas que me traería serían tratadas tal como él quería. Al día siguiente, me trajo su mercancía: la esposa era una mujer de treinta y seis años, poco agraciada, pero alta y bien hecha, con un notable aspecto de dulzura y de modestia; la señorita tenía quince años, era rubia, un poco gorda, y con la más tierna y más agradable fisonomía del mundo. “A decir verdad, señor”, dijo la esposa, “nos obligáis a hacer unas cosas…” “Lo siento mucho”, dijo el libertino, “pero tiene que ser así; creedme, haced lo que queráis, pero y o no me echaré atrás. Y si os resistís en lo mínimo a las proposiciones y a los actos a los que vais a someteros, os llevo mañana mismo a vos, señora, y a vos, señorita, al fondo de una región de donde no volveréis en toda vuestra vida”. Entonces la esposa derramó unas cuantas lágrimas, y como el hombre al que la destinaba estaba esperando, le rogué que pasara al apartamento que le estaba destinado, mientras su hija permanecería totalmente segura en otra habitación con mis pupilas, hasta que le llegara el turno. En aquel momento cruel, hubo también algunos lloros, y vi claramente que era la primera vez que el brutal marido exigía semejante cosa de su mujer; y, desgraciadamente, el estreno era duro, pues, dejando a un lado el gusto barroco del personaje a quien la entregaba, era este un viejo libertino muy autoritario y muy brusco, y que no la trataría con excesiva corrección. “Vamos, basta de lágrimas”, le dijo el marido al entrar. “Pensad que os estoy observando y, que si no satisfacéis ampliamente al buen hombre a quien os entrego, entraré y o mismo para obligaros a hacerlo”. Ella entra, y el marido y y o pasamos a la habitación desde la cual se podía ver todo. No podéis imaginaros hasta qué punto se excitó la imaginación de aquel viejo malvado al contemplar a su desdichada esposa víctima de la brutalidad de un desconocido. Se deleitaba con cada cosa que se le exigía; la modestia y el candor de la pobre mujer, humillada bajo los atroces tratos del libertino que se divertía con ella, eran para él un delicioso espectáculo. Pero cuando la vio brutalmente arrojada al suelo, y el viejo mamarracho, a quien se la había entregado, cagársele en el pecho, y cuando vio los llantos y las repugnancias de su mujer ante la proposición y la ejecución de esta infamia, y a no se aguantó más, y la mano con que y o le masturbaba quedó inmediatamente cubierta de leche. Al fin, concluy ó esta primera escena y, si bien le había dado placer, no fue nada comparado con lo que disfrutó de la segunda. No había sido sin grandes dificultades, y sobre todo sin grandes amenazas, que habíamos conseguido hacer entrar a la joven, testigo de las lágrimas de su madre e ignorante de lo que se le había hecho. La pobre pequeña ponía todo tipo de dificultades; al fin la decidimos. El hombre a quien la entregaba estaba perfectamente aleccionado sobre lo que tenía que hacer; era uno de mis parroquianos habituales al que y o gratificaba con este buen regalo, y que, por gratitud, consentía a todo lo que y o le exigía. “¡Oh!, ¡qué hermoso culo!”, exclamó el padre libertino, en cuanto el cliente de su hija nos lo mostró totalmente desnudo. “¡Oh, me cago en Dios, qué hermosas nalgas!” “¿Cómo?”, le dije, “¿así que es la primera vez que las veis?” “Sí, realmente”, me dijo, “he necesitado este recurso para disfrutar de este espectáculo; pero, si bien es la primera vez que veo este hermoso pandero, juro que no será la última”. Yo lo masturbaba con fuerza, él se extasiaba; pero cuando vio la indignidad que se exigía de la joven virgen, cuando vio las manos de un consumado libertino pasearse sobre aquel hermoso cuerpo que jamás había sufrido semejante manoseo, cuando vio que la hacía arrodillarse, que la obligaba a abrir la boca, que introducía una enorme polla y que se corría dentro, se dejó caer, blasfemando como un poseído, afirmando que en toda su vida había sentido tanto placer y dejando en mis dedos unas pruebas evidentes de este placer. Terminado todo, las pobres mujeres se retiraron llorando mucho, y el marido, harto entusiasmado por tal escena, encontró sin duda la manera de convencerlas a ofrecerle con frecuencia el mismo espectáculo, pues las recibí en mi casa durante más de seis años, hice pasar a las dos desdichadas criaturas, de acuerdo con la orden que recibía del marido, por todas las diferentes pasiones que acabo de relataros, a excepción de unas diez o doce, que no era posible que satisficieran porque no ocurrían en mi casa» . « ¡Vay a rodeos para prostituir a una mujer y a una hija!» , dijo Curval. « ¡Como si esas zorras estuvieran hechas para otra cosa! ¿Acaso no han nacido para nuestros placeres, y, a partir de ese momento, no deben satisfacerlos como sea?» « Yo he tenido muchas mujeres» , dijo el presidente, « tres o cuatro hijas, de las que solo me queda, a Dios gracias, Mademoiselle Adélaïde, a la que, por lo que creo, el señor duque se folla en este momento, pero si alguna de esas criaturas hubiera rechazado las prostituciones a las que las he sometido regularmente, que me condenen en vida, o me condenen, lo que es peor, a follar únicamente coños en toda mi vida, si no les hubiera saltado la tapa de los sesos» . « Presidente, estáis empalmado» , dijo el duque; « vuestras jodidas frases os descubren siempre» . « ¿Empalmar? No» , dijo el presidente; « pero estoy a punto de hacer cagar a Mademoiselle Sophie, y confío en que su deliciosa mierda algo producirá…» « ¡Oh!, a fe mía, más de lo que pensaba» , dijo Curval después de haber engullido el zurullo; « ¡mirad, por el Dios que me paso por los cojones, mi polla toma consistencia! ¿Quién de vosotros, señores, quiere pasar conmigo al tocador?» « Yo» , dijo Durcet, arrastrando consigo a Aline, a la que llevaba una hora magreando. Y habiéndose hecho seguir nuestros dos libertinos por Augustine, Fanny, Colombe y Hébé, por Zélamir, Adonis, Hy acinthe y Cupidon, sumando a estos después a Julie y dos viejas, la Martaine y la Champville, Antinoüs y Hercule, reaparecieron al cabo de media hora, habiendo perdido cada uno de ellos su leche en los más dulces excesos de la crápula y del libertinaje. « Vamos» , dijo Curval a Duclos, « ofrécenos tu desenlace, mi querida amiga. Y si consigue que empalme de nuevo, podrás vanagloriarte de un milagro, pues, a fe mía, hace más de un año que no había perdido tanta leche de golpe. La verdad es que…» « Bueno» , dijo el obispo; « si la escuchamos, será peor que la pasión que debe contamos Duclos. Así pues, como no hay que ir de lo fuerte a lo débil, acepta que te hagamos callar y que atendamos a nuestra hermosa historiadora» . Acto seguido la bella mujer terminó sus relatos con la pasión siguiente: « Ya ha llegado la hora, señores» , dijo, « de contaros la pasión del marqués de Mesanges, a quien y o, si recordáis, había vendido la hija del desdichado zapatero que agonizaba en la cárcel con su pobre mujer, mientras y o disfrutaba del legado que le había dejado su madre. Como es Lucile quien le satisfizo, pondré en su boca, si no os parece mal, el siguiente relato. “Llego a casa del marqués”, me dijo la encantadora criatura, “a eso de las diez de la mañana. Tan pronto como he entrado, se cierran todas las puertas. ‘¿Qué vienes a hacer aquí, malvada?’, me dijo el marqués enfadadísimo. ‘¿Quién te ha permitido venir a interrumpirme?’ Y como no me habías avisado de nada, no te será difícil imaginar hasta qué punto me asustó esta recepción. ‘¡Vamos, desnúdate!’, prosiguió el marqués. ‘Ahora que te tengo, zorra, y a no saldrás de mi casa… Vas a morir; ha llegado tu último instante’. Entonces, me deshice en lágrimas, me arrojé a los pies del marqués, pero no hubo manera de doblegarlo. Y, como no me daba suficiente prisa en desnudarme, él mismo desgarró mis ropas arrancándolas a la fuerza de mi cuerpo. Pero lo que acabó de asustarme fue ver cómo las arrojaba al fuego a medida que me las quitaba. ‘Todo esto es inútil’, decía arrojando pieza a pieza todo lo que quitaba a una gran chimenea. ‘Ya no necesitas vestido, mantilla, ni corpiño: lo único que necesitas es un ataúd’. En un momento quedé completamente desnuda. Entonces el marqués, que no me había visto jamás, contempló un instante mi trasero, lo manoseó blasfemando, lo entreabrió, lo volvió a cerrar, pero no lo besó. ‘Vamos, puta’, dijo, ‘¡y a está!, seguirás a tus ropas, y voy a amarrarte a esos morillos; ¡sí, joder!, ¡sí, me cago en Dios!, ¡quemarte viva, zorra, tener el placer de respirar el olor que desprenderá tu carne abrasada!’ Y, diciendo esto, cae extasiado en un sillón, y se corre lanzando su leche sobre mis ropas que siguen ardiendo. Llama, entran, un criado se me lleva, y descubro, en una habitación contigua, unas ropas para vestirme por completo, el doble de hermosas de las que él había consumido”. » Eso es lo que me contó Lucile; queda ahora por saber si fue para eso o para algo peor que empleó la joven virgen que le vendí» . « Para algo mucho peor» , dijo la Desgranges, « y ha hecho muy bien en dar a conocer un poco al marqués, pues y o tendré ocasión de hablar de él a estos señores» . « Ojalá pueda, señora» , dijo Duclos a la Desgranges, « y ustedes, mis queridas compañeras» , añadió dirigiendo la palabra a sus otras dos compañeras, « hacedlo con más sal, inteligencia y donaire que y o. Ha llegado su tumo, el mío ha terminado, y no me queda sino rogar a estos señores que quieran perdonarme el tedio que tal vez les he ocasionado con la monotonía casi inevitable de semejantes relatos, que, fundidos todos ellos en un mismo molde, solo pueden destacar por sí mismos» . Después de estas palabras, la bella Duclos saludó respetuosamente a la compañía, y bajó del estrado para acercarse al canapé de los señores, donde fue generalmente aplaudida y acariciada. Sirvieron la cena, a la que fue invitada, favor que todavía no había sido concedido a ninguna mujer. Ella fue tan amable en la conversación como divertida había sido en el relato de su historia, y, en recompensa por el placer que había procurado a la asamblea, fue nombrada directora general de los dos serrallos, con la promesa, dada aparte por los cuatro amigos, de que, pese a los extremos a que pudieran llegar con las mujeres en el curso del viaje, ella sería siempre respetada, y con toda seguridad devuelta a su casa en París, donde la sociedad la compensaría ampliamente del tiempo que le había hecho perder, y de los trabajos que se había tomado para procurarles placeres. Los tres, Curval, el duque y ella, se emborracharon de tal manera en la cena que casi quedaron incapacitados de poder pasar a las orgías. Dejaron que Durcet y el obispo las hicieran a su modo, y fueron a celebrarlas aparte, en el saloncito del fondo, con Champville, Antinoüs, Brise-cul, Thérèse y Louison, donde cabe asegurar que se cometieron y se dijeron tantas infamias como los otros dos amigos pudieran inventar por su parte. A las dos de la madrugada todo el mundo fue a acostarse, y así es como terminó el mes de noviembre y la primera parte de esta lúbrica e interesante narración, de la que no haremos aguardar la segunda al público, si vemos que acoge bien la primera. Faltas que he cometido: He revelado en exceso las historias de retrete al principio; solo hay que desarrollarlas después de los relatos que las mencionan. Hablado en exceso de la sodomía activa y pasiva; velarlo, hasta que los relatos las mencionen. Me he equivocado al pintar a Duclos sensible a la muerte de su hermana; esto no responde al resto de su carácter; cambiar eso. Si he dicho que Aline era virgen al llegar al castillo, me he equivocado: no lo es, y no debe serlo; el obispo la ha desvirgado por todas partes. Y, no habiendo podido releerme, esto debe estar lleno seguramente de otras faltas. Cuando lo pase en limpio, que una de mis primeras preocupaciones sea la de tener siempre a mi lado un cuaderno de notas, donde convendrá que sitúe exactamente cada acontecimiento y cada retrato a medida que los escriba, pues, sin esto, me liaré terriblemente a causa de la multitud de personajes. Partir, para la segunda parte, del principio de que Augustine y Zéphire duermen en la habitación del duque ya desde la primera parte, así como Adonis y Zelmire en la de Curval, Hyacinthe y Fanny en la de Durcet, Céladon y Sophie en la del obispo, aunque todo eso no haya sido todavía desvirgado. Segunda parte Las 150 pasiones de segunda clase, o dobles, que componen 31 jornadas de diciembre, ocupadas por la narración de la Champville, a las que se ha unido el diario exacto de los acontecimientos escandalosos del castillo durante ese mes. (Plan) E lsiguientes. 1 de diciembre. La Champville empieza los relatos, y cuenta las 150 historias (Las cifras preceden a los relatos.) 1. Solo quiere desvirgar de los tres a los siete años, pero por el coño. Él es quien desvirga a la Champville a la edad de cinco años. 2. Hace amarrar encolerizado a una niña de nueve años y la desvirga por detrás. 3. Quiere violar a una muchacha de doce a trece años, y solo la desvirga con la pistola en el pecho. 4. Quiere masturbar a un hombre sobre el coño de la virgen; la leche le sirve de pomada; penetra, después, a la virgen sujetada por el hombre. 5. Quiere desvirgar a tres niñas seguidas, una en la cuna, otra de cinco años, la tercera de siete. El 2. 6. Solo quiere desvirgar de los nueve a los trece años. Tiene una polla enorme; es preciso que cuatro mujeres le sujeten a la virgen. Es el mismo de Martaine, que solo da por el culo a los de tres años, el mismo del infierno. 7. Hace que su criado las desvirgue, de diez a doce años, delante de él, y durante la operación solo les toca el culo; manosea tanto el de la virgen como el del criado; se corre sobre el culo del criado. 8. Quiere desvirgar a una muchacha que deba casarse al día siguiente. 9. Quiere que la boda se celebre, y desvirgar a la esposa entre la misa y la hora de acostarse. 10. Quiere que su criado, hombre muy hábil, se case con todo tipo de muchachas, que después le trae. El amo se las folla, las vende después a las alcahuetas. El 3. 11. Solo quiere desvirgar a dos hermanas. 12. Se casa con la muchacha, la desvirga, pero la ha engañado y, tan pronto como ha terminado la operación, la abandona. 13. Solo se folla a la virgen el instante después de que un hombre acaba de desflorarla en su presencia; quiere que tenga el coño completamente embadurnado de esperma. 14. Desvirga con un consolador, y se corre por el agujero que acaba de hacer, sin penetrar. 15. Solo quiere vírgenes de rango y las paga a peso de oro. Se trata del duque, quien confesará haber desvirgado, en 30 años, a más de mil quinientas. El 4. 16. Obliga a su hermano a follar a su hermana delante de él, y después la folla; antes hace cagar a los dos. 17. Obliga a un padre a follar a su hija, después de que él la hay a desvirgado. 18. Lleva a su hija de nueve años al burdel, y allí la desvirga, sujetada por la alcahueta. Ha tenido doce hijas, y las ha desvirgado así a todas. 19. Solo quiere desvirgar de los treinta a los cuarenta años. 20. Solo quiere desvirgar monjas, y gasta un dinero inmenso para tenerlas; las tiene. Eso es el 4 por la noche, y, aquella misma noche, en las orgías, el duque desvirga a Fanny, sujetada por las cuatro viejas y ay udado por la Duclos. La folla dos veces seguidas; ella se desmay a; la segunda vez la folla sin conocimiento. El 5, a consecuencia de estas narraciones, para celebrar la fiesta de la quinta semana, casan aquel día a Hy acinthe y Fanny, y el matrimonio se consuma delante de todo el mundo. 21. Quiere que la madre sujete a su hija; folla primero a la madre y desvirga después a la criatura sujetada por la madre. Es el mismo, del 20 de febrero, de Desgranges. 22. Solo le gusta el adulterio; necesita encontrar mujeres virtuosas y públicamente fieles en su matrimonio; las hace aborrecer a sus maridos. 23. Quiere que el propio marido le prostituy a a su mujer y se la sujete cuando él la folla. (Los amigos imitarán esto inmediatamente.) 24. Coloca a una mujer casada en la cama, la penetra por delante, mientras la hija de esta mujer, puesta encima, le deja besar el coño; al instante siguiente, penetra por el coño a la hija besando el agujero del culo de la madre. Cuando ha besado el coño de la hija, la hace mear; cuando besa el culo de la madre, la hace cagar. 25. Tiene cuatro hijas legítimas y casadas; quiere follarse a las cuatro; les hace criaturas a las cuatro, a fin de tener el placer de desvirgar un día a las criaturas que ha hecho a su hija y que el marido cree propias. El duque cuenta a este respecto, pero no entra en el cómputo, porque, al no poder ser repetido, no constituy e una pasión, cuenta, digo, que conoció a un hombre que se folló tres criaturas que tenía de su madre, entre las cuales había una muchacha que había hecho casar con su hijo, de modo que al follársela, follaba a su hermana, a su hija y a su nuera, y obligaba a su hijo a follarse a su hermana y a su suegra. Curval cuenta otra de un hermano y una hermana que decidieron entregarse mutuamente sus hijos. La hermana tenía un muchacho y una muchacha, y el hermano lo mismo; se mezclaron de manera que unas veces follaban con sus sobrinos, otras con sus hijos, y otras los primos hermanos o los hermanos y hermanas follaban entre sí, mientras que los padres y madres, o sea el hermano y la hermana, follaban igualmente. Por la noche, Fanny es ofrecida por el coño a la asamblea, pero como el obispo y el señor Durcet no folian por el coño, solo se la folian Curval y el duque. A partir de este momento, lleva una cintita al cuello y, después de la pérdida de sus dos virginidades, llevará una rosa muy ancha. El 6. 26. Se hace masturbar, mientras masturban a una mujer por el clítoris, y quiere correrse al mismo tiempo que la muchacha, pero se corre sobre las nalgas del hombre que masturba a la mujer. 27. Besa el agujero de un culo mientras una segunda muchacha le masturba el culo y una tercera la polla; cambian de sitio, de modo que cada una haga besar su agujero del culo, cada una le masturbe la polla, y cada una el culo. Hay que peerse. 28. Lame un coño mientras folla a una segunda por la boca, y una tercera le lame el culo, y cambia igual que antes. Es preciso que los coños se corran, y él se traga el flujo. 29. Chupa un culo con mierda, hace masturbar su culo con mierda con la lengua, y se masturba sobre un culo con mierda, después las tres muchachas cambian. 30. Hace masturbarse a dos muchachas delante de él, y folla alternativamente a las masturbadoras por detrás mientras ellas siguen lesbianizándose. Aquel día se descubre que Zéphire y Cupidon se masturban, pero todavía no se han dado por el culo; son castigados. Fanny es muy follada en las orgías. El 7. 31. Quiere que una muchacha pervierta a otra más joven, la masturbe, le dé malos consejos, y acabe por sujetársela mientras él se la folla, virgen o no. 32. Quiere cuatro mujeres; folla a dos por el coño y a dos por la boca, teniendo cuidado de no poner la polla en la boca de una hasta haberla sacado del coño de la otra. Mientras tanto, una quinta lo sigue y le masturba el culo con un consolador. 33. Quiere 12 prostitutas, seis jóvenes y seis viejas, y, si es posible, seis madres y seis hijas. Les lame el coño, el culo y la boca; cuando está en el coño, quiere la orina; cuando está en la boca, quiere saliva; cuando está en el culo, quiere pedos. 34. Utiliza a ocho mujeres para masturbarlo, todas diferentemente colocadas. Habrá que describirlo. 35. Quiere ver a tres hombres y tres muchachas follando en diferentes posturas. El 8. 36. Forma doce grupos de dos muchachas cada uno, pero están colocadas de tal modo que solo muestran sus culos; todo el resto del cuerpo permanece oculto. Se masturba viendo todas estas nalgas. 37. Hace masturbarse a seis parejas a la vez, en una sala de espejos. Cada pareja está compuesta de dos muchachas masturbándose en unas actitudes lúbricas y variadas. Él está en el centro del salón, contempla tanto las parejas como su repetición en los espejos, y se corre en medio de todo aquello, masturbado por una vieja. Ha besado las nalgas de todas las parejas. 38. Hace que cuatro prostitutas callejeras se emborrachen y se peleen delante de él, y quiere que, cuando estén completamente borrachas, le vomiten en la boca; las elige lo más viejas y feas posible. 39. Hace cagar a una muchacha en su boca, sin comerlo, y, mientras tanto, una segunda muchacha le chupa la polla y le masturba el culo; él caga corriéndose en la mano de la que le masturba; ellas se cambian. 40. Hace cagar a un hombre en su boca, y se lo come, mientras que un chiquillo le masturba, luego le masturba el hombre y hace cagar al chiquillo. Aquella noche, en las orgías, Curval desvirga a Michette, siempre de la misma manera, sujetada por las cuatro viejas y ay udado por Duclos. Ya no lo repetirá. El 9. 41. Folla a una muchacha por la boca justo después de cagarse en ella; encima de esta hay otra que le sostiene la cabeza entre los muslos, y una tercera deposita su mierda sobre la cara de la segunda, y él, follando así su zurullo en la boca de la primera, se comerá la mierda ofrecida por la tercera sobre la cara de la segunda, y después cambian, de manera que cada una de ellas ejecute sucesivamente los tres papeles. 42. Recibe a 30 mujeres al día, y las hace cagar a todas en su boca; come el zurullo de tres o cuatro de las más bonitas. Repite esa fiesta cinco veces por semana, lo que hace que vea a 7. 800 prostitutas por año. Cuando Champville le ve, tiene setenta años, y lleva 50 haciendo lo mismo. 43. Ve a 12 todas las mañanas, y engulle los 12 zurullos; las ve a todas juntas. 44. Se mete en un baño donde 30 mujeres llenan la bañera meando y cagando; se corre al recibirlo, y nadando en medio de todo aquello. 45. Caga delante de cuatro mujeres, exige que le miren y le ay uden a soltar su mierda; después, quiere que se la repartan y se la coman, después cada una de ellas suelta un zurullo; los mezcla y se traga los cuatro, pero es preciso que sean viejas de por lo menos sesenta años. Aquella noche, Michette es entregada por el coño a la asamblea; a partir de este momento, lleva la cintita. El 10. 46. Hace cagar a una muchacha A y a otra B; después obliga a B a comer el zurullo de A, y a A a comer el zurullo de B; después cagan las dos, y él se come sus dos zurullos. 47. Quiere a una madre y tres hijas, y come la mierda de las hijas sobre el culo de la madre, y la mierda de la madre sobre el culo de una de las hijas. 48. Obliga a una hija a cagar en la boca de su madre, y a limpiarse el culo con las tetas de su madre; después, se come el zurullo en la boca de esta madre, y hace, después, cagar a la madre en la boca de su hija, donde va, de igual manera, a comerse el zurullo. (Es mejor poner un hijo y su madre para variar respecto a la anterior.) 49. Quiere que un padre coma el zurullo de su hijo, y él come el zurullo del padre. 50. Quiere que el hermano cague en el coño de su hermana, y él come el zurullo, después es preciso que la hermana cague en la boca del hermano, y se come allí el zurullo. El 11. 51. Avisa que se dispone a hablar de impiedades, y habla de un hombre que quiere que la puta, al masturbarle, profiera unas blasfemias espantosas; él dice a su vez otras horribles. Su diversión, mientras tanto, consiste en besar el culo; solo hace eso. 52. Quiere que la muchacha acuda a masturbarle, de noche, en una iglesia, en el momento sobre todo en que está expuesto el Santísimo Sacramento. Se coloca lo más cerca posible del altar, y le manosea el culo durante ese tiempo. 53. Se va a confesar solo para hacer empalmar a su confesor; le cuenta infamias, y se masturba en el confesionario mientras le habla. 54. Quiere que la muchacha vay a a confesarse; espera el momento en que sale para follarla en la boca. 55. Folla a una puta, durante una misa dicha en una capilla propia, y se corre en la elevación. Aquella noche el duque desvirga a Sophie por el coño, y blasfema mucho. El 12. 56. Soborna a un confesor, que le cede su sitio para confesar a jóvenes internas; sorprende así su confesión, y les da, al confesarlas, todos los peores consejos posibles. 57. Quiere que su hija vay a a confesarse con un fraile al que ha sobornado, y la coloca de manera que él pueda oírlo todo; pero el fraile exige que su penitente tenga las faldas levantadas durante la confesión, y el culo está puesto de manera que el padre pueda verlo: así oy e la confesión de su hija y ve su culo, todo a la vez. 58. Hace celebrar misa a unas putas completamente desnudas; y se masturba contemplándolo sobre las nalgas de otra prostituta. 59. Hace que su mujer vay a a confesarse con un fraile sobornado, que seduce a su mujer y la folla delante del marido que se ha ocultado. Si la mujer se niega, sale y ay uda al confesor. Aquel día se ha celebrado la fiesta de la sexta semana con el matrimonio de Céladon y de Sophie, que se consuma, y, por la noche, Sophie es ofrecida por el coño, y lleva la cinta. Es un acontecimiento que hace que solo se cuenten cuatro pasiones. El 13. 60. Folla a unas putas sobre el altar, en el momento en que se va a decir misa; tienen el culo desnudo sobre el ara. 61. Coloca a una muchacha desnuda a caballo sobre un gran crucifijo; en esta actitud, la folla por el coño pero por detrás y de modo que la cabeza del Cristo masturbe el clítoris de la puta. 62. Se pee y hace peerse en el cáliz; se mea en él y hace mear; se caga en él y hace cagar, y acaba por correrse en él. 63. Hace cagar a un muchacho sobre la patena, y se lo come mientras la criatura le chupa. 64. Hace cagar a dos muchachas sobre un crucifijo; él se caga después en ellas; y le masturban sobre los tres zurullos que cubren la cara del ídolo. El 14. 65. Rompe crucifijos, imágenes de la Virgen y del Padre eterno, se caga en los trozos y lo quema todo. El mismo hombre tiene la manía de llevar una puta al sermón, y de hacerse masturbar durante la palabra de Dios. 66. Va a comulgar, y vuelve para hacerse cagar en la boca por cuatro putas. 67. La hace ir a comulgar y la folla en la boca a la cuando vuelve. 68. Interrumpe al sacerdote en una misa dicha en su casa, lo interrumpe, digo, para masturbarse en su cáliz, obliga a la muchacha a hacer correrse al sacerdote allí, y obliga a este a engullir el conjunto. 70 [sic]. Lo interrumpe, cuando la hostia está consagrada, y obliga al sacerdote a follar a la puta con su hostia. Aquel día se descubre que Augustine y Zelmire se masturban juntas; las dos son rigurosamente castigadas. El 15. 71. Hace peerse a la muchacha sobre la hostia, se pee él mismo, y traga después la hostia follando a la puta. 72. El mismo hombre que se hace clavar en un ataúd, y del que ha hablado Duclos, obliga a la puta a cagar sobre la hostia; él se caga también, y arroja el conjunto al retrete. 73. Masturba con ella el clítoris de la puta, la hace correrse encima, luego la introduce y folla con la mujer, corriéndose a su vez encima. 74. La destroza a cuchilladas y se hace meter los trozos en el culo. 75. Se hace masturbar sobre la hostia, se corre sobre ella, y después, con sangre fría y cuando el semen se ha derramado, lo da de comer todo a un perro. Aquella misma noche, el obispo consagra una hostia, y Curval desvirga a Hébé con ella; se la mete en el coño y se corre encima. Consagran varias más, y las sultanas y a desvirgadas son todas folladas con las hostias. El 16. Champville anuncia que la profanación, que últimamente era el tema principal de sus relatos, solo será accesorio, y lo que en el burdel se denominan las pequeñas ceremonias con pasiones dobles constituirán el objeto principal. Ruega que se recuerde que todo lo que vay a unido a eso solo será accesorio, pero que la diferencia que existirá, sin embargo, entre sus relatos y los de Duclos sobre este mismo objeto es que Duclos nunca ha hablado de otra cosa que de un hombre con una mujer, y que ella, ella mezclará siempre varias mujeres con el hombre. 76. Se hace azotar durante la misa por una muchacha, folla a una segunda por la boca, y se corre en la elevación. 77. Se hace azotar ligeramente en el culo por dos mujeres con unas disciplinas; le dan diez golpes cada una de ellas y le masturban el agujero del culo entre cada serie. 78. Se hace azotar por cuatro muchachas diferentes, mientras se le pean en la boca; se alternan, a fin de que todas, cada una en su momento, azoten y se peen. 79. Se hace azotar por su mujer follando a su hija, y después por su hija follando a su madre. Es el mismo del que ha hablado Duclos, y que prostituy e a su hija y su mujer en el burdel. 80. Se hace azotar por dos muchachas a la vez: una golpea por delante y otra por detrás y, cuando está muy excitado, folla a una, mientras la otra le azota, después a la segunda mientras la primera le azota. La misma noche, entregan a Hébé por el coño, y ella lleva la cinta pequeña, pues solo podrá tener la grande cuando hay a perdido sus dos virgos. El 17. 81. Se hace azotar besando el culo de un muchacho, mientras folla a una muchacha por la boca; después folla al muchacho por la boca, besando el culo de la muchacha y recibiendo siempre el látigo de otra muchacha; después se hace azotar por el muchacho, folla por la boca a la puta que lo azotaba, y se hace azotar por aquella cuy o culo besaba. 82. Se hace azotar por una anciana, folla a un anciano por la boca, y se hace cagar en la boca por la hija del anciano y de la anciana, y después cambia, a fin de que cada uno realice los tres papeles. 83. Se hace azotar, masturbándose y corriéndose sobre un crucifijo apoy ado en las nalgas de una muchacha. 84. Se hace azotar, follando por detrás a una puta con la hostia. 85. Pasa revista a todo un burdel; recibe latigazos de todas las putas, besando el agujero del culo de la patrona que se le pea y se le caga en la boca. El 18. 86. Se hace azotar por unos cocheros de punto y unos aprendices de herrero, pasando delante de ellos de dos en dos y haciendo siempre que el que no le azota se le pee en la boca; a lo largo de la semana pasa entre diez y dieciséis. 87. Se hace sujetar a cuatro patas por tres muchachas; la cuarta, montada sobre él, lo almohaza; las cuatro se cambian y montan, una tras otra, sobre él. 88. Se presenta en medio de seis muchachas, desnudo; pide perdón, se arrodilla. Cada muchacha le ordena una penitencia, y recibe 100 latigazos por cada penitencia negada; la muchacha rechazada es la que le azota. Ahora bien, todas estas penitencias son muy sucias: una querrá cagarle en la boca, la otra hacerle lamer sus escupitajos en el suelo; esta hace lamerle el coño con sus reglas, la otra los intersticios de los dedos de los pies, aquella sus mocos, etcétera. 89. Pasan 15 muchachas, de tres en tres; una azota, la segunda le chupa, la tercera caga; después, la que ha cagado azota, la que ha chupado caga, y la que ha azotado chupa. Así pasa por las 15; no ve nada, no oy e nada, está como borracho. Lo dirige todo una alcahueta. Repite esta sesión seis veces por semana. (Es algo encantador, y os lo recomiendo. Es preciso que todo sea muy rápido; cada muchacha debe dar 25 latigazos y, en el intervalo de estos 25 azotes, la primera chupa y la tercera caga. Si quiere que cada muchacha aseste 50 azotes, habrá recibido 750, lo que no es demasiado.) 90. 25 putas le reblandecen el culo, a fuerza de palmadas y manoseos; no lo dejan hasta que su trasero no está completamente insensible. Por la noche azotan al duque, mientras él desvirga a Zelmire por el coño. El 19. 91. Se hace juzgar por seis muchachas; cada una de ellas desempeña un papel. Le condenan a ser ahorcado. Lo ahorcan en efecto, pero la cuerda se rompe: es el instante en que se corre. (Juntarla con una de las de la Duclos que se le parece.) 92. Hace colocar a seis viejas en semicírculo; tres muchachas lo almohazan delante de este semicírculo de dueñas, todas las cuales le escupen a la cara. 93. Una muchacha le masturba el agujero del culo con el mango de las varas, una segunda lo azota en los muslos y la polla, por delante: así es como se corre sobre los pechos de la fustigadora de delante. 94. Dos mujeres le vapulean a golpes de vergajos, mientras una tercera, arrodillada delante de él, le hace correrse en sus pechos. Aquella noche ella solo cuenta cuatro, a causa de la boda de Zelmire y de Adonis, que celebra la séptima semana, y que se consuma, dado que Zelmire ha sido desvirgada por el coño la víspera. El 20. 95. Lucha con seis mujeres de las que finge querer evitar los latigazos; quiere arrancarles la vara de las manos, pero ellas son más fuertes, y lo fustigan a su pesar; está desnudo. 96. Pasa por las varas, entre dos filas de 12 muchachas cada una; es azotado en todo el cuerpo, y se corre al cabo de nueve vueltas. 97. Se hace azotar en la planta de los pies, en la polla, los muslos, mientras, tendido en un canapé, tres mujeres montan a horcajadas sobre él y se le cagan en la boca. 98. Tres muchachas lo azotan alternativamente, una con unas disciplinas, otra con unos vergajos, la tercera con unas varas; una cuarta, arrodillada delante de él, y a la que el lacay o del libertino masturba el agujero del culo, le chupa la polla, y él masturba la polla del lacay o, a quien hace correrse sobre las nalgas de la mamona. 99. Está entre seis muchachas; una le pincha, otra le pellizca, la tercera le quema, la cuarta le muerde, la quinta le araña y la sexta le azota: todo eso indistintamente, en todas partes; se corre en medio de todo eso. Aquella noche, Zelmire, desvirgada la víspera, es entregada por el coño a la asamblea, es decir, siempre únicamente a Curval y al duque, pues son los dos únicos del grupo que folian por el coño. Tan pronto como Curval ha follado a Zelmire, su odio por Constance y por Adélaïde aumenta; quiere que Constance sirva a Zelmire. El 21. 100. Se hace masturbar por su lacay o, mientras la muchacha está sobre un pedestal, desnuda; no puede moverse, ni perder el equilibrio, durante todo el tiempo que le masturban. 101. Se hace masturbar por la alcahueta, manoseándole las nalgas, mientras la puta sostiene en los dedos un cabo de vela muy corto, que no puede soltar hasta que el libertino se hay a corrido; y tiene mucho cuidado de no hacerlo hasta que ella se quema. 102. Hace acostarse a seis muchachas boca abajo sobre su mesa de comedor, cada una de ellas con un cabo de vela en el culo mientras él cena. 103. Hace arrodillarse a una muchacha sobre unos guijarros puntiagudos, mientras él cena, y, si ella se mueve durante la comida, no se le paga. Sobre ella hay dos velas boca abajo, y cuy a cera le chorrea caliente sobre la espalda y los pechos. Al menor movimiento que hace, es despedida sin ser pagada. 104. La obliga a estar en una jaula de hierro muy estrecha, durante cuatro días; no puede sentarse, ni acostarse; le da de comer a través de los barrotes. (Es el mismo del que hablará Desgranges en el ballet de los pavos.) Aquella misma noche, Curval desvirga a Colombe por el coño. El 22. 105. Hace bailar a una muchacha desnuda en una manta, con un gato que la pellizca, la muerde y la araña cada vez que cae; tiene que saltar, pase lo que pase, hasta que el hombre se corra. 106. Frota a una mujer con una cierta droga que provoca una comezón tan violenta que ella misma se hace sangrar; él la mira mientras se masturba. 107. Detiene las reglas de una mujer con una pócima, con riesgo de ocasionarle graves enfermedades. 108. Le administra una medicina de caballo que le produce unos cólicos horribles; la ve cagar y sufrir todo el día. 109. Unta a una muchacha con miel, después la ata desnuda a una columna, y le suelta un enjambre de moscardones. Aquella misma noche, Colombe es entregada por el coño. El 23. 110. Coloca a la muchacha sobre un pivote que gira con prodigiosa rapidez; está amarrada desnuda y gira hasta que se corre. 111. Cuelga a una muchacha cabeza abajo, hasta que se corre. 112. Le hace tragar una fuerte dosis de purgante, [la] convence de que está envenenada, y se masturba viéndola vomitar. 113. Le estruja los pechos hasta que están completamente amoratados. 114. Le estruja el culo nueve días seguidos, a razón de tres horas por día. El 24. 115. Hace subir a una muchacha por una escalera de mano a 20 pies de altura. Allí, se rompe un peldaño, y la muchacha cae, pero sobre unos colchones preparados. Se le corre encima del cuerpo en el momento de su caída, y a veces se la folla en aquel momento. 116. Suelta bofetadas con todas sus fuerzas, y se corre al darlas; él está en un sillón y la muchacha arrodillada delante de él. 117. Le da palmetazos en las manos. 118. Fuertes manotazos en las nalgas, hasta que el trasero arde. 119. La hincha con un fuelle de herrero por el agujero del culo. 120. Le da una lavativa de agua casi hirviendo, se divierte con sus contorsiones y se le corre en el culo. Aquella noche, Aline recibe de los cuatro amigos unos manotazos en el culo hasta que se le pone de color escarlata; una vieja la sujeta por los hombros. Dan también unos cuantos a Augustine. El 25. 121. Busca a unas devotas, y las azota con crucifijos y con rosarios; después las coloca, como estatuas de virgen, en un altar, en una postura incómoda y de la que no pueden moverse. Es preciso que ella [sic] permanezca allí todo el tiempo que dura una misa muy larga, y en el momento de la elevación debe soltar su zurullo sobre la hostia. 122. La hace correr desnuda, en una noche helada de invierno, en medio de un jardín, y hay cuerdas tendidas de vez en cuando, para hacerla caer. 123. En cuanto está desnuda, la arroja, como por descuido, a una tina de agua casi hirviente, y le impide salir, hasta que se le ha corrido sobre el cuerpo. 124. La hace aguantarse desnuda sobre una columna, en medio de un jardín, en el corazón del invierno, hasta que hay a rezado cinco padrenuestros y cinco avemarías, o hasta que él hay a soltado su leche, que otra muchacha excita delante del espectáculo. 125. Hace cubrir de cola el asiento de un retrete preparado, ordena que vay a a cagar; tan pronto como ella se ha sentado, se le pega el culo; mientras tanto, al otro lado, le colocan un brasero encendido debajo del trasero; ella escapa, y se desuella dejando toda su piel pegada al círculo. Aquella noche, hacen cometer profanaciones a Adélaïde y a Sophie, las dos devotas, y el duque desvirga a Augustine, de la que lleva tiempo enamorado; se le corre tres veces seguidas en el coño. Y, aquella misma noche, propone que la hagan correr desnuda por los patios, con el frío espantoso que hace. Lo propone insistentemente; no aceptan, porque es muy bonita y quieren conservarla, además de que todavía no ha sido desvirgada por detrás. El ofrece 200 luises a la sociedad por hacerla bajar a la bodega aquella misma noche: se niegan. Quiere que por lo menos le golpeen el culo; recibe 25 manotazos de cada amigo. Pero el duque da los suy os con todas sus fuerzas, y se corre una cuarta vez al darlos. Se acuesta con ella, y la penetra tres veces más durante la noche. El 26. 126. Hace emborrachar a la muchacha; se acuesta; tan pronto como se ha dormido, le suben la cama. Ella se inclina a buscar su orinal, mediada la noche. Al no encontrarlo, pierde pie porque la cama está alta y se cae de cabeza en cuanto se inclina. Cae sobre unos colchones preparados; el hombre la espera allí, y la folla no bien ha caído. 127. La hace correr desnuda por un jardín, persiguiéndola con un látigo de postillón, con el que se limita a amenazarla. Tiene que correr hasta que caiga agotada: es el instante en que se arroja sobre ella y la folla. 128. Azota a la muchacha, en series de diez latigazos, hasta 100, con unas disciplinas de seda negra; besa mucho las nalgas en cada serie. 129. Azota con unas varas empapadas en alcohol, y solo se corre sobre las nalgas de la muchacha cuando las ve ensangrentadas. Champville solo cuenta cuatro pasiones aquel día, porque es la fiesta de la octava semana. La celebran con la boda de Zéphire y de Augustine, que pertenecen los dos al duque y duermen en su habitación; pero, antes de la celebración, el duque quiere que Curval azote al muchacho, mientras que él azotará a la muchacha. Lo hacen; cada uno de ellos recibe 100 latigazos, pero el duque, más irritado que nunca contra Augustine, porque le ha hecho correrse mucho, la azota hasta hacerle sangre. (Esa noche, habrá que explicar qué son las penitencias, cómo se realizan, y qué número de latigazos se reciben. Se podría hacer un cuadro de las faltas y al lado el número de latigazos.) El 27. 130. Solo quiere azotar a niñas de cinco a siete años, y siempre busca un pretexto, a fin de que parezca que las está castigando. 131. Una mujer acude a confesarse con él; él es sacerdote; ella cuenta todos sus pecados, y, como penitencia, él le da 500 latigazos. 132. Pasa delante de cuatro mujeres, y les da 600 latigazos a cada una. 133. Hace ejecutar la misma ceremonia delante de él a dos lacay os que se relevan; pasan 20 mujeres a 600 latigazos por cabeza; no están atadas; se masturba viéndolo. 134. Solo azota a muchachitos de catorce a dieciséis años, y después les hace correrse en su boca. Da 100 latigazos a cada uno; trata siempre con dos a la vez. Aquella noche, Augustine es entregada por el coño; Curval la penetra dos veces seguidas, y, como el duque, después quiere azotarla. Ambos se encarnizan contra la encantadora muchacha; ofrecen 400 luises a la sociedad a cambio de convertirse los dos en sus amos a partir de aquella misma noche: se les niega. El 28. 135. Hace entrar a una muchacha desnuda en un apartamento; entonces dos hombres se le echan encima y la azotan cada uno en una nalga hasta que sangra; está atada. Cuando se ha terminado, él masturba a los hombres sobre el trasero ensangrentado de la puta, y después se masturba a sí mismo. 136. Está atada de pies y manos a la pared. Delante de ella, igualmente sujeta a la pared, hay una cortante lámina de acero que se coloca sobre su vientre. Si quiere escapar al golpe, tiene que echarse hacia delante: entonces se corta; si quiere escapar a la máquina, tiene que arrojarse sobre los latigazos. 137. Azota a una muchacha nueve días seguidos, a 100 latigazos el primer día, doblándolos siempre hasta el noveno incluido. 138. Hace colocar a la puta a cuatro patas, se monta encima, con la cara vuelta hacia las nalgas y sujetándola fuertemente entre los muslos. Allí, le almohaza las nalgas y el coño a contrapelo, y, como para esta operación se sirve de unas disciplinas, le es fácil dirigir sus golpes al interior de la vagina, y es lo que hace. 139. Quiere una mujer preñada; la hace echarse hacia atrás sobre un cilindro que le sostiene la espalda. Su cabeza, que supera el cilindro, reposa por atrás, atada, sobre una silla, con la cabellera suelta; sus piernas están abiertas al máximo, y su enorme vientre extraordinariamente extendido; el coño está totalmente abierto. Allí y al vientre dirige sus golpes y, cuando ha visto la sangre, pasa al otro lado del cilindro y se corre en la cara. N. B.— Mis borradores solo señalan las adopciones después de la desfloración, y, en consecuencia, dicen que el duque adopta aquí a Augustine. Comprobar si esto es falso, y si la adopción de las cuatro sultanas se ha hecho desde el comienzo, y si desde aquel comienzo no se ha dicho que duermen en las habitaciones de los que las han adoptado. Aquella noche, el duque repudia a Constance, que cae en el may or descrédito; sin embargo le tienen consideraciones, debido a su embarazo, sobre el que tienen proy ectos. Augustine se convierte en mujer del duque, y solo cumple las funciones de esposa en el sofá y en los retretes. Constance queda relegada a la categoría de las viejas. El 29. 140. Solo quiere muchachas de quince años, y las azota hasta hacerlas sangrar con acebos y con ortigas; es muy exigente respecto a la elección de los culos. 141. Solo azota con un vergajo, hasta que las nalgas están completamente magulladas; visita a cuatro mujeres seguidas. 142. Solo azota con disciplinas de puntas de hierro, y solo se corre cuando la sangre mana por todas partes. 143. El mismo hombre, del que hablará Desgranges el 20 de febrero, quiere mujeres preñadas; las golpea con un látigo de postillón, con el que arranca grandes pedazos de carne en las nalgas, y suelta de vez en cuando unos cuantos cintarazos en el vientre. Aquella noche azotan a Rosette, y Curval la desvirga por el coño. Descubren aquel día una intriga entre Hercule y Julie: ella se ha hecho follar. Cuando la riñen, contesta de manera libertina; la azotan de modo extraordinario; después, como la quieren, así como a Hercule, que siempre se ha portado bien, los perdonan y se divierten con ellos. El 30. 144. Coloca una vela a una determinada altura; la muchacha lleva, en el dedo medio de su mano derecha, un cabo de vela atado, muy corto, que la quemará si no se da prisa. Con este cabo de vela tiene que encender la vela colgada, pero, como está muy alta, tiene que saltar para alcanzarla, y el libertino, armado con un látigo de tiras de cuero, la azota con todas sus fuerzas para hacerla saltar más, o encender más deprisa. Si lo consigue, ahí termina; si no, es azotada con todas sus fuerzas. 145. Azota alternativamente a su mujer y a su hija, y las prostituy e en el burdel para que sean azotadas bajo sus ojos, pero no es el mismo del que y a se ha hablado. 146. Azota con vergas, desde la nuca hasta la pantorrilla; la muchacha está atada, le hace sangrar toda la parte posterior. 147. Solo azota en los pechos; quiere que los tenga muy grandes, y paga el doble cuando las mujeres están preñadas. Aquella noche, Rosette es entregada por el coño; cuando Curval y el duque se la han follado a gusto, ellos y sus amigos la azotan en el coño. Está a cuatro patas, y con unas disciplinas dirigen los golpes hacia el interior. El 31. 148. Solo azota en el rostro, con unas varas; necesita rostros encantadores. Es el mismo del que Desgranges hablará el 7 de febrero. 149. Azota indistintamente con unas varas todas las partes del cuerpo; no excluy e nada, rostro, coño y seno incluidos. 150. Da 200 vergajazos, en toda la parte posterior, a muchachos de dieciséis a veinte años. 151. Está en una habitación; cuatro muchachas le excitan y le azotan. Cuando está bien caliente, se lanza sobre la quinta muchacha, desnuda en una habitación contigua, y le azota indistintamente todo el cuerpo con grandes vergajazos, hasta que se corre; pero para que esto ocurra cuanto antes, y la paciente sufra menos, solo la sueltan cuando está a punto de correrse. (Comprobar por qué hay una de más.) Champville es aplaudida, le rinden los mismos honores que a Duclos, y, aquella noche, cenan las dos con los amigos. Aquella noche, en las orgías, Adélaïde, Aline, Augustine y Zelmire son condenadas a ser azotadas con unas varas en todo el cuerpo, a excepción del pecho, pero, como quieren seguir disfrutando de ellas por lo menos dos meses, son tratadas con mucho cuidado. Tercera parte Las 150 pasiones de tercera clase, o criminales, que componen 31 jornadas de enero, ocupadas por la narración de la Martaine, a las que se añade el diario de los acontecimientos escandalosos del castillo durante aquel mes. (Plan) E lunas 1 de enero. 1. Solo le gusta que le den por el culo, y no saben dónde buscarle pollas suficientemente gordas. Pero no insiste sobre esta pasión, dice, por ser un gusto demasiado simple y demasiado conocido por sus oy entes. 2. Solo quiere desvirgar a niñas de tres a siete años, por el culo. Es el hombre que la desvirgó de esta manera: tenía cuatro años. Ella está enferma, su madre implora la ay uda de este hombre; cuál no fue su dureza. Este hombre es el mismo del que habla Duclos por última vez el 29 de noviembre; el mismo del 2 de diciembre de Champville, y el mismo del infierno. Tiene una polla monstruosa. Es un hombre enormemente rico. Desvirga a dos niñas por día; una por el coño de mañana, como ha contado Champville el 2 de diciembre, y otra por el culo de noche, y todo ello independientemente de sus restantes pasiones. Cuatro mujeres sujetaban a Martaine cuando él la enculó. Su ey aculación dura seis minutos, y brama mientras la tiene. Manera hábil y sencilla de hacer saltar esta virginidad de culo, aunque ella solo cuente con cuatro años. 3. Su madre vende la virginidad del hermano pequeño de Martaine a otro hombre que solo encula a muchachos, y que los quiere de siete años exactos. 4. Ella tiene trece años y su hermano quince; van a casa de un hombre que obliga al hermano a follar a su hermana, y que da alternativamente por el culo unas veces al muchacho, y otras a la muchacha, mientras los dos están juntos. [La Martaine] elogia su culo; le dicen que lo muestre; lo enseña desde lo alto de la tribuna. El hombre del que acaba de hablar es el mismo que el del 21 de noviembre de Duclos, el conde, y del 27 de febrero de Desgranges. 5. Se hace follar dando por el culo al hermano y a la hermana; es el mismo hombre del que hablara la Desgranges el 24 de febrero. Esta misma noche, el duque desvirga a Hébé por el culo, que solo tiene doce años. Le cuesta infinitos esfuerzos; es sujetada por las cuatro viejas, y le ay udan Duclos y Champville; y como al día siguiente hay una fiesta, para no molestar, Hébé, aquella misma noche, es entregada por el culo, y los cuatro amigos gozan de ella. Se la llevan sin conocimiento; ha sido penetrada siete veces. Que Martaine no diga que está obturada; es falso. El 2. 6. Se hace peer en la boca por cuatro muchachas, mientras da por el culo a una quinta, después cambia. Todas se peen, y todas son enculadas; solo se corre en el quinto culo. 7. Se divierte con tres muchachitos; da por el culo y se le cagan encima, cambiando a los tres, y masturba al que está inactivo. 8. Folla a la hermana por el culo, mientras el hermano se le caga en la boca, después los cambia, y en uno y otro placer le dan por el culo. 9. Solo da por el culo a muchachas de quince años, pero después de haberlas azotado previamente con todas sus fuerzas. 10. Molesta y pellizca las nalgas y el agujero del culo durante una hora, después da por el culo mientras le azotan con todas las fuerzas. Se celebra aquel día la fiesta de la novena semana. Hercule se casa con Hébé y la folla por el coño. Curval y el duque dan por el culo uno tras otro al marido y a la mujer, alternativamente. El 3. 11. Solo da por el culo durante la misa, y se corre en la elevación. 12. Solo da por el culo pisoteando un crucifijo con los pies y haciéndolo pisotear a la muchacha. 13. El hombre que se divirtió con Eugénie, en la undécima jornada de Duclos, hace cagar, limpia el culo enmerdado, tiene una polla enorme, y encula una hostia con la punta de su instrumento. 14. Da por el culo a un muchacho con la hostia, se hace dar por el culo con la hostia. En la nuca del muchacho que encula hay otra hostia, sobre la que caga un tercer muchacho. Se corre así y sin cambiar pero profiriendo espantosas blasfemias. 15. Da por el culo al sacerdote mientras este dice misa y, cuando ha consagrado, el follador se retira un momento; el sacerdote se mete la hostia en el culo, y él vuelve a encularlo encima de ella. Por la noche, Curval desvirga por el culo, con una hostia, al joven y encantador Zélamir. Y Antinoüs folla al presidente con otra hostia; mientras folla, el presidente hunde con su lengua una tercera en el agujero del culo de Fanchon. El 4. 16. Solo le gusta dar por el culo a mujeres viejísimas mientras le azotan. 17. Solo da por el culo a ancianos mientras le joden. 18. Tiene amoríos regulares con su hijo. 19. Solo quiere dar por el culo a monstruos, o a negros, o a personas contrahechas. 20. Para juntar el incesto, el adulterio, la sodomía y el sacrilegio, da por el culo con una hostia a su hija casada. Aquella noche, entregan a Zélamir por el culo a los cuatro amigos. El 5. 21. Se hace follar y azotar alternativamente por dos hombres, mientras él da por el culo a un muchacho y un viejo le hace en su boca un zurullo que él come. 22. Dos hombres lo folian alternativamente, uno por la boca, otro por el culo; esto tiene que durar tres horas con el reloj sobre mesa. Se traga la leche del que le folla en la boca. 23. Se hace follar por diez hombres, a tanto por polvo; aguanta hasta 80 polvos al día sin correrse. 24. Prostituy e, para que les den por el culo, a su mujer, a su hija y a su hermana, y contempla cómo lo hacen. 25. Utiliza a ocho hombres en tomo a él: uno en la boca, uno por el culo, uno en la ingle derecha, uno en la izquierda; masturba a dos con cada una de sus manos; el séptimo está entre sus muslos, y el octavo se masturba sobre su cara. Aquella noche el duque desvirga a Michette por el culo y le causa unos dolores espantosos. El 6. 26. Hace dar por el culo a un anciano delante de él; retiran varias veces la polla del culo del viejo, se la ponen en la boca del examinador, que la chupa; después chupa al anciano, lo lame, le da por el culo; mientras, el que acaba de follar al viejo le da a su vez por el culo mientras es azotado por la may ordoma del libertino. 27. Aprieta violentamente el cuello de una muchacha de quince años mientras le da por el culo, a fin de estrecharle el ano; mientras tanto lo azotan con un vergajo. 28. Se hace meter en el culo unas grandes bolas de mercurio. Estas bolas suben y bajan, y a lo largo del cosquilleo excesivo que provocan, chupa pollas, traga leche, hace cagar los culos de las muchachas, traga la mierda. Permanece dos horas en este éxtasis. 29. Quiere que el padre le dé por el culo, mientras él sodomiza al hijo y a la hija de este hombre. Por la noche, Michette es entregada por el culo. Durcet se lleva a la Martaine para acostarse en su habitación, a ejemplo del duque, que tiene a Duclos, y de Curval, que tiene a Fanchon; esta prostituta adquiere sobre él el mismo poder lúbrico que Duclos sobre el duque. El 7. 30. Folla a un pavo cuy a cabeza está entre los muslos de una muchacha acostada sobre el vientre, de modo que parece que esté dando por el culo a la muchacha. Mientras tanto le dan por el culo a él y, en el instante de correrse, la muchacha degüella al pavo. 31. Folla a una cabra por detrás, mientras le azotan. Hace un hijo a esa cabra, al que también encula, aunque sea un monstruo. 32. Encula a unos machos cabríos. 33. Quiere ver correrse a una mujer, masturbada por un perro; y mata al perro de un pistoletazo sobre el vientre de la mujer sin herirla a ella. 34. Da por el culo a un cisne, metiéndole una hostia en el culo, y él mismo estrangula al animal al correrse. Aquella misma noche el obispo encula a Cupidon por primera vez. El 8. 35. Se hace meter en un canasto preparado, que tiene una única abertura, donde coloca el agujero del culo frotado con flujo de y egua, cuy o cuerpo representa el canasto, recubierto de una piel de ese animal. Un caballo semental, entrenado para esto, le encula y durante este tiempo, en el canasto, él folla a una hermosa perra blanca. 36. Folla a una vaca, la hace parir, y folla al monstruo. 37. En un canasto igualmente preparado, mete a una mujer que recibe el miembro de un toro; se divierte con el espectáculo. 38. Tiene una serpiente amaestrada que se le mete en el ano y lo sodomiza, mientras él encula a un gato en un canasto, que, sujetado por todas partes, no puede hacerle el menor daño. 39. Folla a una burra, haciéndose encular por un burro en unas máquinas preparadas que se explicarán. Por la noche, Cupidon es entregado por el culo. El 9. 40. Folla a una cabra por las ventanas de la nariz, que, mientras tanto, le lame los cojones con la lengua; mientras tanto, lo almohazan y le lamen el culo alternativamente. 41. Encula a un cordero, mientras un perro le lame el agujero del culo. 42. Encula a un perro, al que degüella cuando se corre. 43. Obliga a una puta a masturbar a un burro delante de él, y le folian durante este espectáculo. 44. Da por el culo a un mono; el animal está encerrado en un canasto; mientras tanto lo atormentan, a fin de aumentar la estrechez de su ano. Se celebra aquella noche la fiesta de la décima semana con la boda de Brise- cul y de Michette, que se consuma, y hace mucho daño a Michette. El 10. Anuncia que va a cambiar de pasión, y que el látigo, que antes, en el relato de Champville, era principal, pasa aquí a accesorio. 45. Hay que buscar a muchachas culpables de algunos delitos. Las asusta, les dice que serán detenidas, pero que se encarga de todo si acceden a recibir una violenta fustigación; y, asustadas como están, se dejan azotar hasta que sangran. 46. Hace buscar a una mujer con hermosos cabellos, con el único pretexto de contemplarlos; pero se los corta a traición, y se corre al verla lamentar su desdicha, de la que se ríe mucho. 47. Con muchas ceremonias, ella entra en una habitación oscura. No ve a nadie, pero oy e una conversación que la concierne, que habrá que detallar, y que es capaz de hacerla morir de miedo. Al final, recibe un diluvio de pescozones y de puñetazos, sin saber de dónde vienen; oy e los gritos de una ey aculación, y la sueltan. 48. Ella entra en una especie de sepulcro subterráneo, el cual solo está iluminado por velones; contempla todo su horror. Tan pronto como ha podido observarlo un momento, todo se apaga, se deja oír un ruido horrible de gritos y cadenas; se desmay a. Si no, se incrementa la causa del miedo con algunos episodios nuevos hasta conseguirlo. Tan pronto como ha perdido el conocimiento, un hombre cae sobre ella y la encula; después la abandona, y acuden los lacay os a socorrerla. Necesita muchachas muy jóvenes y muy inexperimentadas. 49. Ella entra en un lugar semejante, pero que habrá que diferenciar un poco en los detalles. La encierran desnuda en un ataúd, lo clavan, y el hombre se corre con el ruido de los clavos. Aquella noche, habían hecho ausentar premeditadamente a Zelmire de los relatos. La bajan a la bodega que se ha explicado y que ha sido preparada como las que acaban de ser descritas. Allí están los cuatro amigos desnudos y armados; ella se desmay a, y mientras tanto Curval la desvirga por el culo. El presidente ha concebido por esta muchacha los mismos sentimientos, de amor mezclados con la ira lúbrica que el duque siente por Augustine. El 11. 50. El mismo hombre, el duque de Florville del que ha hablado Duclos, el segundo del 29 de noviembre, el mismo también del quinto del 26 de febrero de Desgranges, quiere que coloquen en una cama de satén negro el hermoso cadáver de una muchacha que acaba de ser asesinada; la manosea por todos lados y la encula. 51. Otro quiere dos, el de una muchacha y el de un muchacho, y encula el cadáver del muchacho besando las nalgas de la muchacha y hundiendo la lengua en su ano. 52. Recibe a la muchacha en un gabinete lleno de cadáveres de cera, muy bien imitados; todos ellos heridos de diferentes maneras. Dice a la muchacha que elija, y que la matará igual que al cadáver cuy as heridas le gusten más. 53. La ata a un cadáver real, boca a boca, y la azota en esta posición hasta que sangra toda la parte posterior. Aquella noche, Zelmire es entregada por el culo, pero, antes, la juzgan, y le dicen que será ejecutada por la noche. Ella lo cree, y en lugar de eso, cuando ha sido bien enculada, se contentan con darle 100 latigazos cada uno, y Curval se la lleva a dormir con él, y sigue enculándola. El 12. 54. Quiere a una muchacha que tenga la regla. Ella se acerca a él, pero él está al lado de una especie de depósito de agua helada de más de doce pies de superficie por ocho de profundidad; está enmascarado, de modo que la muchacha no le ve. En cuanto está cerca del hombre, él la empuja dentro, y el instante de su caída coincide con el de la ey aculación del hombre; la sacan enseguida, pero, como ella tiene la regla, contrae con mucha frecuencia una grave enfermedad. 55. La baja desnuda a un pozo muy profundo y la amenaza con llenarlo de piedras; arroja algunos puñados de tierra para asustarla, y se corre en el pozo sobre la cabeza de la puta. 56. Hace entrar en su casa a una mujer preñada, y la asusta con amenazas y con palabras; la azota, repite sus malos tratos para hacerla abortar, y eso o en su casa, o en cuanto ha vuelto a la suy a. Si aborta en su casa, le paga el doble. 57. La encierra en un calabozo oscuro, en medio de gatos, ratas y ratones; [la] convence de que se pasará toda la vida ahí, y va todos los días a masturbarse ante su puerta, riéndose de ella. 58. Le mete unas bengalas en el culo, cuy as pavesas le chamuscan las nalgas al caer. Aquella noche, Curval reconoce a Zelmire como su mujer, y se casa con ella públicamente. El obispo celebra la ceremonia; repudia a Julie, que cae en el may or descrédito, pero a la que, no obstante, su libertinaje defiende, y a la que el obispo protege un poco, hasta que se manifieste totalmente a su favor, como se verá. Aquella noche se percibe mejor que nunca, el odio agresivo de Durcet hacia Adélaïde; la atormenta, la veja, ella está desolada; y el presidente, su padre, no la defiende. El 13. 59. Ata a una muchacha a una cruz de San Andrés colgada en el aire, y la azota con todas sus fuerzas en toda la parte posterior. Después, la desata y la arroja por una ventana, pero cae sobre unos colchones preparados; se corre al oírla caer. (Detallar la escena que él le monta para justificarlo.) 60. Le hace tragar una droga que le hace ver una habitación llena de objetos horribles. Ve un estanque cuy as aguas suben hacia ella, ella se encarama a una silla para evitar las aguas. Le dicen que no tiene más remedio que arrojarse y nadar; se arroja, pero cae de plano sobre una baldosa, y muchas veces se hace mucho daño. Es el instante de la ey aculación de nuestro libertino, cuy o placer, antes, ha consistido en besar mucho el trasero. 61. La mantiene colgada de una polea en lo alto de una torre; él está al alcance de la cuerda, puesta en una ventana superior; se masturba, sacude la cuerda, y amenaza con cortarla al correrse. Mientras tanto lo azotan, y, antes, él ha hecho cagar a la puta. 62. Está sujeta por cuatro delgadas cuerdas atadas a las cuatro extremidades. Así, colgada en la más cruel posición, abren debajo de ella una trampa que le descubre una hoguera ardiente: si las cuerdas se rompen, se cae allí. Las mueven, y el libertino corta una de ellas al correrse. A veces, la ponen en la misma posición, le ponen un peso en los riñones y suben mucho las cuatro cuerdas, de modo que se le reviente, por decirlo de algún modo, el estómago y se le partan los riñones. Permanece así hasta la ey aculación. 63. La amarra a un taburete; a un pie por encima de su cabeza, tiene un puñal muy afilado, colgado de un cabello; si el cabello se parte, el puñal, muy afilado, le penetra en el cráneo. El hombre se masturba frente a ella, y disfruta de las contorsiones que el miedo arranca a su víctima. Al cabo de una hora, la suelta, y le hace sangrar las nalgas con la punta de aquel mismo puñal, para mostrarle que estaba bien afilado; se corre sobre el culo ensangrentado. Aquella noche, el obispo desvirga a Colombe por el culo, y la azota hasta hacerla sangrar después de su ey aculación, porque no puede soportar que una muchacha le haga correrse. El 14. 64. Encula a una joven novicia que no sabe nada, y, al correrse, le dispara dos pistoletazos en las orejas, con lo que le chamusca el pelo. 65. La hace sentarse en un sillón con muelles; con su peso, ella hace saltar todos los muelles que accionan unos cercos de hierro entre los cuales se encuentra apresada; otros muelles presentan al soltarse 20 puñales sobre su cuerpo. El hombre se masturba diciéndole que, si imprime el menor movimiento al sillón, será apuñalada, y, al correrse, derrama su leche sobre ella. 66. Ella cae, a través de una báscula, en un gabinete tapizado de negro y amueblado con un reclinatorio, un ataúd y unas calaveras. Allí ve a seis espectros armados de mazas, espadas, pistolas, sables, puñales y lanzas, y dispuesto cada uno de ellos a herirla en un lugar diferente. Ella se tambalea, la invade el miedo; entra el hombre, la agarra, y la azota en todo el cuerpo con todas sus fuerzas, después se corre enculándola. Si se ha desmay ado cuando entra, cosa que suele ocurrir, la hace volver en sí a varetazos. 67. Ella entra en la cámara de una torre; ve allí, en el centro, una gran hoguera; sobre una mesa, veneno y un puñal. Se le da a elegir entre los tres tipos de muerte. Generalmente elige el veneno: es un opio preparado, que la hace caer en un profundo sopor, durante el cual el libertino la encula. Es el mismo hombre del que habló Duclos el 27 y del que hablará Desgranges el 6 de febrero. 68. El mismo hombre del que Desgranges hablará el 16 de febrero realiza todas las ceremonias para decapitar a la muchacha; cuando el sable va a caer, un cordón retira precipitadamente el cuerpo de la muchacha, el golpe cae sobre el tajo, y el sable se hunde unas tres pulgadas. Si la cuerda no retira a la muchacha a tiempo, esta muere. Él se corre al soltar el golpe. Pero, antes, la ha enculado, con el cuello sobre el tajo. Por la noche, Colombe es entregada por el culo; la amenazan y fingen que van a decapitarla. El 15. 69. Cuelga a la puta; tiene los pies apoy ados en un taburete, una cuerda está amarrada al taburete; él está frente a ella, sentado en un sillón, donde se hace masturbar por la hija de esa mujer. Al correrse, tira de la cuerda; la prostituta, que pierde su apoy o, queda colgada; él sale, entran unos lacay os, sueltan a la prostituta, y gracias a una sangría vuelve en sí, pero esta ay uda se le proporciona sin que él lo sepa. Se acuesta con la hija, y la sodomiza toda la noche diciéndole que ha ahorcado a su madre; el hombre no quiere saber que ella se ha recuperado. (Decir que Desgranges hablará de eso.) 70. Agarra a la muchacha por las orejas, y así la pasea, desnuda, por medio de la habitación; entonces se corre. 71. Pellizca furiosamente a la muchacha por todo el cuerpo, a excepción de los senos; la deja toda negra. 72. La pellizca en los pechos, se los atormenta y manosea hasta dejarlos totalmente magullados. 73. Con la punta de una aguja le dibuja unas cifras y unas letras en las tetas, pero la aguja está envenenada, los pechos se hinchan, y ella sufre mucho. 74. Le clava mil o dos mil alfileritos en las tetas, y se corre cuando le ha cubierto todo el pecho. Aquel día sorprenden a Julie, cada día más libertina, masturbándose con la Champville. A partir de entonces, el obispo la protege aún más, y la admite en su dormitorio, como el duque a Duclos, Durcet a Martaine, y Curval a Fanchon. Ella confiesa que desde su repudio, como la habían condenado a ir a dormir al establo de los animales, la Champville la había acogido en su dormitorio y se acostaba con ella. El 16. 75. Hunde unos grandes alfileres en todo el cuerpo de la muchacha, tetas incluidas; se corre cuando está completamente cubierta. (Decir que Desgranges hablará de esto; es la que explica, en cuarto lugar, el 27 de febrero.) 76. La hincha de bebida, luego le cose el coño y el culo; la deja así, hasta que la ve desmay arse por la necesidad de orinar o de cagar sin conseguirlo, o que la caída y el peso de las necesidades acaben por romper los hilos. 77. Son cuatro en una habitación y se lanzan la muchacha a puntapiés y a puñetazos, hasta que cae. Los cuatro se masturban mutuamente y se corren cuando está en el suelo. 78. Le quitan y le dan aire a voluntad en una máquina neumática. Para festejar la undécima semana, se celebra, aquel día, la boda de Colombe y de Antinoüs, que se consuma. El duque, que folla prodigiosamente a Augustine por el coño, siente aquella noche una ira lúbrica contra ella: la ha hecho sujetar por la Duclos, y le ha dado 300 latigazos, desde la mitad de la espalda hasta las pantorrillas, y después ha enculado a la Duclos besando el culo azotado de Augustine. Después, hace locuras por Augustine, quiere que almuerce a su lado, solo come de su boca, y mil inconsecuencias libertinas más que describen el carácter de aquellos malvados. El 17. 79. Ata a la muchacha a una mesa, boca abajo, y come una tortilla caliente puesta sobre sus nalgas, y pincha con fuerza los trozos con un tenedor muy puntiagudo. 80. Le sujeta la cabeza encima de un anafe, hasta que se desmay a, y la encula en este estado. 81. Le chamusca ligeramente y poco a poco la piel del seno y de las nalgas con unas cerillas azufradas. 82. Le apaga, gran número de veces seguidas, unas velas en el coño, en el culo, y en las tetas. 83. Le quema, con una cerilla, las pestañas, lo que le impide reposar de noche y poder cerrar los ojos para dormir. Aquella noche, el duque desvirga a Giton, que enferma, porque el duque es enorme, folla muy brutalmente y Giton solo tiene doce años. El 18. 84. La obliga, con la pistola en el pecho, a masticar y tragar un carbón ardiente, y después le iny ecta agua fuerte en el coño. 85. La hace bailar una danza completamente desnuda, alrededor de cuatro pilares preparados; pero el único camino que puede recorrer con los pies descalzos, alrededor de esos pilares, está lleno de hierros puntiagudos, puntas de clavos y pedazos de vidrio, y hay un hombre apostado en cada pilar, con un puñado de varas en la mano, que la azota por delante o por detrás, según la parte que presenta, cada vez que pasa cerca de él. Está obligada a correr así un cierto número de vueltas, según sea más o menos joven y bonita, siendo siempre las más hermosas las más maltratadas. 86. Le da violentos puñetazos en la nariz hasta que sangra, y sigue dándoselos, aunque esté ensangrentada; se corre y mezcla su leche con la sangre que ella pierde. 87. Le pellizca las carnes, y principalmente las nalgas, el pubis y las tetas, con unas tenazas de hierro muy calientes. (Decir que Desgranges hablará de ello.) 88. Le coloca en el cuerpo desnudo varios montoncitos de pólvora de cañón, sobre todo en los lugares más sensibles, y los enciende. Por la noche, ofrecen a Giton por el culo, y después de la ceremonia es fustigado por Curval, el duque y el obispo, que se lo han follado. El 19. 89. Le mete en el coño un cilindro de pólvora, a pelo, sin funda de cartón; lo enciende y se corre al ver la llama. Antes le ha besado el culo. 90. La empapa, de pies a cabeza, de alcohol; lo enciende, y se divierte hasta correrse al ver a la pobre muchacha completamente flambeada. Repite dos o tres veces la operación. 91. Le da una lavativa de aceite hirviente en el culo. 92. Le hunde un hierro candente en el ano, y otro igual en el coño, después de haberla azotado a fondo antes. 93. Quiere pisotear a una mujer preñada, hasta que aborte. Antes la azota. Aquella misma noche, Curval desvirga a Sophie por el culo, pero antes es azotada hasta sangrar con 100 latigazos por cada uno de los amigos. En cuanto Curval se le ha corrido en el culo, ofrece 500 luises a la sociedad por bajarla aquella misma noche a la bodega y divertirse con ella a su antojo; se lo niegan. Vuelve a darle por el culo, y al salirse del culo después de esta segunda ey aculación, le da un puntapié en el trasero, que la despide sobre unos colchones a 15 pies de distancia. Aquella misma noche, se venga con Zelmire, a la que azota con todas sus fuerzas. El 20. 94. Hace como si acariciara a la muchacha que le masturba, ella se confía; pero, en el momento de correrse, le coge la cabeza y la golpea fuertemente contra la pared. El golpe es tan imprevisto y violento que generalmente cae desmay ada. 95. Se reúnen cuatro libertinos; juzgan a una muchacha y la condenan en forma debida: su sentencia es de 100 bastonazos, aplicados de 25 en 25 por cada uno de los amigos y repartidos el primero desde la espalda hasta el final de los riñones, el segundo desde la caída de los riñones hasta las pantorrillas, el tercero desde el cuello hasta el ombligo, senos incluidos, y el cuarto desde el bajo vientre hasta los pies. 96. La pinchan con un alfiler en cada ojo, en cada pezón y en el clítoris. 97. Le hace gotear cera de España en las nalgas, en el coño y en el pecho. 98. Le sangra en el brazo, y no corta la sangre hasta que se desmay a. Curval propone sangrar a Constance a causa de su embarazo: lo hacen hasta que se desmay a; Durcet es quien la sangra. Aquella noche, entregan a Sophie por el culo, y el duque propone sangrarla, porque eso no puede hacerle daño, sino al contrario, y preparar un pastel con su sangre para el desay uno. Lo hacen, Curval es quien la sangra; Duclos le masturba mientras tanto, y él no quiere hacerle el corte hasta el momento en que salga su leche; lo hace ancho, pero no falla. Pese a todo, Sophie ha gustado al obispo, que la adopta por mujer y repudia a Aline, que cae en el may or descrédito. El 21. 99. La sangra en los dos brazos, y quiere que ella siga de pie mientras la sangre corre; de vez en cuando, detiene la hemorragia para azotarla; después abre de nuevo las heridas, y todo ello hasta que se desmay a. Solo se corre cuando ella cae; antes, la hace cagar. 100. La sangra en los cuatro miembros y en la y ugular, y se masturba al ver manar las cinco fuentes de sangre. 101. Le escarifica ligeramente las carnes, y sobre todo las nalgas, pero no las tetas. 102. Le escarifica fuertemente, y sobre todo en el seno, cerca del pezón, y cerca del agujero del culo cuando llega a las nalgas; después cauteriza las heridas con un hierro candente. 103. Lo atan a cuatro patas como una fiera salvaje; está recubierto de una piel de tigre. En tal estado lo excitan, lo irritan, lo azotan, le pegan, le masturban el culo. Frente a él hay una muchacha muy gorda, desnuda, y amarrada por los pies al suelo, y por el cuello al techo, de modo que no puede moverse. En cuanto el libertino está completamente excitado, lo sueltan, se arroja como una fiera salvaje sobre la muchacha, y la muerde en todas sus carnes, y principalmente en el clítoris y los pezones, que suele arrancar con sus dientes. Aúlla y grita como un animal, y se corre aullando. Es preciso que la muchacha cague; se comerá su zurullo en el suelo. Aquella misma noche, el obispo desvirga a Narcisse; es entregado aquella misma noche, para no estorbar la fiesta del 23. El duque, antes de encularlo, le hace cagar en su boca y devolverle la leche de sus predecesores. Después de haberlo enculado, le azota. El 22. 104. Le arranca los dientes y le araña las encías con unas agujas. A veces las quema. 105. Le parte un dedo de la mano, a veces varios. 106. Le aplasta fuertemente un pie de un martillazo. 107. Le disloca una muñeca. 108. Le da un martillazo en los dientes delanteros, mientras se corre. Su placer, antes, es chuparle mucho la boca. El duque, aquella noche, desvirga a Rosette por el culo, y, en el instante en que la polla entra en el culo, Curval arranca un diente a la chiquilla, para que sienta a la vez dos terribles dolores. Aquella misma noche, es entregada para no estorbar la fiesta del día siguiente. Cuando Curval se le ha corrido en el culo (y ha sido el último en pasar), cuando lo ha hecho, digo, tumba a la chiquilla de espaldas de una tremenda bofetada. El 23, a causa de la fiesta solo cuenta cuatro. 109. Le disloca un pie. 110. Le parte un brazo mientras le da por el culo. 111. Le parte un hueso de las piernas, de un golpe con una barra de hierro, y después le da por el culo. 112. La amarra a una escalera de tijera, con los miembros atados de manera extraña. Una cuerda sostiene la escalera; tiran de la cuerda, la escalera cae. Se rompe a veces un miembro, a veces otro. Aquel día, se celebra el matrimonio de Bande-au-ciel y Rosette para celebrar la duodécima semana. Aquella noche, sangran a Rosette cuando ha sido follada, y a Aline, a la que ha follado Hercule; ambas son sangradas de manera que su sangre corra por los muslos y las pollas de nuestros libertinos, que se masturban ante este espectáculo, y se corren cuando las dos se desmay an. El 24. 113. Le corta una oreja. (Tener cuidado en especificar siempre lo que hace antes toda esa gente.) 114. Le desgarra los labios y las aletas de la nariz. 115. Le perfora la lengua con un hierro candente, después de haberla chupado y mordido. 116. Le arranca varias uñas de los dedos, de las manos o de los pies. 117. Le corta la punta de un dedo. Y como la historiadora, interrogada, contesta que una mutilación semejante no provoca ninguna consecuencia molesta si es vendada inmediatamente después, aquella misma noche Durcet corta la punta del dedo meñique a Adélaïde, contra la cual su hostilidad lúbrica estalla cada vez más. Se corre con unos transportes increíbles. Aquella misma noche, Curval desvirga a Augustine por el culo, aunque sea mujer del duque. Suplicio que ella padece. Ira de Curval contra ella, después; conspira con el duque para bajarla a la bodega aquella misma noche, y le dicen a Durcet que, si quiere permitírselo, le permitirán a él, Durcet, que también baje inmediatamente a Adélaïde; pero el duque les arenga y consigue que sigan esperando, en beneficio de su placer. Así que Curval y el duque se contentan con azotar vigorosamente a Augustine, el uno en brazos del otro. El 25. 118. Derrama quince o veinte gotas de plomo fundido hirviente en la boca, y quema las encías con agua fuerte. 119. Corta la punta de la lengua, después de haberse hecho limpiar con ella el culo enmerdado, y luego le da por el culo cuando ha practicado la mutilación. 120. Tiene una máquina de hierro redonda que penetra en las carnes y corta, la cual, cuando es retirada, se lleva un trozo redondo de carne tan profundo como lo que se ha dejado bajar la máquina, que se hunde en tanto que no la paren. 121. Convierte en eunuco a un muchacho de diez a quince años. 122. Aprieta y arranca con unas tenazas los pezones y los corta con unas tijeras. Aquella misma noche, Augustine es entregada por el culo. Curval, al encularla, había querido besar el pecho de Constance, y, al correrse, se le llevó el pezón de un mordisco; pero, como la vendan inmediatamente, le aseguran que no perjudicará a su fruto. Curval dice a sus colegas, que se ríen de su ira contra esta criatura, que no controla los sentimientos de ira que le inspira. Cuando a su vez el duque da por el culo a Augustine, lo que siente contra esta hermosa criatura se desprende de la manera más viva posible: si no le hubieran vigilado, la habría herido, o en el pecho, o apretándole el cuello con todas sus fuerzas, al correrse. Sigue pidiendo a la asamblea ser su dueño, pero le objetan que hay que esperar las narraciones de Desgranges. Su hermano le ruega que tenga paciencia hasta que él mismo le dé el ejemplo con Aline; que lo que él quiere adelantar estropearía toda la economía de los acuerdos. Sin embargo, como y a no puede más, y necesita absolutamente un suplicio contra la hermosa muchacha, le permiten hacerle una ligera herida en el brazo: la hace en las carnes del antebrazo izquierdo, chupa su sangre, se corre, y vendan la herida, de modo que, al cuarto día, y a no se advierte. El 26. 123. Rompe una fina botella de cristal blanco en el rostro de la muchacha, atada e indefensa; antes, le ha chupado mucho la boca y la lengua. 124. Le amarra las dos piernas, le ata una mano a la espalda, le da en la otra mano un bastoncillo para defenderse, luego la ataca con grandes mandoblazos, le hace varias heridas en las carnes, y se corre en las llagas. 125. La tiende sobre una cruz de San Andrés, hace como si la rompiera, le lastima tres miembros sin luxación, y le parte claramente un brazo o una pierna. 126. La hace ponerse de perfil, y dispara un pistoletazo cargado con perdigones que le roza los dos senos; apunta a arrancar uno de los pezones. 127. La coloca de espaldas y a cuatro patas a 20 pasos de él, y le dispara una bala de fusil en las nalgas. Aquella misma noche, el obispo desvirga a Fanny por el culo. El 27. 128. El mismo hombre de quien hablará Desgranges el 24 de febrero hace abortar a una mujer preñada a fuerza de latigazos en el vientre; quiere verla parir delante de él. 129. Deja totalmente eunuco a un muchacho de dieciséis a diecisiete años. Antes le da por el culo y lo azota. 130. Quiere a una virgen; le corta el clítoris con una navaja, después la desflora con un cilindro de hierro al rojo vivo que hunde a martillazos. 131. Hace abortar a los ocho meses, por medio de un brebaje que hace que la mujer dé a luz al instante a su criatura muerta. Otras veces, determina un parto por el agujero del culo, pero la criatura sale muerta y la madre arriesga la vida. 132. Corta un brazo. Aquella noche, Fanny es entregada por el culo. Durcet la salva de un suplicio que le preparaban; la toma por mujer, se hace casar por el obispo, y repudia a Adélaïde, a la que infligen el suplicio destinado a Fanny, que consistía en romperle un dedo. El duque le da por el culo mientras Durcet le rompe el dedo. El 28. 133. Corta las dos muñecas y cauteriza con un hierro al rojo vivo. 134. Corta la lengua desde la raíz y cauteriza con un hierro al rojo vivo. 135. Corta una pierna, y con may or frecuencia la hace cortar mientras él da por el culo. 136. Arranca todos los dientes, y coloca en su lugar un clavo al rojo vivo, que hunde con un martillo; lo hace después de follar a la mujer por la boca. 137. Quita un ojo. Aquella noche, azotan a Julie con todas sus fuerzas y la pinchan en todos los dedos con una aguja. Esta operación se hace mientras el obispo le da por el culo, aunque la quiere bastante. El 29. 138. Ciega y absorbe los dos ojos dejando caer cera de España dentro. 139. Le corta un seno a ras de piel, y lo cauteriza con un hierro al rojo vivo. La Desgranges dirá entonces que este hombre es el que le cortó el pecho que le falta, y que está segura de que se lo come asado. 140. Corta las dos nalgas, después de haberla dado por el culo y azotado. Dicen que también se las come. 141. Corta a ras de piel las dos orejas. 142. Corta todas las extremidades, los veinte dedos, el clítoris, los pezones, la punta de la lengua. Aquella noche, Aline, después de haber sido vigorosamente azotada por los cuatro amigos, y enculada por el obispo por última vez, es condenada a que cada uno de los amigos le corte un dedo de cada miembro. El 30. 143. Le quita varios pedazos de carne de todo el cuerpo, los hace asar y la obliga a comerlos con él. Es el mismo hombre del 8 y del 17 de febrero de Desgranges. 144. Corta los cuatro miembros de un chiquillo, encula el tronco, lo alimenta bien, y lo deja vivir así; ahora bien, como los miembros no han sido cortados muy cerca del tronco, vive largo tiempo. Lo encula durante más de un año así. 145. Ata a la muchacha fuertemente por una mano, y la deja así sin comer; a su lado tiene un gran cuchillo, y delante de ella una excelente comida: si quiere comer, tiene que cortarse la mano; si no, muere. Anteriormente, la ha follado por el culo. Él la observa por una ventana. 146. Ata a la hija y a la madre; para que una de las dos viva y haga vivir a la otra, es preciso que una se corte la mano. Se divierte viendo la discusión, y cuál de las dos se sacrificará por la otra. Solo cuenta cuatro historias, a fin de celebrar aquella noche la fiesta de la decimotercera semana, en la que el duque se casará, haciendo él de mujer, con Hercule en calidad de marido, y, haciendo él de hombre, con Zéphire en calidad de mujer. El joven puto que, como sabemos, tiene el culo más bello de los ocho muchachos, es presentado vestido de muchacha, y así es tan lindo como el Amor. La ceremonia es consagrada por el obispo y se desarrolla delante de todo el mundo. El muchachito no es desvirgado hasta aquel día; el duque lo hace con gran placer, y mucho esfuerzo; lo hace sangrar. Hercule le folla a él durante toda la operación. El 31. 147. Le saca los ojos, y la deja encerrada en una habitación, diciéndole que frente a ella hay comida, que no tiene más que ir a buscarla. Pero, para ello, es preciso que pase por una plancha de hierro que no ve y que mantienen siempre al rojo vivo. Se divierte mirando por una ventana qué hará: si se quemará, o si preferirá morirse de hambre. Previamente, ha sido muy azotada. 148. La castiga con el suplicio de la cuerda, que consiste en que te aten los miembros con unas cuerdas y en ser, mediante estas cuerdas, izado muy alto; desde todo lo alto te dejan caer a plomo: cada caída te disloca y rompe todos los miembros, porque caes en el vacío y solo estás sujeto por unas cuerdas. 149. Le hace unas profundas heridas en las carnes, en medio de las cuales derrama pez hirviente y plomo fundido. 150. La ata desnuda y sin ningún auxilio, en el momento en que acaba de parir; ata a su criatura delante de ella, la criatura grita y ella no puede ay udarla. Ha de verla morir así. A continuación, azota con todas sus fuerzas a la madre en el coño, dirigiendo sus golpes a la vagina. Él es generalmente el padre de la criatura. 151. La hincha de agua; después le cose el coño y el culo, así como la boca, y la deja así hasta que el agua reviente los conductos, o que ella perezca. (Comprobar por qué hay una de más, y si hay que suprimir alguna que sea esta última que y a creo hecha.) Aquella misma noche, Zéphire es entregado por el culo, y Adélaïde castigada a una ruda fustigación, después de la cual la quemarán con un hierro candente, justo en el interior de la vagina, debajo de los sobacos, y un poco chamuscada debajo de cada teta. Lo soporta todo como una heroína e invocando a Dios, lo cual irrita todavía más a sus verdugos. Cuarta parte Las 150 pasiones asesinas, o de cuarta clase, que componen 28 jornadas de febrero, ocupadas por las narraciones de la Desgranges, a las que se ha unido el diario exacto de los acontecimientos escandalosos del castillo durante ese mes. (Plan) E stablecer de entrada que todo cambia de aspecto, este mes; que las cuatro esposas son repudiadas, que Julie, no obstante, ha hallado gracia cerca del obispo, que la ha tomado con él en calidad de sirvienta, pero que Aline, Adélaïde y Constance están sin casa ni hogar, a excepción, sin embargo, de la última, que se ha permitido a Duclos confinarla con ella, porque quieren conservar su fruto. Pero, en cuanto a Adélaïde y Aline, duermen en el establo de las bestias destinadas a servir de alimento. Las sultanas Augustine, Zelmire, Fanny y Sophie, son las que sustituy en a las esposas en todas sus funciones, a saber: en los retretes, en el servicio de la comida, en los sofás, en la cama de los señores, de noche. De manera que así es como están, en esta época, los dormitorios de los señores. Independientemente del follador de turno que cada uno de ellos posee, tienen: el duque a Augustine, Zéphire y Duclos en su cama con el follador; él se acuesta en medio de los cuatro, y Marie en el sofá; Curval duerme de igual manera entre Adonis, Zelmire, un follador y Fanchon; nadie fuera; Durcet duerme entre Hy acinthe, Fanny, un follador y la Martaine (comprobar), y, en el sofá, Louison; el obispo duerme entre Céladon, Sophie, un follador y Julie, y, en el sofá, Thérèse. Lo que permite ver que las parejitas de Zéphire y Augustine, Adonis y Zelmire, Hy acinthe y Fanny, Céladon y Sophie, que han sido casadas, pertenecen al mismo dueño. Solo quedan cuatro muchachas en el serrallo de las muchachas, y cuatro en el serrallo de los muchachos. Champville duerme en el de las muchachas y Desgranges en el de los muchachos, Aline en el establo, como y a se ha dicho, y Constance en la habitación de Duclos, sola, y a que Duclos duerme con el duque todas las noches. La comida es servida siempre por las cuatro sultanas representando las cuatro esposas, y la cena por las cuatro sultanas restantes; un grupo sirve siempre el café; pero los grupos de los relatos, delante de cada camarín de cristal, y a solo están compuestos por un muchacho y una muchacha. En cada relato, Aline y Adélaïde están atadas a los pilares del salón de historias del que y a se ha hablado; están amarradas a ellos, con las nalgas enfrente de los sofás, y, cerca de ellas, una mesita provista de varas, de manera que siempre están a punto de recibir el látigo. Constance tiene permiso para estar sentada en la hilera de las historiadoras. Cada una de las viejas se ocupa de su pareja, y Julie, desnuda, va de un sofá a otro, para recibir las órdenes y ejecutarlas inmediatamente. En cuanto al resto, siempre igual, un follador por sofá. Así es como Desgranges comienza sus relatos. En un reglamento especial, los amigos han decidido que, a lo largo de este mes. Aline, Adélaïde, Augustine y Zelmire serían entregadas a la brutalidad de sus pasiones, y que podrían, el día prescrito, o inmolarlas solos, o invitar al sacrificio al amigo que quisieran, sin que los demás se ofendan; que respecto a Constance, serviría para la celebración de la última semana, tal como se explicará en su momento y lugar. Cuando el duque y Curval, quienes por este acuerdo volverán a enviudar, quieran, para terminar el mes, tomar una esposa para las funciones, podrán hacerlo, eligiendo entre las cuatro sultanas restantes. Pero los pilares quedarán vacíos, tan pronto como las dos mujeres que los ocupaban y a no estén. Desgranges comienza y, después de haber advertido que solo se tratará de asesinatos, dice que procurará, tal como se le ha recomendado, entrar en los más minuciosos detalles, y sobre todo advertir de los gustos comunes con los que esos asesinos de la orgía hacían preceder sus pasiones, a fin de que se puedan juzgar las relaciones y los encadenamientos, y ver cuál es el tipo de libertinaje simple que, rectificado por unas mentes sin moral y sin principios, puede conducir al asesinato, y a qué tipo de asesinato. Después comienza. El 1 de febrero. 1. Le gustaba divertirse con una pordiosera que no hubiera comido en tres días; y su segunda pasión consiste en dejar morir de hambre a una mujer en el fondo de un calabozo, sin ofrecerle el mínimo socorro; la observa y se masturba examinándola, pero solo se corre el día en que perece. 2. La mantiene allí largo tiempo, disminuy endo cada día un poco su ración; la hace cagar antes, y come la mierda en un plato. 3. Le gustaba chupar la boca, tragar la saliva, y, como segunda [pasión], encierra a la mujer en un calabozo, con víveres solo para quince días; el trigésimo día, entra en él y se masturba sobre el cadáver. 4. Hacía mear y, como segunda, la hace morir a fuego lento impidiéndole beber y dándole mucho de comer. 5. Azotaba, y hace morir a la mujer impidiéndole dormir. Aquella misma noche, Michette es colgada de los pies, después de haber comido mucho, hasta que vomita todo encima de Curval, que se masturba debajo y traga. El 2. 6. Hacía cagar en su boca y comía según caía; su segunda consiste en alimentar únicamente con miga de pan y vino. Ella revienta al cabo de un mes. 7. Le gustaba follar por el coño; contagia a la mujer una enfermedad venérea por iny ección, pero de tan mala especie que revienta al cabo de poquísimo tiempo. 8. Hacía vomitar en su boca, y, como segunda, le provoca, mediante una bebida, una fiebre maligna de la que no tarda en reventar. 9. Hacía cagar, y, como segunda, da una lavativa de ingredientes envenenados en agua hirviente o agua fuerte. 10. Un famoso fustigador coloca a una mujer en un pivote sobre el que gira incesantemente hasta la muerte. Por la noche, dan una lavativa de agua hirviente a Rosette en el momento en que el duque acaba de encularla. El 3. 11. Le gustaba dar bofetadas, y, como segunda, tuerce el cuello hacia atrás, de modo que tenga la cara del lado de las nalgas. 12. Le gustaba la bestialidad, y, como segunda, le gusta hacer desvirgar a una muchacha delante de él por un garañón, que la mata. 13. Le gustaba follar por el culo, y, como segunda, la entierra hasta medio cuerpo, y la alimenta así hasta que la mitad del cuerpo está podrida. 14. Le gustaba masturbar el clítoris, y hace que uno de sus hombres masturbe a una muchacha en el clítoris hasta la muerte. 15. Un fustigador, perfeccionando su pasión, azota hasta la muerte a la mujer en todas las partes del cuerpo. Aquella noche, el duque quiere que Augustine sea masturbada en el clítoris, que tiene muy sensible, por la Duclos y la Champville, que se relevan y la masturban hasta el desmay o. El 4. 16. Le gustaba apretar el cuello, y, como segunda, ata a la muchacha por el cuello. Delante de ella tiene una gran comida, pero, para alcanzarla, es preciso que se estrangule a sí misma o que muera de hambre. 17. El mismo hombre que ha matado a la hermana de Duclos, y cuy o gusto es manosear las carnes largo tiempo, amasa el pecho y las nalgas con una fuerza tan furiosa que la hace morir con este suplicio. 18. El hombre de quien Martaine habló el 20 de enero, y al que le gustaba sangrar a las mujeres, las mata a fuerza de sangrías repetidas. 19. Aquel cuy a pasión consistía en hacer correr a una mujer desnuda hasta que cay era, y del que y a se ha hablado, tiene, como segunda, encerrarla en un baño turco ardiente, donde muere como asfixiada. 20. Aquel de quien Duclos habló, que le gustaba hacerse poner pañales y al que la muchacha daba su mierda en lugar de papilla, envuelve tan estrechamente con pañales a una mujer que la hace morir así. Aquella noche, un poco antes de pasar al salón de historias, han encontrado a Curval dando por el culo a una de las criadas de la cocina. Paga la multa; la muchacha recibe la orden de asistir a las orgías, donde el duque y el obispo la enculan a su vez, y recibe 200 latigazos de la mano de cada uno de ellos. Es una gorda saboy ana de veinticinco años, bastante lozana, y que tiene un bonito culo. El 5. 21. Le gusta como primera pasión la bestialidad, y, como segunda, cose a la muchacha en una piel de asno recién desollada, con la cabeza fuera; la alimenta, y la deja dentro de ella hasta que la piel del animal la sofoca al encogerse. 22. Aquel de quien Martaine habló el 15 de enero, y al que le gustaba colgarse jugando, cuelga a la muchacha por los pies y la deja allí hasta que la sangre la sofoca. 23. Aquel del 27 de noviembre, de Duclos, al que le gustaba emborrachar a la puta, da muerte a la mujer hinchándola de agua con un embudo. 24. Le gustaba torturar las tetas, y lo perfecciona encajando las dos tetas de la mujer en dos especies de cacerolas; después, coloca a la criatura, con sus dos tetas así acorazadas, sobre dos braseros, y la deja reventar en medio de aquellos dolores. 25. Le gustaba ver nadar a una mujer, y, como segunda, la arroja al agua, y la saca medio ahogada; la cuelga después de los pies para hacerle vomitar el agua. Tan pronto como se ha recuperado, la arroja de nuevo, y así varias veces, hasta que revienta. Aquel día, a la misma hora que la víspera, encuentran al duque dando por el culo a otra criada; paga la multa; la criada es enviada a las orgías, donde todo el mundo disfruta de ella, Durcet por la boca, el resto por el culo, e incluso por el coño, pues es virgen, y es condenada a 200 latigazos por cada uno de ellos. Es una muchacha de dieciocho años, alta y bien hecha, un poco pelirroja, y con un culo muy hermoso. Aquella misma noche, Curval dice que es esencial seguir sangrando a Constance por su embarazo; el duque la encula y Curval la sangra, mientras Augustine lo masturba sobre las nalgas de Zelmire y alguien lo folla. Clava mientras se corre, y no y erra. El 6. 26. Su primera pasión consistía en arrojar a una mujer a una hoguera de una patada en el culo, pero de la que salía lo bastante pronto como para sufrir muy poco. La perfecciona, obligando a la muchacha a estar de pie ante dos fuegos, uno de los cuales la asa por delante y otro por detrás; la deja allí hasta que se le derriten las grasas. Desgranges advierte de que hablará de asesinatos que provocan una muerte rápida y con la que apenas se sufre. 27. Le gustaba impedir la respiración con sus manos, sea apretando el cuello, sea dejando largo tiempo la mano sobre la boca, y lo perfecciona sofocándola entre cuatro colchones. 28. Aquel de quien habló Martaine y que daba a elegir entre tres muertes (ved el 14 de enero), salta los sesos de un pistoletazo sin dar elección; le da por el culo, y al correrse dispara. 29. Aquel de quien habló Champville el 22 de diciembre, que hacía saltar en la manta con un gato, la arroja desde lo alto de una torre sobre unas piedras, y se corre al escuchar su caída. 30. Aquel a quien le gustaba apretar el cuello mientras daba por el culo, y del que Martaine habló el 6 de enero, encula a la muchacha, con un cordón de seda negra alrededor del cuello, y se corre al estrangularla. (Que ella diga que esta voluptuosidad es una de las más refinadas que puede procurarse un libertino.) Se celebra aquel día la fiesta de la decimocuarta semana, y Curval se casa, como mujer, con Brise-cul en calidad de marido, y, como hombre, con Adonis en calidad de mujer. Esta criatura solo es desvirgada aquel día, delante de todo el mundo, mientras Brise-cul folla a Curval. En la cena se emborrachan; y azotan a Zelmire y Augustine en los riñones, las nalgas, los muslos, el vientre, el pubis y los muslos por delante; después Curval hace follar a Zelmire, su nueva esposa, con Adonis, y les da por el culo sucesivamente a los dos. El 7. 31. En un principio le gustaba follar a una mujer adormilada, y lo perfecciona haciéndola morir con una fuerte dosis de opio; la penetra por el coño durante el sueño mortal. 32. El mismo hombre de quien acaba de hablar, y que arroja varias veces al agua, también tiene por pasión ahogar a una mujer con una piedra al cuello. 33. Le gustaba abofetear, y, como segunda, le derrama plomo fundido en el oído mientras duerme. 34. Le gustaba azotar en la cara. Champville habló de él el 30 de diciembre. (Comprobar.) Mata a continuación a la muchacha de un fuerte martillazo en la sien. 35. Le gustaba ver arder hasta el final una vela en el ano de la mujer: la ata al extremo de un conductor, y la hace fulminar por el ray o. 36. Un fustigador. La coloca de cuatro patas con el culo pegado a la boca de un cañón; el proy ectil se la lleva por el culo. Aquel día, encontraron al obispo dando por el culo a la tercera criada. Paga la multa; la muchacha es mandada a las orgías, el duque y Curval se la folian por detrás y por delante, pues es virgen; después le dan 800 latigazos: 200 cada uno de ellos. Es una suiza de diecinueve años, muy blanca, muy gorda, y con un culo muy hermoso. Las cocineras se quejan, y dicen que el servicio y a no podrá funcionar si molestan a las criadas, y las dejan allí hasta el mes de marzo. Aquella misma noche, cortan un dedo a Rosette, y lo cauterizan con fuego. Durante la operación ella está entre Curval y el duque; el uno la folla por el culo, el otro por el coño. La misma noche, Adonis es entregado por el culo, de modo que el duque ha jodido aquella noche a una criada y a Rosette por el coño, a la misma criada por el culo, a Rosette también por el culo (han cambiado) y a Adonis. Está rendido. El 8. 37. Le gustaba azotar en todo el cuerpo con un vergajo, y es el mismo de quien habló Martaine, que a golpes hirió tres miembros y rompió uno. Le gusta moler a palos a la mujer, pero la ahoga sobre la cruz. 38. Aquel de quien habló Martaine, que finge degollar a la muchacha a la que se retira mediante una cuerda, la degüella de veras al correrse. Se masturba. 39. Aquel del 30 de enero, de la Martaine, a quien le gustaba causar heridas, las mete en mazmorras. 40. Le gustaba azotar en el vientre a mujeres preñadas, y lo perfecciona dejando caer sobre el vientre de una mujer preñada un peso enorme que la aplasta inmediatamente, a ella y a su fruto. 41. Le gustaba ver el cuello desnudo de una muchacha, apretarlo, torturarlo un poco: clava un alfiler en determinado lugar de la nuca, con lo que ella muere inmediatamente. 42. Le gustaba quemar lentamente, con una vela, diferentes partes del cuerpo. Lo perfecciona arrojándola a un horno ardiente, tan violento que es consumida al instante. Durcet, que empalma mucho, y que durante los relatos ha ido a azotar dos veces a Adélaïde en el pilar, propone colocarla atravesada en el fuego, y cuando ella ha tenido todo el tiempo de estremecerse ante la proposición, que no ha sido aceptada por poco, como compromiso le queman los pezones: Durcet, su marido, uno; Curval, su padre, otro; los dos se corren en esta operación. El 9. 43. Le gustaba pinchar con alfileres, y, como segunda, se corre dando tres puñaladas en el corazón. 44. Le gustaba quemar fuegos artificiales en el coño: ata a una jovencita delgada y bien hecha, como varilla, a un gran cohete volador; es disparada y cae junto con el cohete. 45. El mismo llena de pólvora todas las aberturas de una mujer, le prende fuego, y todos los miembros saltan y se descuartizan a la vez. 46. Le gustaba echar, por sorpresa, vomitivos en lo que comía la muchacha: le hace, como segunda, respirar un polvo en el rapé o en un ramo de flores, que la tumba de espaldas, muerta, en un instante. 47. Le gustaba azotar en el pecho y en el cuello: lo perfecciona derribándola de un vigoroso golpe asestado en el gaznate. 48. El mismo de quien habló Duclos el 27 de noviembre y Martaine el 14 de febrero. (Comprobar.) Ella acaba de cagar delante del libertino, él la riñe, la persigue a golpes de látigo de postillón por una galería. Se abre una puerta que da a una escalenta, ella cree encontrar allí su seguridad, se precipita por ella, pero falta un peldaño y cae en una bañera de agua hirviente que se cierra inmediatamente sobre ella y en la que muere escaldada, ahogada y sofocada. Sus gustos son hacer cagar y azotar a la mujer mientras ella caga. Aquella noche, al término de este relato, Curval ha hecho cagar a Zelmire por la mañana, el duque le pide mierda. Ella no puede; la castigan inmediatamente a pincharle el culo con una aguja de oro, hasta que la piel esté totalmente inundada de sangre, y, como el duque es el ofendido por este rechazo, él es quien opera. Curval pide mierda a Zéphire: este dice que el duque le ha hecho cagar por la mañana. El duque lo niega; llaman a declarar a la Duclos, que lo niega, aunque sea cierto. En consecuencia, Curval tiene derecho a castigar a Zéphire aunque sea amante del duque, de la misma manera que este acaba de castigar a Zelmire, aun siendo mujer de Curval. Zéphire es azotado hasta sangrar por Curval y recibe seis papirotazos en la punta de la nariz; sangra, lo cual hace reír mucho al duque. El 10. Desgranges dice que va a hablar de asesinatos, de traiciones, donde el procedimiento es lo principal y el efecto, o sea el asesinato, solo es accesorio. Y, en consecuencia, dice que situará los venenos en primer lugar. 49. Un hombre, cuy o gusto era dar por el culo, y jamás de otra manera, envenena a todas sus mujeres; y a va por la vigesimosegunda. Solo las follaba por el culo y jamás las había desvirgado. 50. Un sodomita invita a los amigos a un festín, y envenena a una parte de ellos cada vez que da de comer. 51. El del 26 de noviembre, de Duclos, y del 10 de enero, de Martaine, que es sodomita, finge ay udar a los pobres; les da víveres, pero están envenenados. 52. Un sodomita utiliza una droga que, arrojada al suelo, hace caer muertos a los que la pisan, y la utiliza muy a menudo. 53. Un sodomita utiliza otra droga que da la muerte en medio de inconcebibles tormentos; duran quince días, y ningún médico sabe qué hacer. Su may or placer es ir a visitaros cuando os halláis en tal estado. 54. Un sodomita, con hombres y con mujeres, utiliza otro polvo, cuy o efecto es el de eliminar la utilización de vuestros sentidos y dejaros como muerto. Se os cree así, os entierran, y morís desesperado en vuestro ataúd donde, recién enterrado, recobráis el conocimiento. Procura encontrarse encima del lugar donde estáis enterrado, para intentar oír algunos gritos; si los oy e, se desmay a de placer. Ha hecho morir así a parte de su familia. Hacen tomar a Julie, aquella noche, bromeando, unos polvos que le dan unos cólicos terribles; le dicen que está envenenada, lo cree, se desespera. Durante el espectáculo de sus convulsiones, el duque se hace masturbar delante de ella por Augustine. Tiene la desgracia de recubrirle el glande con el prepucio, que es una de las cosas que más disgustan al duque; iba a correrse, esto se lo impide. Dice que quiere cortarle un dedo a esta bribona, y se lo cortan de la mano con que ha cometido el error, mientras su hija Julie, que se cree envenenada, acude para hacerle correrse. Julie se cura aquella misma noche. El 11. 55. Un sodomita solía ir a casas de conocidos o amigos, y jamás dejaba de envenenar a la criatura humana más querida por aquel amigo. Utilizaba unos polvos que le hacían reventar al cabo de dos días de terribles dolores. 56. Un hombre, cuy o gusto consistía en torturar el pecho, lo perfeccionaba envenenando a las criaturas en el mismo seno de las nodrizas. 57. Le gustaba recibir lavativas de leche en la boca, y, como segunda, las daba envenenadas que provocaban la muerte en medio de horribles cólicos de entrañas. 58. A un sodomita, del que tendrá ocasión de volver a hablar el 13 y el 26, le gustaba incendiar las casas de los pobres, y lo hacía de manera que siempre hubiera mucha gente abrasada, y sobre todo criaturas. 59. A otro sodomita le gustaba dar muerte a las mujeres parturientas; al visitarlas llevaba consigo unos polvos cuy o olor las llenaba de espasmos y de convulsiones cuy o resultado era la muerte. 60. Aquel de quien Duclos habla en su vigesimoctava velada quiere ver parir a una mujer; mata a la criatura al salir del vientre de su madre y ante sus ojos, y esto fingiendo acariciarla. Aquella noche, comienzan por azotar a Aline con 100 latigazos cada amigo, hasta que sangra, después le piden mierda; se la ha dado por la mañana a Curval, que lo niega. En consecuencia, la queman en los dos senos, en cada palma de la mano; le hacen gotear cera de España en los muslos y en el vientre, le llenan de cera el agujero del ombligo, le queman el pelo del coño con alcohol. El duque provoca una discusión con Zelmire, y Curval le corta dos dedos, uno de cada mano. Augustine es azotada en el pubis y en el culo. El 12. Los amigos se reúnen por la mañana, y deciden que, resultándoles las cuatro viejas inútiles y pudiéndolas sustituir fácilmente en sus funciones por las cuatro historiadoras, deben divertirse con ellas y martirizarlas una tras otra, comenzando desde aquella misma noche. Se propone a las historiadoras ocupar su lugar; aceptan, con la condición de que no sean sacrificadas. Se les promete. 61. Los tres amigos, D’Aucourt, el abate y Desprès, de quienes Duclos habló el 12 de noviembre, siguen divirtiéndose juntos con esta pasión: quieren a una mujer preñada de ocho a nueve meses, le abren el vientre, le arrancan la criatura, la queman ante los ojos de la madre, en su lugar colocan en el estómago un paquete de azufre mezclado con mercurio, lo encienden, luego cosen el vientre y la dejan morir así, delante de ellos y en medio de unos dolores atroces, haciéndose masturbar por una muchacha que les acompaña. (Comprobar el nombre.) 62. Le gustaba desvirgar, y lo perfecciona haciendo una gran cantidad de criaturas a varias mujeres; después, en cuanto cumplen cinco o seis años, las desvirga, sean niña o niño, y las arroja a un horno ardiente en cuanto las ha follado, en el mismo instante de la ey aculación. 63. El mismo hombre de quien Duclos habló el 27 de noviembre, y Martaine el 15 de enero, y ella misma el 5 de febrero, cuy o gusto consistía en ahorcar de broma, en ver ahorcar, etcétera, él mismo, digo, oculta sus pertenencias en los cofres de sus servidores y dice que le han robado. Procura hacerlos ahorcar y, si lo consigue, va a disfrutar del espectáculo; si no, los encierra en una habitación y les da muerte estrangulándolos. Se corre durante la operación. 64. Un gran aficionado a la mierda, aquel de quien Duclos habló el 14 de noviembre, tiene en su casa un retrete preparado; hace que se siente encima la persona que quiere hacer morir y, tan pronto como se ha sentado, el asiento se hunde y arroja a la persona a una fosa de mierda muy profunda donde le deja perecer. 65. Un hombre de quien Martaine habló y que se divertía viendo caer a una muchacha de lo alto de una escalera perfecciona así su pasión (pero comprobar cuál). Hace colocar a la muchacha en un pequeño tablado, frente a una profunda charca, más allá de la cual hay un muro que le ofrece una retirada más segura puesto que hay una escalera adosada al muro. Pero es preciso arrojarse a la charca, y ella tiene mucha prisa porque, detrás del tablado donde está, hay un fuego lento que avanza poco a poco. Si el fuego la atrapa, será consumida, y, como no sabe nadar, si, para evitar el fuego, se arroja al agua, se ahogará. Alcanzada por el fuego, toma sin embargo la decisión de arrojarse al agua y de alcanzar la escalera que ve en el muro. Con frecuencia se ahoga: en tal caso no hay más que decir. Si es lo bastante afortunada como para alcanzar la escalera, trepa por ella, pero un peldaño, preparado en la parte superior, se rompe bajo sus pies cuando lo pisa y la precipita a un agujero recubierto de tierra que no había visto, y que, abriéndose bajo su peso, la arroja a una hoguera ardiente en la que perece. El libertino, cerca del espectáculo, se masturba observándolo. 66. El mismo de quien Duclos habló el 29 de noviembre, el mismo que desvirgó a la Martaine por el culo a los cinco años, y el mismo también de quien anuncia que volverá a hablar en la pasión con que cerrará sus relatos (la del infierno), ese mismo, digo, da por el culo a una muchacha de dieciséis a dieciocho años, la más bonita que han podido encontrarle. Un poco antes de su ey aculación, suelta un resorte que hace caer, sobre el cuello desnudo y despojado de la muchacha, una máquina de acero dentada, y que asierra poco a poco y minuciosamente el cuello de la muchacha, mientras que él suelta su ey aculación, la cual siempre es muy larga. Descubren aquella noche los amoríos de uno de los folladores subalternos y de Augustine. Él todavía no se la había follado, pero, para lograrlo, le proponía una evasión y se la presentaba como muy fácil. Augustine confiesa que estaba a punto de concederle lo que le pedía, para escapar de un lugar donde cree su vida en peligro. Fanchon es la que lo descubre todo y lo cuenta. Los cuatro amigos se arrojan de improviso sobre el follador, lo atan, lo agarrotan y lo bajan a la bodega, donde el duque le encula a la fuerza, sin pomada, mientras Curval lo degüella y los otros dos lo abrasan con un hierro candente en todas las partes del cuerpo. Esta escena ha ocurrido al terminar la comida, en lugar del café; van al salón de historias, como de costumbre, y, en la cena, se preguntan entre ellos si gracias al descubrimiento de la conjura deben indultar a Fanchon que, a consecuencia de la decisión de la mañana, iba a ser maltratada aquella misma noche. El obispo se opone a que la perdonen, y dice que sería indigno de ellos ceder al sentimiento de la gratitud, y que siempre será partidario de las cosas que pueden aportar una may or voluptuosidad a la sociedad, así como contrario a las que pueden privarla de un placer. En consecuencia, después de haber castigado a Augustine por haberse prestado a la conjura, primero haciéndola asistir a la ejecución de su amante, después enculándola y haciéndole creer que también la degollarían, y definitivamente arrancándole dos dientes, operación que realiza el duque mientras Curval da por el culo a la hermosa muchacha, y acabando por azotarla a fondo, después de todo esto, digo, hacen comparecer a Fanchon, la hacen cagar, cada amigo le da 100 latigazos, y el duque le corta la teta izquierda a ras de carne. Ella protesta mucho de la injusticia del procedimiento. « ¡Si fuera justo» , dice el duque, « no nos haría empalmar!» Después, la vendan, a fin de que pueda servir en otros suplicios. Descubren que había un leve comienzo de motín general entre los folladores subalternos, que el acontecimiento del sacrificio de uno de ellos ha calmado por completo. Al igual que la Fanchon, las otras tres viejas son destituidas de cualquier empleo, y sustituidas por las historiadoras y por Julie. Se estremecen, pero ¿cómo pueden evitar su suerte? El 13. 67. Un hombre a quien le gustaban mucho los culos atrae a una muchacha, a la que dice amar, a una excursión acuática; la barca está preparada, se parte, y la muchacha se ahoga. En ocasiones, él mismo lo hace de diferente manera: tiene un balcón preparado en una habitación muy elevada, la muchacha se apoy a en él, el balcón cede, y ella se mata. 68. Un hombre, a quien le gustaba azotar y después dar por el culo, lo perfecciona atray endo a una muchacha a una habitación preparada. Se abre una trampa, cae en una bodega en la que está el libertino; en el momento de su caída, le hunde un puñal en el pecho, en el coño y en el agujero del culo; después la arroja, muerta o no, a otra bodega, cuy a entrada está cerrada con una piedra, y ella cae sobre un montón de otros cadáveres que la han precedido, donde expira rabiosa, si no ha muerto. Y él procura asestarle unas débiles puñaladas, a fin de no matarla y de que muera en la última bodega. Antes, siempre da por el culo, azota y se corre. Actúa con sangre fría. 69. Un sodomita hace montar a la muchacha en un caballo salvaje que la arrastra y la mata en unos precipicios. 70. Aquel de quien Martaine habló el 18 de febrero, y cuy a primera pasión es quemar con fulminantes de pólvora, lo perfecciona haciendo colocar a la muchacha en una cama preparada. Tan pronto como se ha acostado, la cama se hunde en una hoguera ardiente, pero de la que puede salir. Él está allí y, cada vez que ella quiere salir, la empuja a golpes de espetón en el vientre. 71. Aquel de quien ella habló el 11, y al que le gustaba incendiar casas de pobres, intenta atraer a su casa a hombres o mujeres con la excusa de la caridad; los encula, hombre o mujer, les rompe los lomos, y los deja morir de hambre en un calabozo, así dislocados. 72. Aquel a quien le gustaba arrojar a una mujer por la ventana sobre un estercolero, y de quien habló Martaine, ejecuta lo que se verá, como segunda pasión. Deja acostar a la muchacha en una habitación que ella conoce y de la que se sabe que la ventana es muy baja; le da opio; tan pronto como está bien dormida, la traslada a una habitación idéntica a la suy a, pero cuy a ventana está muy alta y da encima de unas piedras puntiagudas. Después, entran precipitadamente en su habitación provocándole un gran terror; le dicen que van a matarla. Ella, que sabe que su ventana es baja, la abre y se arroja por ella sin mirar, pero cae sobre las piedras puntiagudas, desde más de treinta pies de altura, y se mata ella misma y sin que nadie la toque. Aquella noche, el obispo se casa, como mujer, con Antinoüs en calidad de marido, y, como hombre, con Céladon en calidad de mujer, y aquel mismo día esta criatura es enculada por primera vez. Esta ceremonia celebra la fiesta de la decimoquinta semana. El prelado quiere que, para acabar de celebrarla, se maltrate duramente a Aline, contra la cual estalla sordamente su ira libertina. La cuelgan y la descuelgan rápidamente, y todo el mundo se corre al verla colgada. Una sangría, que le hace Durcet, la repone, y al día siguiente no se nota nada, pero ha crecido una pulgada. Cuenta lo que sintió durante el suplicio. El obispo, para quien todo es fiesta aquel día, corta un pecho a ras de piel a la vieja Louison: entonces las dos restantes ven claramente cual será su suerte. El 14. 73. Un hombre, cuy o gusto simple consistía en azotar a una muchacha, lo perfecciona, quitando todos los días un pedazo de carne del tamaño de un guisante del cuerpo de la muchacha; pero no la venda, y así va pereciendo poco a poco. Desgranges advierte que hablará de asesinatos muy dolorosos, y que el tema principal será la extrema crueldad; entonces le recomiendan más que nunca los detalles. 74. Aquel a quien le gustaba sangrar quita todos los días media onza de sangre hasta la muerte. Es una historia muy aplaudida. 75. Aquel a quien le gustaba pinchar el culo con unos alfileres asesta cada día una leve puñalada. Detiene la sangre, pero no venda la herida, y así ella muere lentamente. 75 bis. Un fustigador sierra todos los miembros lentamente y uno tras otro. 76. El marqués de Mesanges, de quien Duclos habló en relación con la hija del zapatero Petignon que él había comprado a Duclos, y cuy a primera pasión era la de hacerse azotar cuatro horas sin correrse, tiene como segunda colocar a una chiquilla en la mano de un coloso, que cuelga a la criatura por la cabeza sobre una gran hoguera que la abrasa con mucha lentitud; es preciso que las muchachas sean vírgenes. 77. Su primera pasión es la de quemar poco a poco las carnes del pecho y de las nalgas con una cerilla, y su segunda es mechar todo el cuerpo de una muchacha con unas pajuelas que enciende una tras otra, y la ve morir así. « No existe muerte más dolorosa» , dice el duque, que confiesa haberse entregado a esa infamia, y haberse corrido copiosamente; « se dice que la mujer vive de seis a ocho horas» . Por la noche, Céladon es entregado por el culo; el duque y Curval se divierten con él. Curval quiere que sangren a Constance por su preñez, y la sangra él mismo corriéndose en el culo de Céladon; después corta un pecho a Thérèse mientras encula a Zelmire, y el duque encula a Thérèse mientras la intervienen. El 15. 78. Le gustaba chupar la boca y tragar la saliva, y lo perfecciona haciendo tragar todos los días, durante nueve días, una pequeña dosis de plomo fundido, con un embudo; revienta al noveno. 79. Le gustaba retorcer un dedo, y, como segunda, rompe todos los miembros, arranca la lengua, saca los ojos, y deja vivir así, disminuy endo todos los días la alimentación. 80. Un sacrilego, el segundo de quien habló Martaine el 3 de enero, ata a un guapo muchachito, con unas cuerdas, a una cruz muy elevada, y lo deja allí para que se lo coman los cuervos. 81. Uno que olisqueaba los sobacos y se los follaba, y de quien habló Duclos, cuelga a una mujer por los sobacos, atada por todas partes, y la pincha todos los días en alguna parte del cuerpo, para que la sangre atraiga las moscas; la deja así morir poco a poco. 82. Un hombre, apasionado por el culo, rectifica enterrando a la muchacha en una bodega donde hay para vivir tres días; la hiere antes para hacer su muerte más dolorosa. Las quiere vírgenes, y les besa el culo durante ocho días antes de entregarlas a este suplicio. 83. Le gustaba follar bocas y culos muy jóvenes: lo perfecciona arrancando el corazón de una muchacha en vivo; hace en él un agujero, folla por el agujero caliente, devuelve el corazón a su sitio con su leche dentro; cose la herida, y deja a la muchacha acabar su suerte sin ay uda; la cual no dura mucho en este caso. Aquella noche, Curval, siempre irritado contra la hermosa Constance, dice que se puede parir perfectamente con un miembro roto y, en consecuencia, parte el brazo derecho de esa infortunada. Durcet, la misma noche, corta un pecho a Marie, a la que antes han azotado y hecho cagar. El 16. 84. Un fustigador se perfecciona descamando lentamente los huesos; sorbe la médula y en su lugar echa plomo fundido. Aquí, el duque exclama que no volverá a dar por el culo en su vida si no es ese el suplicio que destina a Augustine. La pobre muchacha, a la que mientras tanto estaba enculando, lanza unos gritos y arroja un torrente de lágrimas. Y como, con esta escena, le ha hecho frustrar su ey aculación, le da, masturbándose y corriéndose solo, una docena de soplamocos que resuenan en toda la sala. 85. Un sodomita tritura, en una máquina preparada, a la muchacha en pedacitos; es una tortura china. 86. Le gustaban los virgos de las muchachas, y su segunda es ensartar a una virgen por el coño con una estaca puntiaguda; está allí como a caballo, se la hunden, con una bala de cañón en cada pie, y la dejan morir así poco a poco. 87. Un fustigador desuella a la muchacha tres veces; unta la cuarta piel con un cáustico devorador que la hace morir en medio de horribles dolores. 88. Un hombre, cuy a primera pasión consistía en cortar un dedo, tiene, como segunda, agarrar un pedazo de carne con unas tenazas al rojo vivo; corta con unas tijeras el pedazo de carne, después cauteriza la herida. Pasa cuatro o cinco días descarnando así, poco a poco, todo el cuerpo, y ella muere en medio de los dolores de esta cruel operación. Aquella noche, castigan a Sophie y Céladon, que han sido descubiertos divirtiéndose juntos. Los dos son azotados en todo el cuerpo por el obispo, a quien pertenecen. Cortan dos dedos a Sophie y otros tantos a Céladon, que cura enseguida. No por ello dejan, después, de servir a los placeres del obispo. Introducen de nuevo a Fanchon en escena, y, después de haberla azotado con un vergajo, la queman en la planta de los pies, en cada muslo por delante y por detrás, en la frente, en cada mano, y le arrancan los dientes que le quedan. El duque mantiene casi siempre la polla en su culo mientras la operan. (Decir que se ha prescrito por ley no estropear las nalgas hasta el día del último suplicio.) El 17. 89. Aquel del 30 de enero, de Martaine, y de quien ella contó el 5 de febrero, corta las tetas y las nalgas de una muchacha, se las come, y coloca sobre las heridas unos emplastos que abrasan las carnes con tal violencia que muere. La obliga también a comer su propia carne, que acaba de cortar y que ha hecho asar. 90. Un sodomita hace hervir a una chiquilla en una marmita. 91. Un sodomita la hace asar en vivo ensartada en un espetón después de darle por el culo. 92. Un hombre, cuy a primera pasión consistía en hacer encular delante de él a muchachos y muchachas por unas pollas enormes, empala por el culo, y la deja morir así, contemplando las contorsiones de la muchacha. 93. Un sodomita ata a una mujer a una rueda de tortura, y, sin haberle hecho ningún daño antes, la deja ahí hasta que fallece de muerte natural. Aquella noche, el obispo, muy excitado, quiere que Aline sea torturada; su ira contra ella ha llegado a los últimos extremos. Aparece desnuda, la hace cagar y la encula, y después, sin correrse, saliendo lleno de furia del hermoso culo, le da una lavativa de agua hirviente que le obligan a devolver igual de hirviente en las narices de Thérèse. Después cortan a Aline los dedos de las manos y de los pies que le quedan, le parten los dos brazos, se los abrasan antes con un hierro al rojo vivo. Entonces la azotan y la abofetean, y después el excitadísimo obispo le corta un pecho y se corre. Pasan de allí a Thérèse, le abrasan el interior del coño, la nariz, la lengua, los pies y las manos, y le dan 600 vergajazos; le arrancan los dientes que le quedan y le abrasan la parte interior del gaznate. Augustine, testigo, se echa a llorar; el duque la azota en el vientre y en el coño, hasta que sangra. El 18. 94. Tenía como primera pasión escarificar las carnes, y, como segunda, la descuartiza entre cuatro arbolillos. 95. Un fustigador cuelga a la muchacha de una máquina que la sumerge en una gran hoguera y la saca enseguida, y esto dura hasta que ella está completamente abrasada. 96. Le gustaba apagar velas en las carnes. La rodea de azufre y la hace servir de antorcha, procurando que el humo no la sofoque. 97. Un sodomita arranca las entrañas de un muchacho y de una muchacha, pone las entrañas del muchacho en el cuerpo de la muchacha y las de la muchacha en el cuerpo del muchacho, cose después las heridas, los ata por la espalda, con un pilar que los sostiene colocado en medio de los dos, y se les ve morir así. 98. Un hombre, a quien le gustaba quemar un poco, rectifica haciendo asar en una parrilla, dando vueltas y más vueltas. Aquella noche, Michette es expuesta al furor de los libertinos. Primero es azotada por los cuatro, después cada uno de ellos le arranca un diente; le cortan cuatro dedos (cada uno de ellos corta uno); le abrasan los muslos por delante y por detrás, en cuatro lugares; el duque le manosea una teta, hasta que está completamente tumefacta, mientras da por el culo a Giton. Después aparece Louison. La hacen cagar, le dan 800 vergajazos, le arrancan todos los dientes, la queman en la lengua, en el agujero del culo, en el coño, en el pecho que le queda y en seis lugares de los muslos. Tan pronto como todo el mundo se ha acostado, el obispo va a buscar a su hermano. Se llevan con ellos a Desgranges y Duclos; los cuatro bajan a Aline a la bodega; el obispo la encula, el duque también, decretan su muerte, y se la dan en medio de tormentos excesivos y que duran hasta el alba. Al subir, se congratulan de las dos historiadoras y aconsejan a los otros dos que las utilicen siempre en los suplicios. El 19. 99. Un sodomita: coloca a la mujer sobre una estaca con punta de diamante clavada en la rabadilla, sus cuatro miembros sujetos al aire solo por cordeles; los efectos de este dolor son hacer reír y el suplicio es espantoso. 100. Un hombre, a quien le gustaba cortar un poco de carne en el culo, lo perfecciona haciendo serrar a la muchacha muy lentamente entre dos planchas. 101. Un sodomita con los dos sexos hace venir al hermano y a la hermana. Dice al hermano que lo hará morir en un suplicio espantoso cuy os preparativos le muestra, pero que, sin embargo, le perdonará la vida si quiere, primero, follar a su hermana, y estrangularla después delante de él. El joven acepta y, mientras se folla a su hermana, el libertino da por el culo a veces al muchacho y a veces a la muchacha. Después el hermano, por miedo a la muerte que le presentan, estrangula a su hermana, y en el momento en que acaba de matarla, se abre una trampa preparada, y los dos, ante los ojos del libertino, caen en una hoguera ardiente. 102. Un sodomita exige que un padre folie a su hija delante de él. Después da por el culo a la hija sujeta por el padre; luego dice al padre que es absolutamente necesario que su hija perezca, pero que tiene la opción de matarla él mismo estrangulándola, cosa que no la hará sufrir, o, si no quiere matar a su hija, la matará él mismo, pero será ante los ojos del padre y en medio de suplicios espantosos. El padre prefiere matar a su hija con un cordón anudado alrededor del cuello que verla soportar unos tormentos terribles, pero cuando se dispone a hacerlo, lo atan, lo agarrotan y despellejan a su hija delante de él, la rodean después con unos alambres espinados al rojo vivo, después la arrojan a una hoguera, y el padre es estrangulado para enseñarle, dice el libertino, a acceder a estrangular él mismo a su hija. Le arrojan, luego, a la misma hoguera de su hija. 103. Un gran aficionado a culos y a látigos junta a la madre y a la hija. Dice a la hija que, si no permite que le corten las dos manos, matará a su madre; la pequeña lo permite; él se las corta. Entonces separa a los dos seres, atan el cuello de la muchacha a una cuerda, los pies sobre un taburete; en el taburete hay otra cuerda cuy o cabo pasa a la habitación donde la sujeta la madre. Dice a la madre que tire de la cuerda: tira de ella sin saber lo que hace; la llevan inmediatamente a contemplar su obra, y, en el momento de su desesperación, la decapitan por detrás de un sablazo. Aquella misma noche, Durcet, celoso del placer que, la pasada noche, tuvieron los dos hermanos, quiere que se maltrate a Adélaïde, cuy o turno asegura que está a punto de llegar. En consecuencia, Curval su padre y Durcet su marido le pellizcan los muslos con unas tenazas al rojo vivo, mientras el duque la encula sin pomada. Le agujerean la punta de la lengua, le cortan los dos lóbulos de las orejas, le arrancan cuatro dientes, después la azotan con toda la fuerza de sus brazos. Aquella misma noche, el obispo sangra a Sophie delante de Adélaïde, su querida amiga, hasta que se desmay a; le da por el culo mientras la sangra, y permanece todo el tiempo en su culo. Cortan dos dedos a Narcisse; mientras Curval le da por el culo; después hacen aparecer a Marie, le hunden un hierro al rojo vivo en el culo y en el coño, la queman con un hierro candente en seis lugares de los muslos, en el clítoris, en la lengua, en el pecho que le queda, y le arrancan los dientes restantes. El 20 de febrero. 104. Aquel del 5 de diciembre, de Champville, cuy o gusto consistía en hacerse prostituir el hijo por la madre, para darle por el culo, rectifica juntando a la madre y al hijo. Dice a la madre que va a matarla, pero que la perdonará si mata a su hijo. Si no le mata, degüella a la criatura delante de ella, y, si le mata, la atan al cuerpo de su hijo, y la dejan perecer así, poco a poco, sobre el cadáver. 105. Un gran incestuoso junta a las dos hermanas después de haberlas enculado; las ata a una máquina, cada una de ellas con un puñal en la mano; la máquina parte, las muchachas chocan y así se matan mutuamente. 106. Otro incestuoso quiere a una madre y cuatro criaturas; las encierra en un lugar donde pueda observarlas; no les da alimento alguno, a fin de ver los efectos del hambre sobre la mujer y a cuál de sus criaturas se comerá en primer lugar. 107. Aquel del 29 de diciembre, de Champville, a quien le gustaba azotar mujeres preñadas, quiere a la madre y a la hija, ambas preñadas; ata a cada una de ellas en una placa de hierro, una encima de otra; se dispara un resorte, las dos placas se juntan estrechamente, y con tal violencia que las dos mujeres quedan pulverizadas, ellas y sus frutos. 108. Un hombre muy sodomita se divierte de la siguiente manera: reúne al amante y a la querida: « Hay un solo ser en el mundo» , le dice al amante, « que se opone a tu felicidad; voy a ponerlo en tus manos» . Le lleva a una habitación oscura en la que una persona duerme en una cama. Tremendamente excitado, el joven apuñala a esta persona. Tan pronto como lo ha hecho, se le hace ver que ha matado a su querida; desesperado, se mata a sí mismo. Si no lo hace, el libertino le mata a disparos de fusil, sin atreverse a entrar en la habitación donde está este joven furioso y armado. Antes, se ha follado al muchacho y a la muchacha, con la esperanza de servirles y de reunirles, y solo después de haber disfrutado de ellos les hace la jugada. Aquella noche, para celebrar la decimosexta semana, Durcet se casa, como mujer, con Bande-au-ciel en calidad de marido, y como hombre, con Hy acinthe en calidad de mujer; pero, para las nupcias, quiere torturar a Fanny, su esposa femenina. En consecuencia, la queman en los brazos y en los muslos en seis lugares, le arrancan dos dientes, la azotan, obligan a Hy acinthe, que la quiere y que es su marido por los acuerdos voluptuosos de que se ha hablado anteriormente, se le obliga, digo, a cagar en la boca de Fanny, y a esta a comerlo. El duque arranca un diente a Augustine y la folla en la boca inmediatamente después. Reaparece Fanchon; la sangran y, mientras la sangre mana del brazo, se lo parten; después le arrancan las uñas de los pies y le cortan los dedos de las manos. El 21. 109. Ella anuncia que los siguientes son unos sodomitas que solo quieren asesinatos masculinos. Este hunde un cañón de fusil, cargado de metralla gruesa, en el culo del muchacho que se acaba de follar, y dispara al correrse. 110. Obliga al muchacho a ver mutilar a su querida ante sus ojos, y le hace comer la carne, y principalmente las nalgas, las tetas y el corazón. Tiene que comer estos manjares, o morirse de hambre. Tan pronto como ha comido, si esa es la decisión que toma, le hace varias heridas en el cuerpo, y lo deja morir así desangrándose, y, si no come, se muere de hambre. 111. Le arranca los cojones y se los hace comer sin decírselo, después sustituy e estos testículos por unas bolas de mercurio, y de azufre, que le producen unos dolores tan violentos que muere. Durante esos dolores, le da por el culo, y se los aumenta abrasándole por todas partes con unas pajuelas, arañándole y quemándole las heridas. 112. Lo clava por el agujero del culo en una estaca muy fina, y deja que acabe así. 113. Da por el culo y, mientras sodomiza, levanta el cráneo, retira el cerebro, y lo sustituy e por plomo fundido. Aquella noche, Hy acinthe es entregado por el culo y vigorosamente fustigado antes de la operación. Narcisse es presentado; le cortan los dos cojones. Hacen venir a Adélaïde; le pasan una pala al rojo vivo por la parte delantera de los muslos, le queman el clítoris, le atraviesan la lengua, le azotan el pecho, le cortan los dos pezones, le parten los dos brazos, le cortan los dedos que le quedan, le arrancan los pelos del coño, seis dientes y un mechón de cabellos. Todo el mundo se corre, a excepción del duque, que, empalmando furiosamente, pide ejecutar él solo a Thérèse. Se lo conceden: le arranca todas las uñas con un cortaplumas y le quema los dedos con una vela, poco a poco, después le parte un brazo, y, como todavía no se corre, folla a Augustine y le arranca un diente dejándole su leche en el coño. El 22. 114. Quebranta a un muchachito, después lo ata a la rueda donde lo deja expirar; está colocado de manera que enseñe las nalgas de cerca, y el malvado que lo atormenta hace poner su mesa debajo de la rueda, y come allí todos los días, hasta que el paciente hay a expirado. 115. Desuella a un muchacho, lo unta de miel, y deja que así lo devoren las moscas. 116. Le corta la polla, las tetillas, y lo coloca sobre una estaca a la que está clavado por un pie, sosteniéndose en otra estaca a la que está clavado por la mano; así le deja hasta que muere. 117. El mismo hombre que había hecho comer a Duclos con sus perros, hace que un león devore a un muchacho delante de él, dándole una ligera vara para defenderse, lo que solo consigue excitar más al animal. Se corre cuando ha sido completamente devorado. 118. Entrega a un muchacho a un garañón adiestrado para eso, que le da por el culo y lo mata. La criatura está cubierta de una piel de y egua, y tiene el agujero del culo untado con flujo de y egua. Aquella misma noche, Giton es entregado a los suplicios: el duque, Curval, Hercule y Brise-cul lo folian sin pomada; lo azotan con todas sus fuerzas, le arrancan cuatro dientes, le cortan cuatro dedos (siempre por cuatro, porque cada uno de ellos oficia), y Durcet le aplasta un cojón entre sus dedos. Augustine es azotada por los cuatro con todas sus fuerzas; su hermoso culo sangra; el duque la encula mientras Curval le corta un dedo, después Curval la encula mientras el duque le quema en seis lugares de los muslos, con un hierro al rojo vivo; le corta también un dedo de la mano, en el momento de la ey aculación de Curval, y, pese a todo esto, ella no deja de ir a acostarse con el duque. Parten un brazo a Marie, le arrancan las uñas de los dedos y se los queman. Aquella misma noche, Durcet y Curval bajan a Adélaïde a la bodega, ay udados por Desgranges y Duclos. Curval la encula por última vez, después le dan muerte en medio de espantosos suplicios que hay que detallar. El 23. 119. Colocan a un chiquillo en una máquina que tira de él dislocándole, a veces hacia arriba, a veces hacia abajo; está roto por todas partes, lo sacan y lo vuelven a meter varios días seguidos hasta que muere. 120. Hace que una bonita muchacha masturbe hasta la extenuación a un chiquillo; se agota, no se le da de comer, y muere en medio de terribles convulsiones. 121. Se le practica en el mismo día la operación de la piedra, de la trepanación, de la fístula en el ojo, de la fístula en el ano. Se procura fallarlas todas, después se le abandona así, sin ay uda, hasta que muere. 122. Después de haberle cortado por completo la polla y los cojones, se le fabrica un coño al joven con una máquina de hierro al rojo vivo que hace el agujero y que cauteriza al instante; lo folla por esta abertura y lo estrangula con sus manos al correrse. 123. Lo cepilla con una almohaza de caballo; cuando lo ha ensangrentado de esta manera, lo frota con alcohol, que enciende, después sigue cepillando, y vuelve a frotar con alcohol, que inflama, y así sucesivamente hasta la muerte. Aquella misma noche, presentan a Narcisse para los malos tratos; le abrasan los muslos y la polla, le aplastan los dos cojones. Toman de nuevo a Augustine, por deseo del duque, que está encarnizado con ella; le queman los muslos y los sobacos, le hunden un hierro al rojo en el coño. Se desmay a; el duque se pone aún más furioso: le corta una teta, bebe su sangre, le parte los dos brazos y le arranca el vello del coño, todos los dientes, y le corta todos los dedos de las manos que cauteriza con fuego. Sigue acostándose con ella, y, por lo que afirma la Duclos, la folla por el coño y por el culo toda la noche, anunciándole que terminará con ella al día siguiente. Aparece Louison; le parten un brazo, le abrasan la lengua, el clítoris, le arrancan todas las uñas y le queman la punta de los dedos ensangrentados. Curval la sodomiza en este estado, y, en su rabia, retuerce y manosea con todas sus fuerzas una teta de Zelmire al correrse. No contento con tal exceso, la coge de nuevo y la azota con todas sus fuerzas. El 24. 124. El mismo que en el cuarto del 1 de enero de Martaine quiere dar por el culo al padre en medio de sus dos hijos, liberando una mano, apuñala a una de las criaturas, con la otra estrangula a la segunda. 125. Un hombre, cuy a pasión consistía en azotar a mujeres preñadas en el vientre, tiene como segunda juntar a seis en la fase de ocho meses. Las ata a todas, espalda contra espalda, ofreciendo el vientre; abre el estómago de la primera, atraviesa a cuchilladas el de la segunda, da 100 puntapiés en el de la tercera, 100 bastonazos en el de la cuarta, quema el de la quinta y ralla el de la sexta, y después machaca a mazazos en el vientre a la que todavía no ha muerto gracias a su suplicio. Curval interrumpe con alguna escena furiosa, pues esta pasión le ha excitado mucho. 126. El seductor de quien habló Duclos junta a dos mujeres. Exhorta a una, para salvar su vida, a renegar de Dios y de la religión, pero ella ha sido prevenida y se le ha dicho que no lo haga, porque si lo hace la matará, y si no lo hace no tiene nada que temer. Resiste, le salta la tapa de los sesos: « ¡Una para Dios!» . Hace venir a la segunda que, impresionada por el ejemplo y porque se le ha dicho en secreto que no tenía otra manera de salvar sus días que renegar, hace todo lo que se le propone. Le salta la tapa de los sesos: « ¡Otra para el diablo!» . El malvado recomienza el jueguecito todas las semanas. 127. A un redomado sodomita le gusta dar bailes, pero es un suelo preparado, que se hunde no bien está cargado, y casi todo el mundo perece. Si permaneciera siempre en la misma ciudad, sería descubierto, pero cambia de ciudad con mucha frecuencia; solo es descubierto la quincuagésima vez. 128. El mismo de Martaine, del 27 de febrero, cuy o gusto consiste en hacer abortar, coloca a tres mujeres preñadas en tres posiciones crueles, de manera que formen tres divertidos grupos. Las ve parir en esta situación; después les ata sus criaturas al cuello, hasta que la criatura hay a muerto, o ellas se la hay an comido, pues las deja en esta postura sin alimentarlas. 128 bis. El mismo tenía también otra pasión: hacía parir a dos mujeres delante de él, les vendaba los ojos, mezclaba las criaturas, que solo conocía él por una marca, después les ordenaba que fueran a reconocerlas. Si no se equivocaban, las dejaba vivir; si se equivocaban, las abría en canal a sablazos encima del cuerpo de la criatura que creían propia. Aquella misma noche, presentan a Narcisse en las orgías; acaban por cortarle todos los dedos de las manos mientras el obispo le da por el culo y Durcet opera, le hunden una aguja ardiente en el canal de la uretra. Hacen venir a Giton, lo magrean y juegan a la pelota con él, y le parten una pierna mientras el duque le da por el culo sin correrse. Llega Zelmire: le queman el clítoris, la lengua, las encías, le arrancan cuatro dientes, le abrasan seis partes de los muslos por delante y por detrás, le cortan los dos pezones, todos los dedos de las manos, y Curval la encula en tal estado sin correrse. Traen a Fanchon, a la que sacan un ojo. Durante la noche, el duque y Curval, escoltados por Desgranges y Duclos, bajan a Augustine a la bodega. Tenía el culo muy bien conservado, la azotan, después cada uno le da por el culo sin correrse; después el duque le hace 58 heridas en las nalgas, en cada una de las cuales vierte aceite hirviente. Después le hunde un hierro al rojo en el coño y en el culo, y se la folla sobre las heridas con un condón de piel de tiburón que le desgarra de nuevo las quemaduras. Hecho esto, le descubren los huesos y se los sierran en diferentes lugares, después descubren sus nervios en cuatro lugares formando una cruz, le atan un torniquete a cada extremo de esos nervios, y lo hacen girar, lo que estira estas partes delicadas y le hace sufrir unos dolores increíbles. Le dan un descanso para que sufra más, después reanudan la operación, y, esta vez, le arañan los nervios con un cortaplumas, a medida que se estiran. Hecho esto, le hacen un agujero en el gaznate, por el que agarran y meten su lengua; le queman a fuego lento la teta que le queda, después le hunden en el coño una mano armada con un escalpelo, con el que rompen el tabique que separa el ano de la vagina; retiran el escalpelo, hunden de nuevo la mano, buscan en sus entrañas y la obligan a cagar por el coño; después, por la misma abertura, le desgarran el saco del estómago. Después vuelven a la cara: le cortan las orejas, le abrasan el interior de la nariz, le ciegan los ojos dejando caer cera de España ardiente dentro de ellos, le inciden el cráneo, la cuelgan por los cabellos atándole piedras a los pies, para que caiga y el cráneo se desprenda. Cuando sufrió esta caída, seguía respirando, y el duque la folló por el coño en este estado; se corrió y se retiró aún más furioso. La abrieron, le abrasaron las entrañas en el mismo vientre, e introdujeron una mano armada con un escalpelo que fue a pincharle el corazón por dentro, en diferentes lugares. Ahí fue cuando entregó el alma. Así pereció a los quince años y ocho meses una de las criaturas más celestiales que hay a dado la naturaleza, etcétera. Su elogio. El 25. (A partir de esa mañana, el duque toma a Colombe por su mujer, y ella cumple sus funciones.) 129. Un gran aficionado a los culos encula a la querida ante los ojos del amante y al amante ante los ojos de la querida, después clava al amante sobre el cuerpo de la querida, y les deja morir así el uno sobre el otro y boca contra boca. Este será el suplicio de Céladon y de Sophie, que se aman, y se interrumpe para obligar a Céladon a que él mismo arroje cera de España sobre los muslos de Sophie; se desmay a; el obispo le folla en este estado. 130. El mismo que se divertía en arrojar una muchacha al agua y en sacarla tiene, como segunda, arrojar siete u ocho muchachas a un estanque y verlas debatir[se]. Les ofrece una barra al rojo vivo, ellas se agarran a ella, pero él las rechaza, y para que perezcan con absoluta seguridad, les ha cortado a cada una de ellas un miembro al arrojarlas. 131. Tenía como gusto primero hacer vomitar: lo perfecciona utilizando un secreto por medio del cual esparce la peste en toda una provincia; es increíble la cantidad de gente que ha hecho perecer. Envenenaba también las fuentes y los ríos. 132. Un hombre al que le gustaba el látigo hace meter a tres mujeres embarazadas en una jaula de hierro con una criatura cada una. Calientan la jaula por debajo; a medida que la plancha se calienta, ellas saltan, toman a sus criaturas en los brazos, y acaban por caer y morir así. (Esto se ha dicho en algún lugar anteriormente, ver dónde.) 133. Le gustaba pinchar con una lezna, y lo perfecciona encerrando a una mujer preñada en un tonel lleno de púas, después hace rodar velozmente el tonel por un jardín. Constance se ha apenado tanto ante estos relatos de suplicios de mujeres preñadas que Curval ha sentido placer. Ve con absoluta claridad su suerte. Como y a se aproxima, creen que pueden comenzar a maltratarla: le queman los muslos en seis lugares, le arrojan cera de España en el ombligo, y le pinchan las tetas con alfileres. Aparece Giton; le hunden una aguja al rojo vivo en la polla, de lado a lado, le pinchan los cojones, le arrancan cuatro dientes. Llega después Zelmire, cuy a muerte está próxima. Le hunden un hierro al rojo en el coño, le hacen seis heridas en el pecho y doce en los muslos, le pinchan con fuerza en la parte superior del ombligo, recibe 20 bofetadas de cada amigo, le arrancan cuatro dientes, le pinchan un ojo, la azotan, y la enculan. Al sodomizarla, su esposo Curval le anuncia su muerte para el día siguiente; ella se congratula, diciendo que será el fin de sus males. Aparece Rosette; le arrancan cuatro dientes, la marcan con un hierro candente en los dos omoplatos, la cortan en los dos muslos y en las pantorrillas; después la enculan mientras le amasan los pechos. Aparece Thérèse; le sacan un ojo y le dan 100 vergajazos en la espalda. El 26. 134. Un sodomita se coloca al pie de una torre, en un lugar provisto de púas de hierro. Le arrojan desde lo alto de la torre varias criaturas de ambos sexos que antes ha enculado: disfruta viéndolos atravesados y a él salpicado por su sangre. 135. El mismo de quien ella habló el 11 y el 13 de febrero, y cuy o gusto consiste en incendiar, tiene también como pasión encerrar a seis mujeres preñadas en un lugar donde están atadas sobre unas materias combustibles; les prende fuego y, si quieren escapar, las espera con un espetón de hierro, las empuja y las devuelve al fuego. Sin embargo, cuando están a medio asar, el suelo se hunde, y caen en una gran cuba de aceite hirviente preparada abajo, y acaban de morir. 136. El mismo de la Duclos que detesta tanto a los pobres, y que compró a la madre de Lucile, su hermana y a ella misma, que también ha sido citado por Desgranges (comprobarlo), tiene como otra pasión reunir a una familia pobre sobre una mina y verla saltar. 137. Un incestuoso, gran aficionado a la sodomía, para juntar este crimen a los del incesto, del asesinato, de la violación, del sacrilegio, y del adulterio, se hace encular por su hijo con una hostia en el culo, viola a su hija casada y mata a su sobrina. 138. Un gran partidario de culos estrangula a una madre mientras la encula; cuando ha muerto, le da la vuelta y la folla por el coño. Al correrse, mata a la hija sobre el seno de la madre de cuchilladas en el pecho, después folla a la hija por el culo aunque esté muerta; después, absolutamente convencido de que todavía no han muerto y de que sufrirán, arroja los cadáveres al fuego, y se corre al verlos arder. Es el mismo de quien habló Duclos el 29 de noviembre, al que le gustaba ver a una muchacha en una cama de satén negro; también es el mismo al que Martaine alude en primer lugar el 11 de enero. Narcisse es presentado a los suplicios; le cortan una muñeca. Hacen lo mismo con Giton. Queman a Michette en el interior del coño; otro tanto a Rosette; y ambas son quemadas en el vientre y en las tetas. Pero Curval, que no es dueño de sí mismo pese a los acuerdos, corta todo un pecho a Rosette mientras encula a Michette. Después aparece Thérèse, a la que dan 200 vergajazos en el cuerpo y le sacan un ojo. Aquella noche, Curval va a buscar al duque y, escoltados por Desgranges y Duclos, hacen bajar a Zelmire a la bodega, donde se ponen en práctica los suplicios más refinados para hacerla perecer. Todos ellos son aún mucho más fuertes que los de Augustine, y todavía siguen ocupados al día siguiente por la mañana, a la hora del desay uno. Esta hermosa muchacha muere a los quince años y dos meses: era la que tenía el culo más bello del serrallo de las jóvenes. Y al día siguiente, Curval, que no tiene mujer, toma a Hébé. El 27. Se aplaza para el día siguiente la celebración de la fiesta de la decimoséptima y última semana, a fin de que esta fiesta acompañe la clausura de los relatos; y Desgranges cuenta las pasiones siguientes: 139. Un hombre de quien Martaine habló el 12 de febrero, y que prendía fuegos artificiales en el culo, tiene como segunda pasión atar a dos mujeres preñadas juntas, en forma de bola, y dispararlas por una pedrera. 140. Uno cuy o gusto consistía en escarificar obliga a dos mujeres preñadas a pelear en una habitación (las observa sin ningún riesgo), a pelear, digo, a puñaladas. Están desnudas; las amenaza apuntándolas con un fusil, si no lo hacen con entusiasmo. Si se matan, es lo que quiere; si no, se precipita en la habitación donde están, espada en mano, y cuando ha matado a una, desvientra a la otra y le quema las entrañas con agua fuerte, o con pedazos de hierro candente. 141. Un hombre, a quien le gustaba azotar a las mujeres preñadas en el vientre, rectifica atando a la muchacha preñada en una rueda, y debajo de ella amarra en un sillón, sin poderse mover, a la madre de esta muchacha, con la boca abierta de par en par y obligada a recibir en su boca todas las porquerías que desprende el cadáver, y la criatura si pare. 142. Aquel de quien Martaine habló el 16 de enero, y al que le gustaba pinchar el culo, ata a una muchacha a una máquina llena de púas de hierro; la folla por encima, de modo que a cada sacudida que da, la clava; después, le da la vuelta y la folla por el culo para que se pinche igualmente del otro lado, y le empuja la espalda para que atraviesen las tetas. Cuando lo ha hecho, coloca encima de ella una plancha de hierro igualmente preparada, y luego, con unos tornillos, las dos planchas se juntan. Así muere, aplastada y pinchada por todas partes. Este apretamiento se hace poco a poco; le dan todo el tiempo de morir entre los dolores. 143. Un fustigador coloca a una mujer preñada en una mesa; la clava a esta mesa hundiendo en primer lugar un clavo candente en cada ojo, uno en la boca, uno en cada teta; después quema el clítoris y los pezones con una vela, y, lentamente, le sierra las rodillas por la mitad, le parte los huesos de las piernas, y acaba por hundirle un enorme clavo al rojo vivo en el ombligo, que acaba con su criatura y con ella. La quiere a punto de parir. Aquella noche, azotan a Julie y Duclos, pero por diversión, pues las dos forman parte de las conservadas. Pese a ello queman a Julie en dos lugares de los muslos, y la depilan. Constance, que debe perecer el día siguiente, comparece, pero ella todavía ignora su destino. Le queman los dos pezones, le vierten cera de España en el vientre, le arrancan cuatro dientes y la pinchan con una aguja en el blanco de los ojos. Comparece Narcisse, que también debe ser inmolado al día siguiente; le arrancan un ojo y cuatro dientes. Giton, Michette y Rosette, que también deben acompañar a Constance a la tumba, pierden cada uno un ojo y cuatro dientes; Rosette tiene los dos pezones cortados, y seis pedazos de carne arrancados, tanto en los brazos como en los muslos; le cortan todos los dedos de las manos, y le hunden un hierro candente en el coño y en el culo. Curval y el duque se corren cada uno de ellos dos veces. Llega Louison, a la que dan 100 vergajazos, y a la que arrancan un ojo, que le obligan a comer; y lo hace. El 28. 144. Un sodomita hace buscar a dos buenas amigas, las ata una con otra boca con boca, frente a ellas hay una excelente comida, pero no pueden alcanzarla, las contempla devorarse entre sí cuando el hambre las acucia. 145. Un hombre, a quien le gustaba azotar mujeres preñadas, encierra a seis de esta clase en un redondel formado por unos cercos de hierro: eso forma una jaula dentro de la cual están todas ellas frente a frente. Poco a poco, los cercos se comprimen y se estrechan, y ellas están, así, las seis aplastadas y sofocadas con sus frutos; pero, antes, se les ha cortado a todas una nalga y una teta que él les coloca a modo de palatina. 146. Un hombre, a quien también le gustaba azotar a mujeres preñadas, ata a dos, cada una a una pértiga que, por medio de una máquina, las arroja y las frota entre sí. A fuerza de chocar, acaban por matarse mutuamente, y él se corre. Procura conseguir madre e hija, o dos hermanas. 147. El conde de quien habló Duclos, y de quien también habló Desgranges el 26, el que compró a Lucile, su madre y la hermanita de Lucile, de quien también habló Martaine en el cuarto del 1 de enero, tiene como última pasión colgar tres mujeres encima de tres agujeros: la primera está colgada por la lengua, y el agujero que tiene debajo es un pozo muy profundo; la segunda está colgada de las tetas, y el agujero que tiene debajo es una hoguera; la tercera tiene el cráneo rajado y está colgada por la cabellera, y el agujero que tiene debajo está lleno de púas de hierro. Cuando el peso del cuerpo de estas mujeres tira de ellas, cuando los cabellos se desprenden con la piel del cráneo, cuando las tetas se desgarran y cuando la lengua se corta, no hacen sino pasar de un suplicio a otro. Cuando puede, mete ahí tres mujeres preñadas, o si no a una familia, y para esto utilizó a Lucile, su hermana y su madre. 148. La última. (Comprobar por qué faltan estas dos, estaban en los borradores.) El gran señor que se entrega a la última pasión que designaremos bajo el nombre del infierno ha sido citado cuatro veces: es el último del 29 de noviembre de Duclos, es aquel de Champville que solo desvirga de nueve años, el de Martaine que desvirga por el culo de tres años, y aquel de quien la misma Desgranges ha hablado un poco antes (comprobar dónde). Es un hombre de cuarenta años, de estatura enorme, y dotado como un mulo; su polla tiene cerca de nueve pulgadas de circunferencia por un pie de longitud. Es muy rico, muy gran señor, muy duro, y muy cruel. Para esta pasión, tiene una casa en las afueras de París, extremadamente aislada. El apartamento donde transcurre su voluptuosidad es un gran salón muy sobrio, pero tapizado y acolchado por todas partes; una gran ventana es la única abertura que se le ve a esta habitación; da sobre un vasto subterráneo a 20 pies bajo el suelo del salón, y, bajo la ventana, hay unos colchones que reciben a las muchachas a medida que él las arroja a esta bodega, cuy a descripción reanudaremos inmediatamente. Necesita a 15 muchachas para esta sesión, y todas ellas entre quince y diecisiete años, ni por encima ni por debajo. Emplea a seis alcahuetas en París, y 12 en las provincias, para buscarle cuanto es posible encontrar de más encantador en esta edad, y las reúne como en un vivero, a medida que las encuentra, en un convento del campo del que es dueño; y de allí salen los 15 sujetos para su pasión, la cual se realiza regularmente cada 15 días. El mismo examina, la víspera, los sujetos; al menor defecto las hace desechar: quiere que sean absolutamente unos modelos de belleza. Llegan, acompañadas por una alcahueta, y se quedan en una habitación cercana a su salón de voluptuosidad. Se las muestran antes en esta primera habitación, las quince desnudas; las toca, las manosea, las examina, las chupa en la boca, y las hace cagar a todas una tras otra en su boca, pero no traga. Realizada esta primera operación con una seriedad impresionante, las marca a todas en el hombro con un hierro candente, con el número del orden por el que quiere que se las hagan pasar. Hecho esto, entra en su salón, y permanece un instante a solas, sin que se sepa en qué utiliza este momento de soledad. Después, llama; le arrojan, pero le arrojan exactamente, la muchacha número 1: la alcahueta se la lanza, y él la recibe en sus brazos; está desnuda. Cierra su puerta, coge unas varas, y comienza a azotarla en el culo; hecho esto, la sodomiza con su enorme polla, y jamás tiene necesidad de ay uda. No se corre. Saca su polla empalmada, toma de nuevo las varas y azota a la muchacha en la espalda, los muslos por delante y por detrás, después vuelve a acostarla y la desvirga por delante; después, recoge las varas y la azota con todas sus fuerzas en el pecho, luego coge los dos senos y los manosea con todas sus fuerzas. Hecho esto, practica seis heridas, con una lezna, en las carnes, de las cuales una en cada teta tumefacta. Después, abre la ventana que da al subterráneo, coloca a la muchacha de pie delante de él ofreciéndole el culo, y casi en medio del salón en frente de la ventana; allí, le da un puntapié en el culo, tan violento que la arroja por la ventana, donde caerá encima de los colchones. Pero, antes de precipitarlas así, les coloca una cinta en el cuello, y esta cinta que significa un suplicio es análoga a aquel que él imagina que serán los más adecuados, o que será más voluptuoso infligir[le], y es increíble el tacto y el conocimiento que posee en esto. Todas las muchachas pasan así, una tras otra, y todas sufren absolutamente la misma ceremonia, de manera que tiene 30 desvirgamientos en la jornada, y todo ello sin derramar una gota de leche. La bodega donde las muchachas caen está llena de 15 diferentes surtidos de suplicios espantosos, y un verdugo, bajo la máscara y el emblema de un demonio, cuida de cada suplicio, vestido con el color atribuido a este suplicio. La cinta que la muchacha tiene en el cuello responde a uno de los colores atribuidos a estos suplicios y, no bien cae, el verdugo de este color se apodera de ella y la lleva al suplicio de su incumbencia; pero solo comienzan a aplicarlos a la caída de la decimoquinta muchacha. Tan pronto como esta ha caído, nuestro hombre, en un estado furibundo, que ha tomado 30 virgos sin correrse, desciende casi desnudo y con la polla pegada al vientre a esta guarida infernal. Entonces todo se pone en marcha y todos los tormentos funcionan, funcionan a un tiempo. El primer suplicio es una rueda sobre la cual está la muchacha, y que gira incesantemente rozando un círculo provisto de hojas de navaja de afeitar donde la desdichada se rasguña y se corta en todos los sentidos a cada vuelta; pero como solo la rozan, gira por lo menos dos horas antes de morir. El 2.° La muchacha está acostada a dos pulgadas de una placa al rojo vivo que la funde lentamente. 3.° Está clavada por la rabadilla a una pieza de hierro candente, y cada uno de sus miembros contorsionado en una dislocación espantosa. 4.° Los cuatro miembros atados a cuatro resortes que se alejan poco a poco y tiran lentamente, hasta que al fin se desprenden y el tronco cae a una hoguera. 5.° Una campana de hierro al rojo le sirve de bonete sin apoy ar, de modo que su cerebro se funde lentamente y su cabeza se asa poco a poco. 6.° Está encadenada en una cuba de aceite hirviendo. 7.° Expuesta de pie ante una máquina que le lanza seis veces por minuto una saeta punzante al cuerpo, y siempre en un sitio nuevo; la máquina solo se para cuando la ha cubierto por completo. 8.° Sus pies en un horno; y una masa de plomo sobre su cabeza la baja poco a poco, a medida que se abrasa. 9.° Su verdugo la pincha a cada instante con un hierro al rojo vivo; ella está atada delante de él; él hiere así poco a poco todo el cuerpo con todo detalle. 10.° Está encadenada a un pilar bajo un globo de cristal, y 20 serpientes hambrientas la devoran minuciosamente en vivo. 11.° Está colgada de una mano con dos balas de cañón en los pies; si se cae, es a un horno. 12.° Está empalada por la boca, con los pies al aire; un diluvio de pavesas ardientes le cae en todo instante sobre el cuerpo. 13.° Los nervios sacados del cuerpo y atados a unos cordones que los estiran; y, durante ese tiempo, son mechados con puntas de hierro ardientes. 14.° Atenazada y azotada alternativamente en el coño y en el culo con unas disciplinas de hierro con estrellas de acero al rojo vivo, y, de vez en cuando, arañada por unas uñas de hierro candente. 15.° Es envenenada con una droga que le abrasa y desgarra las entrañas, que le provoca unas convulsiones espantosas, le arranca unos aullidos terribles, y solo debe hacerla morir la última; este suplicio es uno de los más tremendos. El malvado se pasea por su bodega en cuanto ha bajado; examina un cuarto de hora cada suplicio, blasfemando como un condenado y abrumando a la paciente con insultos. Cuando al final y a no puede más, y su leche, tanto tiempo cautiva, está a punto de escapar, se arroja a un sillón desde donde puede observar todos los suplicios. Dos de los demonios se le acercan, muestran su culo y le masturban, y él pierde su leche lanzando unos aullidos que ahogan por completo los de las quince pacientes. Hecho esto, sale; dan el tiro de gracia a las que todavía no han muerto, entierran sus cuerpos, y todo ha terminado hasta la próxima quincena. La Desgranges termina sus relatos; es felicitada, celebrada, etcétera. Se han hecho, desde la mañana de aquel día, unos preparativos terribles para la fiesta que se proy ecta. Curval, que detesta a Constance, ha ido a follarla por el coño de buena mañana y le ha anunciado su sentencia mientras la follaba. El café ha sido ofrecido por las víctimas, a saber: Constance, Narcisse, Giton, Michette y Rosette. Allí se han cometido horrores; al relato que acabamos de leer, asistieron, desnudos, los grupos que pudieron formarse. Y tan pronto como la Desgranges hubo terminado, se hace aparecer en primer lugar a Fanny, le cortan los dedos que le quedaban en las manos y en los pies, y es enculada sin pomada por Curval, el duque y los cuatro primeros folladores. Llega Sophie; obligan a Céladon, su amante, a quemarle el interior del coño, le cortan todos los dedos de la mano y la sangran por los cuatro miembros, le desgarran la oreja derecha y arrancan el ojo izquierdo. Céladon ha sido obligado a ay udar en todo y a actuar a menudo por su cuenta, y, ante la menor mueca, era azotado con unas disciplinas con puntas de hierro. Después, se cena; la comida es voluptuosa, y solo se bebe en ella Champagne espumoso y licores. El suplicio se celebra a la hora de las orgías. Han llegado a los postres a advertir a los señores que todo estaba preparado; bajan, y encuentran la bodega muy adornada y muy bien preparada. Constance está acostada en una especie de mausoleo, y las cuatro criaturas adornan las cuatro esquinas. Como los culos estaban muy lozanos, se ha sentido todavía mucho placer en manosearlos. Finalmente ha comenzado el suplicio: el propio Curval ha abierto el vientre de Constance mientras da por el culo a Giton, y le arranca el fruto, y a muy formado y destinado al sexo masculino; después se han continuado los suplicios sobre estas cinco víctimas, que han sido todos ellos tan crueles como variados. El 1 de marzo, viendo que las nieves todavía no se han fundido, deciden despachar minuciosamente todo lo que queda. Los amigos forman nuevas familias en sus dormitorios, y deciden dar una cinta verde a todo lo que debe ser devuelto a Francia, a condición de que colabore con los suplicios del resto. No se dice nada a las seis mujeres de la cocina, pero se decide sacrificar a las tres sirvientas que no están nada mal, y salvar a las tres cocineras debido a sus talentos. En consecuencia, se hace la lista, y se ve que en esta época y a están sacrificados: En esposas: Aline, 3 Adélaïde y Constance En muchachas del serrallo: Augustine, 4 Michette, Rosette y Zelmire En putos: Giton y 2 Narcisse En folladores: uno de los subalternos 1 …… Total 10 Así que se arreglan las nuevas familias. El duque toma con él o bajo su protección: 4 a Hercule, la Duclos y una cocinera Curval toma: a Brise-cul, Champville y 4 una cocinera Durcet toma: a Bande-au-ciel, 4 Martaine y una cocinera Y el obispo: a Antinoüs, la 4 Desgranges y Julie …… Total 16 Y se decide que al instante, y por intervención de los cuatro amigos, de los cuatro folladores y de las cuatro historiadoras (no queriendo utilizar en absoluto a las cocineras), se apoderarán de todos los restantes, de la manera más traidora posible, a excepción de las tres sirvientas, de las que solo se apoderarán los últimos días, y que se creará, en los apartamentos superiores, cuatro prisiones; que se introducirá a los tres folladores subalternos en la más segura, y encadenados; en la segunda, a Fanny, Colombe, Sophie y Hébé; en la tercera, a Céladon, Zélamir, Cupidon, Zéphire, Adonis e Hy acinthe; y en la cuarta, a las cuatro viejas; y que, como despacharán a un sujeto cada día, cuando se quiera detener a las tres sirvientas, se las pondrá en aquella cárcel que se encuentre vacía. Hecho esto, dan a cada historiadora el mando de una prisión. Y los señores se divertirán, cuando les parezca, con estas víctimas, o en su prisión, o las harán ir a las salas o a su habitación, de acuerdo con su capricho. En consecuencia, despachan, pues, como acaba de decirse, a un sujeto cada día en el orden siguiente: El 1 de marzo, Fanchon. El 2, Louison. El 3, Thérèse. El 4, Marie. El 5, Fanny. El 6 y el 7, Sophie y Céladon juntos, como amantes, y perecen, como y a se ha dicho, clavados el uno sobre el otro. El 8, uno de los folladores subalternos. El 9, Hébé. El 10, uno de los folladores subalternos. El 11, Colombe. El 12, el último de los folladores subalternos. El 13, Zélamir. El 14, Cupidon. El 15, Zéphire. El 16, Adonis. El 17, Hy acinthe. El 18, por la mañana, se apoderan de las tres sirvientas, a las que encierran en la prisión de las viejas, y se las despacha el 18, el 19 y el 20. Total: 20 Esta recapitulación permite ver la utilización de todos los sujetos, y a que había en total 46, a saber: Amos 4 Viejas 4 En la cocina 6 Historiadoras 4 Folladores 8 Muchachos 8 Esposas 4 Muchachas 8 …… Total 46 Que, sobre eso, ha habido 30 inmolados y 16 que regresan a París. Cuenta del total: Sacrificados antes del 1 de marzo en las 10 primeras orgías A partir del 1 de marzo 20 16 Y regresan personas …… Total 46 Respecto tanto a los suplicios de los 20 últimos sujetos como a la vida que se lleva hasta la partida, detallarlo a vuestro antojo. Comenzaréis por decir que los 12 restantes comían juntos, y los suplicios a vuestro capricho. o alejarse en nada de este plan: todo en él está combinado varias veces y con N la mayor exactitud. Detallar la partida. Y en el conjunto, mezclar sobre todo la moraleja con las cenas. Al pasar en limpio, tener un cuaderno donde poner los nombres de todos los personajes principales y de todos los que juegan un gran papel, tales como los que tienen varias pasiones y de los que se hablará varias veces, como el del infierno; dejar un gran margen al lado de su nombre, y rellenar este margen con todo lo que se encontrará, al copiar, de análogo a ellos. Esta nota es muy esencial, y es la única manera de poder ver claro en esta obra y evitar las repeticiones. Suavizar mucho la primera parte: todo en ella se explica demasiado; no debe ser demasiado débil ni demasiado difuminada. Sobre todo no obligar jamás a hacer nada a los cuatro amigos que no haya sido contado, y este cuidado no se ha tenido. En la primera parte, decir que el hombre que folla en la boca de la chiquilla prostituida por su padre es aquel que folla con una polla sucia y del cual ella ya ha hablado. No olvidar colocar en diciembre la escena de las chiquillas sirviendo la cena, que llenan de licores las copas de los amigos con sus culos; ha sido anunciado y no se ha hablado de ello en el plan. SUPLICIOS COMO SUPLEMENTO Por medio de un tubo, se le introduce un ratón en el coño; se saca el tubo, se cose el coño, y el animal, sin poder salir, le devora las entrañas. Se le hace tragar una serpiente que también la devorará. En general, describir a Curval y al duque como dos malvados fogosos e impetuosos. Es así como han sido tomados en la primera parte y en el plan; y describir al obispo como un malvado frío, razonador y empedernido. En cuanto a Durcet, debe ser quisquilloso, falso, traidor y pérfido. Hacerles hacer, a partir de ahí, todo lo que resulte análogo a esos caracteres. Recapitular con cuidado los nombres y cualidades de todos los personajes que las historiadoras mencionan, para evitar tas repeticiones. Que, en el cuaderno de los personajes, el plano del castillo, apartamento por apartamento, tenga una hoja, y en el blanco que se deja al lado, colocar los tipos de cosas que se hacen hacer en tal o cual habitación. Toda esta gran banda ha sido comenzada el 22 de octubre de 1785 y terminada en 37 días.